Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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El artículo de Linda Perl apareció publicado al día siguiente, aunque el señor Larkin nunca quiso hablar de las razones que lo indujeron a claudicar. En él se daba una descripción detallada del suicidio de Cecilia. Por los datos aparecidos en el artículo (si les interesa pueden leerlo, porque lo hemos incluido bajo el epígrafe de documento número nueve), es evidente que la señora Perl, reportera recién contratada por un periódico provinciano de Mackinac, sólo pudo hablar con Bonnie y con Mary antes de que la señora Lisbon la pusiera de patitas en la calle. El artículo procede de acuerdo con la lógica de las noticias «de interés humano» que comenzaron a proliferar por aquel entonces. Pinta la casa de la familia Lisbon en términos muy difusos. Frases como «El elegante barrio más famoso por las puestas de largo que por los entierros de chicas en edad de puesta de largo» o «Las exuberantes y guapas hermanas evidencian muy pocos signos de la reciente tragedia» dan una idea del estilo de la señora Perl. Después de una descripción superficial de Cecilia («Era aficionada a llevar un diario que ilustraba con dibujos»), el artículo despacha el misterio de su muerte con conclusiones de este tipo: «Los psicólogos coinciden en afirmar que la adolescencia es ahora mucho más vulnerable a las presiones y complejidades que en otros tiempos. Es frecuente que, en el mundo actual, esta infancia más larga que concede la vida americana a sus hijos sea una especie de erial donde el adolescente se siente extrañado tanto de la infancia como de la etapa adulta. Es frecuente, también, que se corten las vías de expresión. Según afirman los médicos, esta frustración conduce cada vez más a actos de violencia cuya realidad el adolescente no puede desvincular de la tragedia que presuponen».

Es evidente que el texto evita el sensacionalismo, informando al público de un peligro social generalizado. El día siguiente apareció un artículo de carácter general sobre el suicidio de adolescentes cuya autora era también la señora Perl y que se complementaba con gráficos y diagramas. En él Cecilia sólo aparecía mencionada en la primera frase: «El suicidio de una adolescente del East Side durante el pasado verano ha aumentado la conciencia pública de una crisis nacional». A partir de ese momento empezó el barullo. Aparecieron artículos que daban cuenta de suicidios de adolescentes dentro del ámbito estatal durante el año anterior. Se publicaron fotografías, generalmente retratos escolares de jóvenes muy emperejilados y con cara de pena, chicos con bigotes incipientes y corbatas de nudo que parecían bocios, chicas de peinados altos rociados de laca y cadenas de oro con los nombres «Sherri» o «Gloria» en sus vulnerables cuellos. Había fotos de familia que databan de tiempos más felices, donde los rostros de los adolescentes esbozaban sonrisas, a menudo soplando las velas de pasteles de cumpleaños. Como tanto el señor como la señora Lisbon se negaban a conceder entrevistas, los periódicos debieron procurarse las fotos de Cecilia a través del anuario escolar Spirit. En la página arrancada (documento número cuatro), los ojos penetrantes de Cecilia atisban entre los hombros de dos compañeros que están delante de ella. Varios equipos de televisión acudieron a filmar el exterior cada vez más degradado de la casa de los Lisbon. Primero vino el Canal 2, después el Canal 4 y finalmente el Canal 7. Estuvimos un tiempo vigilando la televisión por si veíamos aparecer la casa de los Lisbon, pero no aprovecharon la película hasta unos meses después, cuando todas las niñas Lisbon ya se habían suicidado y ya no era el momento. Mientras tanto, un programa de la televisión local se centró en el tema del suicidio de los adolescentes e incluso invitó a dos chicas y a un chico para que expusieran las razones por las que lo habían intentado. Los escuchamos, pero era evidente que habían sido sometidos a tantas sesiones terapéuticas que ya no sabían dónde estaba la verdad. Las respuestas que dieron parecían forzadas y se apoyaban en conceptos de autoestima y otras palabras que sonaban falsas puestas en su boca. Una de las chicas, Rannie Jilson, había intentado acabar con su vida preparándose un pastel con veneno para ratas a fin de no despertar sospechas, con lo que únicamente había conseguido matar a su abuela de ochenta y seis años, especialmente aficionada a los dulces. Rannie, al contarlo, no pudo contener las lágrimas y fue consolada por la presentadora, quien de inmediato dio paso a los anuncios publicitarios.

Hubo muchas personas que protestaron contra los artículos y programas de televisión pues en su opinión aparecían demasiado tiempo después de ocurridos los hechos. La señora Eugene dijo:

– Que la dejen descansar en paz.

La señora Larson, por su parte, se lamentaba de que los medios de comunicación social se hubieran ocupado del asunto «precisamente cuando todo estaba volviendo a la normalidad». Aun así, los reportajes nos ponían en guardia contra las señales de peligro que no podíamos por menos de tener en cuenta. ¿Tenían las pupilas dilatadas las niñas Lisbon? ¿Hacían un uso excesivo de los sprays nasales? ¿O quizá de los colirios? ¿Habían dejado de interesarse por las actividades escolares, por los deportes, por sus aficiones particulares? ¿Se habían distanciado de sus compañeros? ¿Tenían crisis de llanto sin motivo justificado? ¿Se quejaban de insomnio, de dolores torácicos, de constante fatiga? Comenzaron a llegar folletos. Eran de color verde oscuro con letras blancas y los enviaba la Cámara de Comercio local.

– Consideramos que el verde era un color alegre, pero no excesivamente alegre -dijo el señor Babson, que era el presidente-. El verde, además, era serio. Así que insistimos en él.

Los folletos no hablaban para nada de la muerte de Cecilia y ahondaban, en cambio, en las causas del suicidio en general. Por ellos nos enteramos de que en Estados Unidos se producían ochenta suicidios diarios, a razón de uno cada dieciocho minutos, lo que sumaba treinta mil suicidios al año; que cada minuto había un intento de suicidio y que alguno llegaba a término; que por cada tres o cuatro varones se suicidaba una mujer, pero que éstas lo intentaban en un número tres veces superior al de los hombres; que entre los suicidas había más blancos que personas no blancas; que en los últimos cuarenta años se había triplicado el número de suicidios entre los jóvenes (15-24); que el suicidio era la segunda causa de muerte entre los estudiantes de segunda enseñanza; que la cuarta parte de todos los suicidios se producía en el grupo de edad comprendido entre los quince y los veinticuatro años pero que, contrariamente a lo que pudiera pensarse, el índice más alto de suicidios se daba entre los varones de raza blanca mayores de cincuenta años. Hubo muchos hombres que afirmaron posteriormente que los miembros de la junta de la Cámara de Comercio local -el señor Babson, el señor Laurie, el señor Peterson y el señor Hocksteder- habían demostrado una gran previsión al predecir la publicidad negativa que el miedo al suicidio reportaría a nuestra ciudad, así como la posterior disminución de la actividad comercial. Mientras duró la racha de suicidios, y durante un cierto tiempo después, la Cámara de Comercio se ocupó menos de la afluencia de compradores negros que de la disminución de los blancos. Hacía años que afluían negros, generalmente mujeres, que se mezclaban con nuestras sirvientas. El centro comercial de la ciudad se había deteriorado hasta tal punto que la mayoría de los negros no tenían ningún otro sitio al que acudir. No era casualidad que pasaran por delante de nuestros escaparates en los que se exhibían elegantes maniquíes luciendo faldas de color verde, alpargatas rosa, monederos azules con broches formados por dos ranas doradas unidas en un beso. A pesar de que siempre habíamos preferido hacer de indios que de vaqueros, y que considerábamos que Travis Williams era el que mejor pateaba y Willie Horton el que mejor le pegaba, nada nos molestaba tanto como una persona negra comprando en Kercheval. No podíamos por menos de preguntarnos si ciertas «mejoras» del Village no habían obedecido al deseo de ahuyentar a los negros. La figura del escaparate de la tienda de vestidos, por ejemplo, tenía una cabeza terriblemente puntiaguda y cubierta con una capucha, mientras que el restaurante había eliminado el pollo frito de la carta sin que mediase explicación alguna. Sin embargo, nunca llegamos a saber si estas modificaciones habían sido planificadas, puesto que apenas comenzaron los suicidios la Cámara de Comercio dirigió toda su atención hacia una «Campaña en favor del Bienestar». Bajo el disfraz de educación sanitaria, la cámara colocó unos avisos en los institutos donde facilitaba información acerca de una gran variedad de contingencias, desde el cáncer rectal a la diabetes. Se autorizó a los Hare Krishna a que entonaran sus cánticos con la cabeza afeitada y sirvieran gratuitamente alimentos vegetales azucarados. A todo esto vinieron a sumarse los folletos verdes y las sesiones de terapia familiar en las cuales los hijos describían sus pesadillas. Willie Kuntz, que asistió a una de ellas obligado por su madre, dijo:

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