Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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– A ella le habría gustado serlo, pero su madre no la dejaba -nos dijo Kristi McCulchan-. Yo le enseñé algunos estribillos y la verdad es que lo hacía muy bien.

No lo dudábamos. Nosotros siempre mirábamos a las hermanas Lisbon y no a nuestras chifladas animadoras. En los partidos muy reñidos se mordían los puños y se figuraban que todas las pelotas que iban fuera del diamante equivalían a una carrera completa. Saltaban y se ponían de pie cuando la pelota caía, demasiado pronto, en el guante del «jardinero». El año de los suicidios las hermanas Lisbon no asistieron a un solo partido, aunque nosotros no esperábamos que lo hicieran. Poco a poco fuimos dejando de buscar en las gradas sus rostros enfebrecidos, como dejamos también de pasearnos por debajo para ver otras cosas de ellas, cortadas en franjas desde atrás.

Si bien seguíamos atraídos por las niñas Lisbon y continuábamos pensando en ellas, ya se estaban alejando de nosotros. Las imágenes que habíamos atesorado de ellas -en traje de baño, saltando sobre un aspersor de riego o huyendo de una manguera de jardín convertida en serpiente gigante por el arte de la presión del agua- ya comenzaban a desdibujarse por muy religiosamente que siguiésemos meditando en ellas en nuestros momentos más íntimos, tumbados en la cama junto a dos almohadas atadas con un cinturón para simular un cuerpo humano. Ya no podíamos evocar el timbre ni la cadencia exacta de sus voces. Incluso el jabón de jazmín comprado en Jacobsen's, que guardábamos en una vieja caja de pan, ya se había reblandecido y había perdido el aroma y ahora olía igual que las cajas de cerillas cuando se ponen húmedas. Al mismo tiempo, aún no nos habíamos percatado del todo de que las hermanas Lisbon estaban yéndose lentamente a pique y había mañanas en que despertábamos a un mundo que todavía no estaba fracturado: nos desperezábamos, saltábamos de la cama y sólo después de restregarnos los ojos delante de la ventana nos acordábamos de la casa que se estaba desmoronando al otro lado de la calle y de las ventanas oscurecidas por el musgo que nos vedaba la visión de las muchachas. La verdad era ésta: comenzábamos a olvidar a las hermanas Lisbon, y no recordábamos nada más. Ya se desvanecía el color de sus ojos, la situación de sus lunares, hoyuelos y minúsculas cicatrices. Hacía tanto tiempo que no veíamos sonreír a las hermanas Lisbon que ya nos costaba recordar sus apretados dientes.

– Ahora no son más que recuerdos -dijo tristemente Chase Buell-. Ha llegado el momento de suprimirlas.

Pero pese a decirlo, se rebelaba contra sus palabras, al igual que todos nosotros. Y en lugar de relegar a las niñas al olvido, contemplábamos una vez más las cosas que habían sido suyas, las cosas de las que habíamos conseguido apoderarnos durante aquella extraña curaduría nuestra: los sujetadores de Cecilia, el microscopio de Therese, un joyero con una hebra de los cabellos rubios de Mary puesta sobre algodones, la fotocopia de la estampa de la Virgen que había pertenecido a Cecilia, una blusa de Lux. Lo juntábamos todo en el centro del garaje de Joe Larson y dejábamos entornada la puerta automática para ver el exterior. El sol ya se había puesto y el cielo estaba oscuro. Ahora que ya se habían marchado los del Departamento de Parques, la calle volvía a ser nuestra. Por primera vez desde hacía meses vimos encenderse una luz en casa de los Lisbon, y en seguida se apagó con un parpadeo. En una habitación contigua se encendió otra luz, que parpadeó también en respuesta. En torno a las aureolas de las farolas advertimos un velado remolino que en el primer momento no reconocimos porque lo conocíamos demasiado, un absurdo ejemplo de éxtasis y de locura: la llegada de las primeras moscas del pescado de la temporada.

Había pasado un año y seguíamos sin saber nada. Las chicas se habían reducido de cinco a cuatro, pero todas -las vivas y la muerta- se estaban convirtiendo en sombras. Ni siquiera el surtido de sus pertenencias allí ordenadas a nuestros pies servía para reafirmar su existencia, y nada nos parecía más anónimo que cierto absurdo bolsito de vinilo, cubierto de cadena dorada, que tanto podía haber pertenecido a cualquiera de las chicas como a cualquier chica del mundo. El hecho de que en alguna ocasión hubiéramos estado lo bastante cerca de las hermanas Lisbon para ir pasando a través de los diferentes aromas de sus respectivos champús (del jardín de hierbas al calvero del limonar y al soto de las manzanas verdes) ya empezaba a parecernos cada vez más irreal.

¿Cuánto tiempo seguiríamos siendo fieles a las hermanas Lisbon? ¿Cuánto tiempo conservaríamos puro su recuerdo? En realidad, ahora ya no las conocíamos y sus nuevas costumbres -abrir una ventana, por ejemplo, para echar por ella un pañuelo de papel hecho una bola- hacían que nos preguntásemos si alguna vez las habíamos conocido o si nuestros desvelos sólo habían sido huellas dactilares de fantasmas. Nuestros talismanes dejaron de ser efectivos. Tocar la falda escocesa que Lux llevaba en la escuela sólo evocaba un nebuloso recuerdo de los tiempos en que se la vimos puesta en clase: una mano cansada que jugaba con el imperdible plateado, que se lo quitaba, que dejaba los pliegues sueltos sobre las rodillas desnudas, siempre a punto de abrirse en el minuto más impensado, pero nunca, nunca… Había que frotar varios minutos seguidos la falda para verlo con claridad. Las restantes diapositivas iban desvaneciéndose de la misma manera o, cuando accionábamos el proyector, no caía ninguna en la rendija del proyector y nos dejaba con la carne de gallina y los ojos clavados en una pared blanca.

Las habríamos perdido totalmente si las chicas no se hubieran puesto en contacto con nosotros. Justo cuando ya empezábamos a desesperar de poder acercarnos nuevamente a ellas comenzaron a aparecer nuevas estampas plastificadas de la Virgen. El señor Hutch encontró una sujeta en el limpiaparabrisas del coche y, como no entendió su significado, hizo con ella una bola y la echó en el cenicero. Ralph Hutch la encontró más adelante debajo de un montón de ceniza y de colillas. Cuando nos la trajo, la estampa estaba quemada por tres puntos. Aun así, pudimos comprobar que era idéntica a la estampa de la Virgen que Cecilia tenía agarrada en la bañera y, cuando le sacudimos la ceniza de encima, en el reverso de la misma apareció el número de teléfono: 555-MARY.

Pero Hutch no fue el único en encontrar una estampa. La señora Hessen encontró otra prendida en sus rosales. Joey Thompson, por su parte, percibió un día un extraño ruido en los neumáticos de la bicicleta y, al mirar, vio una estampa de la Virgen sujeta en los radios. Finalmente, Tim Winer encontró una estampa pegada en las ventanas de su estudio, con la imagen hacia él, como si lo mirase. Nos dijo que debía de hacer bastante tiempo que la estampa estaba allí, porque la humedad había penetrado en la superficie plastificada y le daba al rostro de la Virgen un aspecto gangrenoso. Por lo demás era igual que las demás: la Virgen iba cubierta con un manto azul provisto de un cuello mariposa de lamé dorado, llevaba en la cabeza una corona imperial de margaritas y un rosario ceñido en la cintura. Como es habitual, la Santa Madre tenía esa expresión beatífica de los que se medican con litio. Nadie vio jamás a las hermanas Lisbon distribuyendo las estampas, de la misma manera que nadie supo tampoco por qué las distribuían, pero aun ahora, después de tantos años, recordamos aquel estremecimiento que sentíamos cada vez que alguien nos informaba del hallazgo de otra estampa. Aquellas estampas tenían un sentido que no podíamos discernir y su lamentable estado -desgarrones, moho- hacía que pareciesen antiguas. Tim Winer escribió en su diario: «La sensación era como la que se podía experimentar al desenterrar una ajorca que hubiera pertenecido a una muchacha muerta bajo las cenizas de Pompeya. Acababa de ponérsela y estaba agitándola delante de la ventana, admirando cómo brillaba la joya cuando, súbitamente, la erupción del volcán la había teñido de rojo». (A Winer le encantaban las novelas de Mary Renault.)

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