Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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Al llegar a las ventanas de los Lisbon, los inexplicables sentimientos que abrigábamos por las muchachas empezaron a destacar. Mientras estábamos retirando las moscas, vimos a Mary Lisbon en la cocina con una caja de macarrones Kraft en la mano. Daba la impresión de que dudaba si abrirla o no. Leyó las instrucciones, volvió la caja del otro lado para estudiar la imagen realista de la pasta y volvió a dejar la caja en el mostrador de la cocina. Anthony Turkis, pegando la cara contra la ventana, dijo:

– Algo tiene que comer.

La chica volvió a coger la caja. La miramos esperanzados, pero dio media vuelta y desapareció.

Estaba oscureciendo. En las casas más cercanas ya habían encendido las luces, pero no en la de los Lisbon. Apenas si veíamos el interior de la casa, de hecho los cristales habían empezado a reflejar nuestras caras boquiabiertas. No eran más de las nueve, pero todo confirmaba lo que decía la gente: que desde el suicidio de Cecilia, los Lisbon sólo aguardaban a que llegara la noche para olvidarse de todo con el sueño. En la ventana de uno de los dormitorios de arriba, tres lamparillas votivas de Bonnie resplandecían en medio de una neblina rojiza, pero el resto de la casa había absorbido las sombras de la noche. Justo en el momento en que volvíamos la espalda los insectos empezaban a vibrar en sus escondrijos. Los llamábamos grillos, pero nunca habíamos encontrado ninguno en los arbustos rociados ni en los jardines ventilados, e ignorábamos por completo la apariencia que tendrían. No eran más que ruido. Nuestros padres habían tenido mayor intimidad con los grillos. Era evidente que para ellos aquel zumbido no era una cosa meramente mecánica. Venía de todas las direcciones, siempre desde un lugar situado por encima de nuestra cabeza o justo debajo, sugiriéndonos que el mundo de los insectos era más sensible que el nuestro. Mientras estábamos allí, fascinados por aquella paz oyendo el canto de los grillos, el señor Lisbon salió por una puerta lateral y nos dio las gracias. Tenía el cabello más gris que antes, pero ni siquiera la pesadumbre había podido alterar el tono agudo de su voz. Iba vestido con un mono y llevaba una de las rodillas manchada de serrín.

– Podéis serviros de la manguera -dijo, mientras se fijaba en la camioneta del Buen Humor que pasaba en aquel momento por allí delante y, como si el tintineo de la campana le trajese recuerdos, sonrió o dio un respingo (no estaba demasiado claro), y volvió a meterse dentro.

Sólo más adelante entramos con él, invisibles, con los fantasmas de nuestros interrogantes. Parece que, al entrar, el señor Lisbon se encontró con Therese, que salía en aquel momento del comedor. Estaba llenándose la boca de caramelos -por el color eran M amp;M-, pero dejó de hacerlo al ver al señor Lisbon y se los tragó sin masticarlos. La ancha frente le resplandecía con la luz de la calle y tenía aquellos labios de cupido más rojos, más pequeños y mejor dibujados que como él los recordaba, sobre todo comparados con las mejillas y la barbilla, ahora más prominentes. Sus pestañas eran costrosas, como si acabaran de despegársele al abrir los ojos. En aquel momento el señor Lisbon tuvo la impresión de que no la conocía, como si los hijos fueran personas extrañas con las que uno acepta vivir, y se acercó a ella como si la viera por primera vez en su vida. Le puso las manos en los hombros y después las dejó caer a los costados. Therese se apartó los cabellos de la cara, sonrió y comenzó a subir lentamente las escaleras.

El señor Lisbon procedió a hacer su ronda nocturna habitual destinada a comprobar si la puerta principal estaba cerrada con llave (no lo estaba), si la luz del garaje estaba apagada (sí lo estaba) y si había quedado encendido alguno de los quemadores de la cocina (no había quedado ninguno). Apagó la luz del cuarto de baño de la planta baja, donde encontró en el lavabo los hierros de los dientes de Kyle Krieger, que se los había sacado durante la fiesta para comer el pastel. El señor Lisbon aclaró debajo del grifo los hierros de Kyle, examinó aquella forma rosada que encajaba con el paladar del chico, las ondulaciones del plástico que bordeaban la torreta de los dientes, el alambre frontal retorcido en los puntos clave (se distinguían las marcas de las tenacillas) para ejercer una presión progresiva. El señor Lisbon sabía que sus deberes de vecino y de padre le obligaban a guardar el hierro aquel en una bolsa Ziploc, llamar a los Krieger y comunicarles que aquel carísimo aparato de ortodoncia de su hijo estaba a buen recaudo. Este tipo de acciones -sencillas, humanas, conscientes, clementes- sirven para que la vida siga adelante. Unos días antes seguro que habría hecho todo aquello. Ahora, sin embargo, cogió el artilugio y lo tiró en el retrete. Después apretó la manija del agua. La oleada zarandeó el aparato, que desapareció por la garganta de porcelana, pero apenas las aguas se aquietaron volvió a emerger flotando en la superficie con aire burlón. El señor Lisbon aguardó a que volviera a llenarse el depósito y accionó nuevamente el dispositivo del agua. Ocurrió lo mismo. En esta ocasión la réplica de la boca del muchacho quedó en la blanca pendiente de porcelana.

En este punto el señor Lisbon vio un centelleo con el rabillo del ojo.

– Me pareció ver a alguien pero al mirar no vi nada.

Tampoco vio nada cuando volvió al recibidor de atrás, entró en el vestíbulo y subió las escaleras. En la planta inferior se detuvo delante de la puerta de las chicas, pero sólo oyó a Mary que tosía en sueños, a Lux que tenía puesta la radio muy baja y cantaba. Se metió en el cuarto de baño de sus hijas. Por la ventana entraba un rayo de luna que iluminó una parte del espejo. Entre las huellas de dedos que lo cubrían había una zona circular limpia en la que las chicas se miraban y sobre el espejo Bonnie había pegado una paloma recortada con papel de dibujo. El señor Lisbon entreabrió los labios en una mueca y observó en el círculo limpio del espejo su colmillo postizo de la parte izquierda de la boca, que ya empezaba a volverse verde. Las puertas de los dormitorios que compartían las chicas no estaban cerradas del todo y de dentro salían suspiros y murmullos. Prestó atención a los sonidos, como si pudieran revelarle los sentimientos de sus hijas y la manera de aquietarlos. Lux apagó la radio y todo quedó en silencio.

– No podía entrar -nos confesó años más tarde el señor Lisbon-. No habría sabido qué decir.

Sólo cuando salió del cuarto de baño y se dirigió al encuentro del olvido que el sueño le traería, el señor Lisbon vio el espectro de Cecilia. Estaba en su antiguo dormitorio y al parecer, puesto que volvía a llevar el traje de novia, se había quitado aquel vestido de color crema con cuello de encaje que le habían puesto antes de meterla en el ataúd.

– La ventana continuaba abierta -dijo el señor Lisbon-, creo que nunca nos acordábamos de cerrarla. Para mí estaba claro que o cerraba aquella ventana o ella seguiría saltando siempre por ella.

Según sus palabras, no la llamó, no quería saber nada de la sombra de su hija, no quería saber por qué se había matado ni pedirle que lo perdonara ni regañarla. Se limitó a pasar por su lado rozándola apenas para cerrar la ventana, pero el espectro se volvió y entonces el señor Lisbon vio que era Bonnie, envuelta en una sábana.

– No te preocupes -le dijo ella con voz tranquila-, porque ya han sacado la verja.

En una nota manuscrita que mostraba la caligrafía perfeccionada durante sus años de estudiante en Zurich, el doctor Hornicker citó al señor y a la señora Lisbon para una segunda consulta, a la que sin embargo no acudieron. Por lo que pudimos observar durante el resto del verano, la señora Lisbon se hizo cargo nuevamente de la casa mientras el señor Lisbon se retiraba en la sombra. Cuando volvimos a verlo, tenía el aire pusilánime de un pariente pobre. A finales de agosto, durante las semanas de preparativos que anteceden al principio del curso, comenzó a salir furtivamente de la casa por la puerta trasera. El coche gimoteaba en el garaje y, cuando se levantaba la puerta automática, salía indeciso, de medio lado, como un animal al que le faltara una pata. A través del parabrisas veíamos al señor Lisbon al volante, el cabello todavía húmedo y la cara con restos de crema de afeitar, e inexpresiva cuando golpeaba con el tubo de escape el camino de entrada y arrancaba chispas, lo que ocurría siempre. A las seis de la tarde regresaba a casa. En cuanto aparecía por el camino de entrada, la puerta del garaje se estremecía un momento antes de engullirlo y ya no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente, cuando el golpe metálico del tubo de escape anunciaba su salida.

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