Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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– Marchaos -dijo Mary-. Este árbol es nuestro.

No se enfrentaron con los hombres, sino con el árbol, y apretaron las mejillas contra el tronco. Therese y Mary llevaban zapatos, pero Bonnie y Lux iban descalzas, lo que indujo a muchos a creer que aquella acción de rescate había surgido espontáneamente. Allí estaban, abrazadas al tronco, que se elevaba sobre ellas hacia la nada.

– ¡Chicas, chicas! -les gritó el capataz-. Llegáis tarde. El árbol ya está muerto.

– Eso lo dirás tú -le espetó Mary.

– Tiene escarabajos. Tenemos que cortarlo para que no se propaguen a otros árboles.

– No existen pruebas científicas de que la eliminación limite la propagación -dijo Therese-. Estos árboles son viejos y tienen estrategias evolutivas para hacer frente a los escarabajos. ¿Por qué no dejáis que la naturaleza resuelva el problema?

– Si lo dejásemos en manos de la naturaleza, ya no quedarían árboles.

– De todos modos, es lo que va a ocurrir -dijo Lux. -Si los barcos no hubieran traído el hongo de Europa, no habría ocurrido -dijo Bonnie.

– No podéis volver a meter el genio en la botella, niñas. Ahora tenemos que recurrir a la tecnología y ver qué se puede salvar.

En realidad, es probable que ninguna de estas frases haya sido pronunciada, porque las hemos hilado a través de versiones parciales y sólo podemos dar fe de su sentido básico. Las hermanas Lisbon creían que los árboles sobrevivirían mejor por su cuenta y echaban la culpa de la enfermedad a la arrogancia humana. Con todo, muchos estaban convencidos de que se trataba de una cortina de humo. Aquel olmo en particular, como todos sabían, había sido el árbol favorito de Cecilia y en el agujero embreado que cubría un nudo de la madera aún podía verse la marca de su pequeña palma. La señora Scheer recordaba haber visto a menudo a Cecilia bajo el árbol en primavera, tratando de atrapar al vuelo las vertiginosas hélices de sus semillas. (Por nuestra parte, recordábamos aquellas semillas verdes alojadas en una sola vaina fibrosa que bajaba como un helicóptero hasta el suelo, si bien no habríamos podido asegurar si pertenecían a los olmos o, por decir algo, a los castaños, ya que ninguno de nosotros tenía un manual de botánica a mano, tan populares entre los amantes de los bosques y de la realidad.) De todos modos, a muchos de los vecinos les resultaba fácil imaginar por qué las chicas relacionaban el olmo con Cecilia.

– Lo que querían salvar no era el olmo -decía la señora Scheer-, sino el recuerdo de Cecilia.

Alrededor del árbol se formaron tres corros: el corro rubio de las hermanas Lisbon, el corro verde bosque de los hombres del Departamento de Parques y, alrededor de éstos, el corro de los mirones. Los hombres trataron primero de hacer entrar en razón a las chicas, se fueron poniendo cada vez un poco más serios, intentaron sobornarlas prometiéndoles un paseo en el camión y, finalmente, pasaron a las amenazas. El capataz ordenó a sus hombres que se tomaran la pausa del almuerzo pensando que en ese intervalo las muchachas claudicarían, pero transcurrieron cuarenta y cinco minutos y ellas seguían formando una cadena alrededor del árbol. Finalmente el hombre decidió entrar en la casa y hablar con el señor y la señora Lisbon pero, para su sorpresa, éstos no le resultaron de ninguna ayuda. Acudieron a abrir la puerta los dos juntos, el señor Lisbon rodeando con el brazo los hombros de su esposa en una insólita muestra de intimidad física.

– Tenemos orden de cortar el olmo de su jardín -dijo el capataz- y sus hijas nos lo impiden.

– ¿Cómo saben ustedes que ese árbol está enfermo? -preguntó la señora Lisbon.

– Lo sabemos, puede usted creerme. Tiene hojas amarillas, es decir, tenía hojas amarillas. Ya le hemos cortado la rama. ¡Es un árbol muerto, por el amor de Dios!

– Nosotros estamos a favor del aritex -dijo el señor Lisbon-. ¿Sabe qué le quiero decir? Nuestra hija nos mostró un artículo. Se trata de una terapia menos agresiva.

– Pero que no funciona. Mire usted, como dejemos este árbol, el año que viene habrán desaparecido todos los demás.

– Tal como van las cosas, es lo que ocurrirá de todos modos -dijo el señor Lisbon.

– No me gustaría tener que llamar a la policía.

– ¿La policía? -preguntó la señora Lisbon-. Las niñas están en el jardín de su casa. ¿Desde cuándo es un delito?

Llegado a este punto, el capataz se dio por vencido sin llegar a hacer realidad su amenaza. Cuando se disponía a subir a su camión, el Pontiac azul de la señorita Perl asomó detrás de éste. Un fotógrafo profesional ya estaba sacando las fotos que el periódico no tardaría en publicar. Había pasado menos de una hora entre el momento en que las niñas hicieron corro alrededor del árbol y la llegada de la señorita Perl, que al parecer pretendía emular a Weegee, aunque ella no revelaría jamás quién la había puesto sobre aviso. Muchos creían que habían sido las propias hermanas Lisbon para conseguir publicidad, pero no existía forma de asegurarlo. Mientras el fotógrafo seguía disparando la máquina, el capataz dijo a sus hombres que subieran al camión. Al día siguiente apareció un breve artículo, acompañado de una foto granulosa de las niñas abrazadas al árbol (documento número ocho). Da la impresión de que le rinden culto, como si fueran un grupo de druidas. A juzgar por la foto, nadie diría que el árbol termina seis metros más arriba de las cabezas inclinadas de las muchachas.

«Cuatro hermanas de Cecilia Lisbon, la adolescente del East Side cuyo suicidio el pasado verano despertó la atención sobre un problema nacional, pusieron en riesgo sus vidas el miércoles pasado en un intento de salvar el olmo que Cecilia tanto amaba. El año pasado le fue diagnosticada al árbol la enfermedad holandesa del olmo y estaba previsto que sería cortado esta primavera.» De esas palabras se desprende que la señorita Perl aceptaba la teoría de que las chicas habían salvado el árbol en recuerdo de Cecilia, y lo que leímos en el diario de esta última hace que no tengamos motivos para disentir de su opinión. Con todo, años más tarde, cuando hablamos con el señor Lisbon, él lo negó de plano.

– La aficionada a los árboles era Therese. Lo sabía todo acerca de ellos. Conocía todas las variedades, la profundidad a que llegaban las raíces. Si quieren que les sea franco, no recuerdo que Cecilia se interesase demasiado por la vida de las plantas.

Sólo cuando los del Departamento de Parques se hubieron marchado, las muchachas rompieron la cadena que habían formado alrededor del árbol. Restregándose los brazos entumecidos, volvieron a meterse en casa sin ni siquiera echar un vistazo a los que mirábamos, desperdigados, desde los jardines vecinos. Chase Buell oyó que Mary decía: «Volverán». Y se metieron dentro.

El señor Patz, que formaba parte de un grupo de unas diez personas, manifestó:

– Yo estoy de parte de las chicas. Cuando los de Parques se marcharon, me entraron ganas de aplaudir.

Temporalmente, el árbol sobrevivió. El Departamento de Parques siguió con la lista que llevaba y eliminó otros árboles del vecindario, pero nadie más tuvo agallas suficientes o fue tan loco como para oponer resistencia. El olmo de los Buell, con su columpio hecho con un neumático, fue retirado, el de los Fusilli desapareció un día mientras estábamos en la escuela y el de los Shalaan también se desvaneció. Muy pronto el Departamento de Parques se trasladó a otras calles, aunque el lamento incesante de sus sierras de cadena hacía que ni nosotros ni las hermanas Lisbon pudiéramos apartarlo de nuestros pensamientos.

Comenzó la temporada de béisbol y nos perdimos por verdes campos. En otros tiempos, el señor Lisbon llevaba a veces a sus hijas a algún partido de los que jugábamos como locales, y ellas se sentaban en las gradas y vitoreaban a los jugadores como todo el mundo. Mary hablaba con las animadoras.

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