Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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– Tengo que volver antes de que se den cuenta de que no estoy en la cama.

Pese a que aquel ataque relámpago sólo duró tres minutos, dejó su marca en él. Hablaba de ello como si se hubiese tratado de una experiencia religiosa, de una aparición, una visión, una ruptura con su vida anterior que no podía describirse con palabras.

– A veces pienso que quizá lo soñé -nos dijo recordando la voracidad de aquellas cien bocas que le habían sorbido el jugo en la oscuridad.

Aun así, Trip Fontaine siguió disfrutando de su envidiable vida amorosa, por mucho que confesara que todo aquello era insulso porque sus tripas ya no volverían a tirar de él con tan deleitosa fuerza, ni volvería jamás a sentirse tan totalmente mojado de la saliva de otro ser humano.

– Me sentía como un sello -dijo.

Los años transcurridos no habían podido librarlo del pavor que le había producido la osadía de Lux, su ausencia total de inhibición, aquella mutabilidad mítica que le había hecho nacer tres brazos, cuatro brazos a un tiempo.

– Casi nadie ha probado esa clase de amor -comentó como cobrando ánimo a pesar del desastre que era su vida-. Yo por lo menos lo probé una vez.

Comparados con aquella amante, las de sus primeros tiempos de hombría y de madurez eran dóciles criaturas de suaves flancos y previsibles alaridos. Incluso mientras hacía el amor las imaginaba trayéndole leche caliente, preparándole la declaración de la renta o presidiendo su lecho de muerte con lágrimas en los ojos. Eran mujeres cálidas, cariñosas, de ésas que te traen la botella de agua caliente. Las que gritaron después en sus años de adulto lo hicieron con voz de falsete y no hubo jamás una pasión que estuviera a la altura de aquel silencio de Lux, que lo desolló vivo.

Nunca supimos si la señora Lisbon sorprendió a Lux cuando volvía a entrar furtivamente en la casa pero, cualquiera que fuera la razón, cuando Trip intentó sentarse otra vez en el sofá de los Lisbon, Lux le dijo que estaba castigada y que su madre le tenía prohibidas las visitas. En la escuela, Trip Fontaine se mostró reservado con respecto a lo que había ocurrido entre los dos y, pese a que circularon historias acerca de que se encontraban en varios sitios discretos, él insistió en que la única vez que se habían tocado había sido en el coche.

– En la escuela no teníamos dónde ir. El viejo no le quitaba el ojo de encima. Era una tortura, tíos, una jodida tortura.

En opinión del doctor Hornicker, la promiscuidad de Lux era una reacción normal frente a una necesidad emocional.

– Los adolescentes buscan el amor donde lo encuentran -decía en uno de los muchos artículos que tenía la esperanza de publicar-. Lux confundía el acto sexual con el amor. El sexo se convirtió para ella en sucedáneo del consuelo que necesitaba después de suicidarse su hermana.

Varios chicos proporcionaron detalles que corroboraban esta teoría. Willard contó que una vez, mientras estaban tumbados en los vestuarios del campo de deportes, Lux le preguntó si él consideraba sucio lo que habían hecho.

– Yo sabía lo que hay que decir en estos casos y por eso le respondí que no -rememoró Willard-. Entonces ella me cogió la mano y dijo: «Yo te gusto, ¿verdad?». No contesté, porque sé que es mejor dejar a las chicas en la duda.

Años más tarde, Trip Fontaine se puso como una furia cuando le dijimos que la pasión de Lux provenía seguramente de una necesidad mal orientada.

– ¿Qué queréis decir con eso? ¿Que yo no fui más que un vehículo? Estas cosas no se pueden fingir, tíos, la cosa iba en serio.

Incluso planteamos esta posibilidad a la señora Lisbon durante la única entrevista que sostuvimos con ella en el bar de una parada de autobuses, pero ella se mostró tajante al respecto:

– A ninguna de mis hijas le faltó cariño. En nuestra casa abundaba el cariño.

Era una afirmación difícil de defender. Cuando llegó el mes de octubre, la casa de los Lisbon adoptó un aire menos alegre. El tejado de pizarra azul, que de acuerdo con la luz que le diese parecía un estanque suspendido en el aire, se oscureció visiblemente. Los ladrillos de color amarillo adquirieron una tonalidad parduzca. Por la noche salían murciélagos de la chimenea, al igual que de la mansión Stamarowski, situada a muy poca distancia. Estábamos acostumbrados a ver murciélagos revoloteando sobre la casa de Stamarowski, zigzagueando en el aire y proyectándose verticalmente mientras las chicas chillaban cubriéndose los largos cabellos. El señor Stamarowski llevaba jerseys negros de cuello alto y solía asomarse al balcón. Al caer la tarde, nos dejaba corretear por el amplio jardín de su casa y una vez, en uno de los parterres de flores, encontramos un murciélago muerto con la cara arrugada de un viejo con dos preciados dientes. Siempre nos figuramos que los murciélagos habían venido de Polonia con los Stamarowski; encajaban como anillo al dedo volando sobre aquella casa sombría, con sus cortinas de terciopelo y aquel desmoronamiento tan típico del Viejo Mundo, pero no sobre las útiles chimeneas dobles de la casa de los Lisbon. Había otros signos de la progresiva desolación. El timbre de llamada desapareció de la puerta. El comedero para pájaros que había en el patio trasero cayó al suelo y allí quedó. La señora Lisbon dejó una nota para el lechero en la caja donde éste solía depositar las botellas: «No deje más leche mala». Al recordar aquel tiempo, la señora Higbie insistía en asegurar que el señor Lisbon, sirviéndose de un largo palo, había cerrado las contraventanas exteriores. Al preguntar a los vecinos, todos dijeron lo mismo. Sin embargo, el documento número tres, una fotografía tomada por el señor Buell, deja ver a Chase blandiendo su nuevo bate Lousville Slugger y en el fondo la casa de los Lisbon con todos los postigos abiertos (en este caso la lupa nos fue de mucha utilidad). La foto se hizo el 13 de octubre, día del cumpleaños de Chase y de la inauguración de las Series Mundiales. Exceptuando la escuela o la iglesia, las hermanas Lisbon no iban nunca a ninguna parte. Una vez por semana, una camioneta de Kroger les traía víveres. Un día Johnny Buell y Vince Fusilli la pararon sosteniendo una cuerda imaginaria a través de la calle y tirando de ella como si fuesen unos Marcel Marceaux gemelos. El conductor los dejó subir y, ya dentro, revisaron las notas de los pedidos con la excusa de que, cuando fuesen mayores, querían ser repartidores. El pedido de los Lisbon, que Vince Fusilli se guardó en el bolsillo, parecía una lista de suministros militares.

1 harina Krog de 5 lb

5 leche descr. Carnat. de 1 gal.

18 rollos Wh. Cld. t.p.

24 latas meloc. Del. (en alm.)

24 latas guis. v. Del.

10 lbs lomo Gr.

3 Won. Br.

1 mant. Jif p.

3 Kell. C. Flks.

5 Stkst. Tu.

1 mayo. Krog. 1 iceberg

1 lb tocino O. May.

1 mant. L. Lks.

1 Tang o.f.

1 choc. Hersh.

Esperábamos a ver qué ocurriría con las hojas. Estuvieron cayendo durante dos semanas y cubrieron el césped de todos los jardines, porque en aquellos tiempos todavía teníamos árboles. En otoño, sólo unas pocas hojas hacían una especie de salto del ángel desde las copas de los pocos olmos que nos quedaban; la mayoría recorrían en su caída sin alardes el metro que las separaba del suelo desde lo alto de aquellos arbolillos sostenidos con estacas con los que el municipio había querido consolarnos de la visión que tendría nuestra calle dentro de cien años. Nadie sabía muy bien qué clase de árboles eran aquéllos. El empleado del Departamento de Parques se limitó a decir que los habían seleccionado por su «resistencia al escarabajo holandés del olmo».

– Eso quiere decir que ni a los escarabajos les gustan -dijo la señora Scheer.

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