– Hay una intermitente -explicó al señor Bates cuando éste se metía en el coche-. La caja dice que lleva una marca de color rojo, pero las he revisado todas y no la encuentro. Detesto las luces que parpadean.
El señor Lisbon podía detestarlas, pero seguían destellando siempre que se acordaba de conectarlas por la noche.
Durante todo el invierno las hermanas Lisbon se mantuvieron esquivas. A veces salía alguna a la calle, abrazándose el cuerpo con los brazos cruzados y formando una nube de vapor con la respiración, pero un minuto después volvía a meterse dentro. Por la noche Therese continuaba utilizando su emisora de radioaficionada y enviaba mensajes que la llevaban lejos de su casa, a calentarse en los estados sureños e incluso hasta la punta de América del Sur. Tim Winer intentaba encontrar la frecuencia de onda de Therese y llegó a afirmar que había dado con ella. En una ocasión la oyó hablar con un hombre de Georgia sobre el perro de éste (artritis en la cadera, ¿lo operaba o no?) y otra vez, a través de aquel medio que está al margen de sexos y naciones, Therese habló con un ser humano cuyas escasas respuestas Winer consiguió grabar. No eran más que puntos y rayas, pero nos las ingeniamos para traducirlas al inglés. La conversación se desarrolló más o menos en estos términos:
– ¿Tú también?
– Mi hermano.
– ¿Cuántos años?
– Veintiuno. Guapo. Tocaba bien violín.
– ¿Cómo?
– Puente próximo. Corriente rápida.
– ¿Cómo lo cruzó?
– No lo cruzó.
– ¿Cómo es Colombia?
– Caluroso. Tranquilo. Ven.
– Me gustaría.
– Respecto de bandidos estás equivocada.
– Te dejo. Mamá me llama.
– Pinté tejado de azul, como dijiste.
– Adiós.
– Adiós.
Eso fue todo. Nos parece que la interpretación es bastante obvia y sirve para demostrar que, en marzo, Therese estaba conectando con un mundo más libre. En esta época pidió solicitudes de ingreso en una serie de universidades (los periodistas hablarían de ello más tarde). Las hermanas Lisbon también solicitaban catálogos de artículos que no estaban en condiciones de comprar y el buzón de los Lisbon volvió a llenarse de catálogos de muebles de Scott-Shruptine, de indumentaria lujosa, de vacaciones exóticas. Como no podían ir a ninguna parte, las chicas viajaban con la imaginación a templos siameses coronados de oro o pasaban junto a un viejo que con el cubo y el rastrillo iba recogiendo las hojas de un trocito de Japón alfombrado de musgo. Tan pronto como supimos los nombres de esos folletos los solicitamos para enterarnos de los sitios a los que querían ir las hermanas Lisbon: Aventuras en el Lejano Oriente, Circuitos sin trabas, Túnel hacia la China, Orient Express. Los conseguimos todos y, al hojearlos, recorrimos polvorientos caminos en compañía de aquellas muchachas, nos paramos de vez en cuando para ayudarlas a descargar las mochilas, les rozamos con las manos los hombros cálidos y húmedos, contemplamos puestas de sol entre papayos. Tomamos el té con ellas en un pabellón acuático, sobre refulgentes pececillos dorados. Hicimos todo cuanto deseábamos hacer, y Cecilia no se había suicidado, sino que era una novia de Calcuta que iba cubierta con un velo rojo y se había teñido con alheña las plantas de los pies. La única manera de acercarnos a las hermanas Lisbon fue a través de esas imposibles excursiones que dejaron en nosotros cicatrices perennes y que nos hicieron más felices con aquellos sueños que a las mujeres. Algunos maltrataron los catálogos, se los llevaron a sus habitaciones o se los escondieron debajo de la camisa. Pero teníamos poca cosa más que hacer, caía la nieve y el cielo era de un color gris implacable y constante.
Nos gustaría contar de manera fidedigna qué ocurría en casa de las hermanas Lisbon o qué sentían encarceladas en ella. A veces, consumidos por las averiguaciones, anhelábamos dar con alguna evidencia, alguna piedra Rosetta que nos descubriese cómo eran realmente las chicas. Pero aunque no se puede decir que aquel invierno fuese feliz, poco más habría podido afirmarse. El intento de averiguar qué dolor atormentaba a las hermanas Lisbon venía a ser como el autoexamen que los médicos nos instaban a hacer (ya habíamos llegado a esa edad). De manera regular, nos vemos obligados a explorar con distanciamiento clínico nuestra bolsa más íntima y, al presionarla, a imbuirnos de su realidad anatómica: dos huevos de tortuga alojados en un nido de minúsculos huevecillos de jibia, con tubos que entran y salen a través de un sinuoso recorrido y de protuberancias de nódulos cartilaginosos. En este paraje oscuramente trazado, entre grumos y espirales naturales, nos piden que descubramos inesperados intrusos. No sabíamos que tuviéramos todos aquellos bultos hasta que los exploramos. Así pues, nos tumbábamos boca arriba, nos explorábamos, nos asustábamos, volvíamos a explorarnos y las simientes de la muerte se perdían en aquel embrollo en el que Dios nos había metido.
No ocurría de manera diferente con las chicas. Apenas habíamos empezado a palpar su pesadumbre, ya nos preguntábamos si aquella herida particular era mortal o no, o si (en nuestra ciega manipulación) era realmente una herida. Igual podía ser una boca, así de húmeda y cálida. La cicatriz podía estar en el corazón o en la rótula. Imposible decirlo. Todo lo que podíamos hacer era ir palpando brazos y piernas, recorriendo el suave torso bivalvular hasta el rostro imaginado. Él nos habla. Pero nosotros no lo oímos.
Todas las noches escudriñábamos las ventanas de las habitaciones de las hermanas Lisbon. En la mesa, a la hora de cenar, nuestras conversaciones giraban inevitablemente en torno de la situación problemática que vivía la familia. ¿Conseguiría el señor Lisbon otro trabajo? ¿Cómo mantendría a su familia? ¿Cuánto tiempo seguirían soportando las niñas aquel encierro? Hasta la misma anciana señora Karafilis hizo uno de sus raros viajes a la planta superior (ese día no le tocaba bañarse) sólo para echar una mirada a la casa de los Lisbon, al otro lado de la calle. No recordábamos ningún otro incentivo que hubiera empujado a la anciana señora Karafilis a interesarse por el mundo, puesto que desde que la conocíamos no había hecho otra cosa que permanecer en el sótano esperando la muerte. A veces Demo Karafilis nos llevaba abajo para jugar al foosball, y entre los conductos de la calefacción, los catres de repuesto y las maletas medio desfondadas nos abríamos paso hasta el cuartito que la anciana señora Karafilis había decorado para que se pareciera al Asia Menor. De un techo enrejado colgaban racimos artificiales y decorativas cajas que contenían gusanos de seda; las paredes construidas con ladrillos de ceniza estaban pintadas de aquel color azul celeste que es definitivamente propio del país. Las postales pegadas en esas paredes eran ventanas abiertas a otro tiempo y a otro lugar en los que la anciana señora Karafilis seguía viviendo. Había un fondo de verdes montañas que se abrían a desportilladas tumbas otomanas, techados de tejas rojas y una vaharada que se elevaba de un rincón en tecnicolor donde un hombre vendía pan caliente. Demo Karafilis nunca nos dijo qué mal aquejaba a su abuela, aunque a él tampoco le parecía extraño que la tuviesen recluida en el sótano junto a la enorme caldera y a los desagües que rebosaban (las tierras bajas de nuestro barrio eran propensas a las inundaciones). Sin embargo, aquella manera suya de pararse delante de las postales, chupándose el pulgar y presionando con él siempre un mismo punto ya descolorido, aquella manera de sonreír mostrando los dientes de oro y de mover afirmativamente la cabeza ante el paisaje como si saludase a los viandantes, nos decían que la anciana señora Karafilis había sido moldeada y entristecida por una historia de la que nada sabíamos. Cuando fuimos a verla, nos dijo:
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