Virgen suicida
¿Qué gritaba ella?
Es inútil seguir
en ese viaje al holocausto.
Me dio su cereza.
Es mi virgen suicida.
Resulta evidente que la canción entronca perfectamente con el concepto de que unas fuerzas oscuras acechaban a las hermanas Lisbon, algún mal monolítico del que nosotros no éramos responsables. Pero el comportamiento de las muchachas distaba mucho de ser monolítico. Mientras Lux se citaba con sus amantes en el tejado, Therese criaba caballitos de mar fluorescentes en un vaso de agua y, en el salón de abajo, Mary se pasaba horas contemplándose en su espejo portátil. El espejo, con su marco oval de plástico rosa, estaba circundado de bombillas, como los de los camerinos de las actrices. Mediante un interruptor, Mary simulaba diferentes horas y temperaturas. Disponía de fondos para «mañana», «tarde» y «noche», así como uno para «sol brillante» y otro para «nublado». Mary pasaba horas sentada delante del espejo, observando su cara mientras navegaba a través de las alteraciones de mundos falsos. Llevaba gafas oscuras cuando brillaba el sol y se arropaba cuando estaba nublado. En ocasiones el señor Lisbon advertía que Mary accionaba continuamente el interruptor y que en un momento recorría un período de diez o veinte días y a menudo hacía sentar a su lado, delante del espejo, a una de sus hermanas a fin de aconsejarle:
– Date cuenta de que, cuando está nublado, se notan más las ojeras. Esto es porque nosotras tenemos la piel pálida. Con el sol… espera un minuto… fíjate, así, desaparecen. Eso quiere decir que en los días nublados tenemos que ponernos más maquillaje o crema base. Cuando hace sol, en cambio, tenemos el cutis más descolorido, o sea que necesitamos ponerle color. Carmín de labios e incluso sombra de ojos.
Ese auténtico proyector que es la prosa de la señorita Perl tiende a desdibujar los rasgos de las hermanas Lisbon. Emplea frases hechas para describirlas y las califica de «misteriosas» o de «solitarias» e incluso llega a decir que se sentían «atraídas por el aspecto pagano de la Iglesia Católica». Nunca supimos qué significaba exactamente aquella frase, pero muchos pensaban que tenía que ver con el intento de las muchachas de salvar el olmo familiar.
Por fin llegó la primavera y los árboles se llenaron de brotes. La escarcha que cubría las calles crujía al derretirse. El señor Bates registró nuevos baches, como todos los años, y envió una lista mecanografiada de los mismos al Departamento de Transportes. A primeros de abril, el Departamento de Parques volvió a colocar cintas en los árboles condenados, pero esta vez no fueron rojas sino amarillas y con las siguientes palabras impresas: «Se ha diagnosticado a este árbol la enfermedad holandesa de los olmos, razón por la cual será arrancado a fin de evitar su diseminación. Por orden del Departamento de Parques». Había que dar tres vueltas alrededor del árbol para leer la frase entera. El olmo del jardín delantero de los Lisbon (véase documento número uno) figuraba entre los árboles condenados, y aunque aún hacía frío llegó un camión cargado de hombres para cortarlo.
Conocíamos la técnica. Primero subió un hombre a la copa en una jaula de fibra de vidrio y después de hacer un agujero en la corteza acercó la oreja al mismo como si quisiera escuchar el pulso vacilante del árbol. Acto seguido, sin más ceremonias, comenzó a podar las ramas más pequeñas, que iban cayendo en las manos cubiertas con guantes anaranjados de unos hombres colocados debajo. Éstos las iban amontonando cuidadosamente, como si fueran tablones de dos por cuatro, y después las metían en la sierra circular de la parte trasera del camión. La calle quedaba inundada de chorros de serrín y, años más tarde, siempre que nos encontrábamos en bares anticuados, el serrín de los suelos nos retrotraía a la tala de nuestros árboles. Una vez desguarnecido el tronco, los hombres lo dejaban para desguarnecer otros y durante un tiempo el árbol se quedaba marchito, intentando elevar los muñones que tenía por brazos, criatura muda y armada con porras de la que sólo la ausencia de voz había hecho que nos diéramos cuenta de que hasta entonces había estado hablando. En aquella hilera de muertos, los árboles eran como la barbacoa de los Baldino, y comprendimos que Sammy el Tiburón hubiera tenido la previsión de construir el túnel, pensando en los árboles no como eran ahora, sino en cómo serían, para que si en el futuro se veía obligado a escapar pudiera hacerlo a través de una entre cien cepas idénticas.
Normalmente, la gente salía a despedirse de sus árboles. No era extraño ver a una familia reunida en el jardín, a prudente distancia de las sierras de cadena, una madre y un padre cansados, con dos o tres adolescentes de largos cabellos y un perro lanudo con un lazo prendido en el pelo. La gente se sentía propietaria de los árboles. Sus perros habían dejado a diario sus marcas en ellos. Sus hijos los habían utilizado como base meta. El día que se mudaron a sus casas los árboles ya estaban allí, y prometían seguir estando en el mismo sitio cuando se marcharan. Pero cuando se presentaron los del Departamento de Parques para cortarlos, comprendimos que nuestros árboles no eran nuestros, sino de la ciudad, y que la ciudad era libre de hacer con ellos lo que le viniera en gana.
Sin embargo, los Lisbon no salieron de casa cuando se produjo la tala. Las chicas lo observaron todo desde una de las ventanas de arriba, con la cara blanca, embadurnada de crema. Con muchas arremetidas y retrocesos, el hombre podó el verde que coronaba la gran copa del olmo. Tronchó la rama enferma que se había combado y que el verano anterior había echado hojas amarillas. También procedió a talar las ramas sanas y dejó el tronco del árbol como un pilar grisáceo en el jardín de los Lisbon. Cuando los hombres se marcharon, no sabíamos si el árbol estaba muerto o vivo.
Durante las siguientes dos semanas esperamos a que los del Departamento de Parques terminaran su trabajo, pero tardaron tres semanas en volver. Esta vez bajaron del camión dos hombres provistos de sierras de cadena. Rodearon el tronco para tomarle la medida, se afianzaron las sierras en los muslos y tiraron de los cordones de arranque. En aquel momento estábamos en el sótano de Chase Buell jugando al billar, pero el gemido nos llegó desde arriba, a través de las ventanas del techo. Las aberturas de aluminio de la calefacción se estremecieron y las rutilantes bolas temblaron sobre el tapete verde.
El ruido de la sierra de cadena nos llenó la cabeza como en otro tiempo la broca del dentista, y salimos corriendo de la casa para ver a los hombres encaramarse al olmo. Llevaban anteojos para protegerse de las astillas, pero por lo demás hacían su trabajo con el aburrimiento propio de los hombres acostumbrados a la matanza. Levantaron las complicadas barras de guía y uno escupió jugo de tabaco. Después, acelerando los motores, ya iban a derribar el árbol cuando el capataz saltó del camión agitando furiosamente los brazos. Por el jardín, en formación de falange, las hermanas Lisbon se acercaban corriendo a los hombres. La señora Bates, que estaba mirando, dijo que le pareció que las niñas iban a echarse sobre la sierra de cadena.
– ¡Si es que iban directas a la sierra! Y con la locura reflejada en los ojos.
Los hombres del Departamento de Parques no sabían por qué el capataz pegaba aquellos saltos.
– Yo no veía nada -dijo uno de ellos-. Las chicas se echaron directamente debajo de la sierra. Gracias a Dios que las vi a tiempo.
Los dos hombres levantaron las sierras y se hicieron atrás. Las hermanas Lisbon pasaron corriendo junto a ellos. Debían de estar jugando a algo porque miraban hacia atrás como si temieran que alguien las cogiese. Pero ya habían llegado a la zona en que estaban a salvo. Los hombres desconectaron las sierras de cadena y el aire vibrante se sumió en el silencio. Las chicas, juntando las manos, formaron un corro alrededor del árbol.
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