Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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Ninguno de los dos hombres habló del suicidio.

– Yo quería hablar del asunto, vaya si quería -aseguró el señor Hutch-, pero ni lo mencioné siquiera.

El padre Moody se mostró más perseverante. El señor Lisbon acogió amablemente al sacerdote como había hecho con los otros dos y lo condujo hasta una butaca situada delante de la retransmisión de un partido de béisbol. A los pocos minutos, como obedeciendo una consigna, entró Mary con unas cervezas. Pero el padre Moody no se arredró. Durante la segunda parte, dijo:

– ¿Qué le parece si pedimos a la señora que baje? Así charlamos un poco. El señor Lisbon se encorvó ligeramente frente a la pantalla.

– Lo siento, pero no quiere ver a nadie. Está indispuesta.

– Querrá ver a su sacerdote -dijo el padre Moody.

Pero se levantó para marcharse. El señor Lisbon levantó dos dedos. Tenía los ojos húmedos.

– Padre -dijo-, fuera de juego, padre.

Paolo Conelli, que hacía de monaguillo, oyó que el padre Moody explicaba a Fred Simpson, maestro del coro, cómo había dejado a «aquel hombre extraño, Dios me perdone por decir tal cosa, porque así lo hizo Él» y después subió las escaleras. La casa ya empezaba a evidenciar muestras de suciedad, aunque aquello no era nada comparado con lo que vendría después. Los peldaños estaban cubiertos de bolas de polvo. En el rellano había un bocadillo consumido a medias, quizá porque quien lo había empezado se había sentido demasiado triste para poder terminarlo. Como la señora Lisbon ya no hacía la colada y ni siquiera compraba detergente, las niñas habían empezado a lavar la ropa a mano en la bañera y cuando el padre Moody pasó por delante del cuarto de baño vio blusas, pantalones y ropa interior colgados de la barra de la ducha.

– En realidad, era un sonido agradable, como si estuviese lloviendo -dijo.

Del suelo se levantaba vapor impregnado de un olor a jabón con perfume a jazmín (semanas más tarde pedimos a la dependienta de la sección de perfumería de Jacobsen's que nos dejara oler el jabón con perfume a jazmín). El padre Moody se quedó fuera del cuarto de baño, sin atreverse a entrar en aquella cueva húmeda situada entre los dormitorios de las chicas y compartida por todas ellas. De no haber sido cura y haber mirado dentro habría visto un inodoro como un trono en el que defecaban públicamente las hermanas Lisbon y una bañera que utilizaban como diván y que llenaban de almohadas para que dos de las hermanas pudieran tumbarse allí mientras otra se rizaba el pelo. Habría visto el radiador cubierto de vasos y latas de Coca-Cola, la concha para el jabón utilizada, en caso de apuro, como cenicero. Desde que tenía doce años, Lux pasaba horas fumando en el retrete, exhalando el humo por la ventana o echándolo en una toalla húmeda que después dejaba colgada fuera. Pero el padre Moody no vio nada de esto porque no hizo más que atravesar aquella corriente de aire tropical que recorría la casa y aquí se acabó todo. No por eso dejó de sentir detrás de él otras corrientes más frías, ni las motas de polvo aleteando ni aquel olor familiar que toda casa tiene y que uno reconoce apenas entra en ella. La casa de Chase Buell olía a piel humana, la de Joe Larson a mayonesa, y en nuestra opinión, la de los Lisbon olía a palomitas de maíz rancias, aunque el padre Moody, cuando la visitó a partir del momento que comenzaron las muertes, dijo:

– Era un olor como una mezcla de funeraria y de armario de escobas. ¡Tantas flores! ¡Tanto polvo!

Quiso volver a la corriente que olía a jazmín pero mientras estaba allí de pie escuchando la lluvia que goteaba en las baldosas del cuarto de baño y borraba las pisadas de las chicas, oyó voces. Pasó rápidamente por el pasillo y llamó en voz alta a la señora Lisbon, pero ésta no respondió. Volvió al rellano y, cuando empezaba a bajar las escaleras, vio a las hermanas Lisbon a través de una puerta entreabierta.

– En esos momentos las niñas no tenían intención de repetir el error de Cecilia. Sé que todo el mundo se figura que aquello obedeció a un plan o que nosotros manejamos el asunto muy mal, pero la verdad es que ellas se encontraban tan anonadadas como nosotros.

El padre Moody dio unos golpecitos suaves en la puerta y pidió permiso para entrar.

– Estaban sentadas en el suelo y resultaba evidente que habían estado llorando. Creo que habían celebrado una especie de fiesta nocturna particular. Había almohadas por todas partes. No me gusta tener que hacer alusión a este punto y recuerdo que incluso entonces me reprendí por ello, pero no cabía la menor duda: no se habían bañado.

Preguntamos al padre Moody si había hablado con las chicas de la muerte de Cecilia o del disgusto que estaban pasando, pero él respondió que no había dicho nada al respecto.

– Lo saqué a colación unas cuantas veces, pero no se dieron por aludidas. Sé muy bien que este tipo de cosas no se pueden forzar. Hay que buscar el momento oportuno y esperar a que el ánimo esté bien dispuesto.

Al pedirle que nos resumiese la impresión que le había producido el estado emocional de las chicas, dijo:

– Afectadas, pero no hundidas.

Durante los primeros días que siguieron al funeral, el interés que sentimos por las hermanas Lisbon no hizo más que ir en aumento. A su belleza se sumaba ahora un nuevo y misterioso sufrimiento, llevado en el más absoluto silencio pero visible en aquella hinchazón azulada debajo de los ojos o en aquella manera que tenían a veces de pararse a medio camino, bajar los ojos y sacudir la cabeza como manifestando su desacuerdo con la vida. Su pesadumbre las llevaba a vagabundear y nos dijeron que habían sido vistas paseando sin rumbo fijo por el Eastland, recorriendo la iluminada galería con sus modestos surtidores y los perritos calientes ensartados debajo de lámparas de infrarrojos. De vez en cuando tocaban alguna blusa o algún vestido, pero nunca compraban nada. Woody Clabault vio a Lux Lisbon hablando con un grupo de motoristas en la puerta de Hudson's. Uno le dijo que, si quería, la llevaba, y después de mirar en dirección a su casa, situada a más de quince kilómetros de distancia, la chica aceptó y abrazó la cintura del muchacho. Éste en seguida infundió vida a la máquina con un impulso del pie. Más tarde vieron a Lux caminando sola hacia su casa con los zapatos en la mano.

Tumbados sobre un trozo de estera en el sótano de los Krieger, nos dedicábamos a soñar en todas las maneras posibles de consolar a las hermanas Lisbon. Algunos queríamos echarnos sobre la hierba con ellas o cantarles canciones acompañándonos de la guitarra. Paul Baldino se inclinaba por llevarlas a Metro Beach para que se bronceasen al sol. Chase Buell, cada vez más influido por la Ciencia Cristiana de la que su padre era adepto, sólo dijo que las chicas necesitaban «ayuda, pero no de este mundo». Con todo, al preguntarle qué quería decir con esas palabras, se encogía de hombros y decía:

– Nada.

Sin embargo, cuando veía pasar a las hermanas Lisbon se agachaba detrás de un árbol, cerraba los ojos y se dedicaba a mover los labios.

Pero no sólo pensábamos en las chicas. Ya antes del funeral de Cecilia muchos no sabían hablar de otra cosa que de lo peligrosa que era aquella verja sobre la que ella había saltado.

– Era un accidente que cabía esperar -dijo el señor Frank, que trabajaba en una compañía de seguros-. No hay póliza que cubra ese riesgo.

– Hasta a nuestros hijos les habría podido ocurrir -no paraba de insistir la señora Zaretti a la hora del café después de la misa del domingo.

Algunos padres no tardaron en eximir de culpas a la verja. Resultaba que la verja en cuestión estaba en la propiedad de los Bates, por lo que el señor Buck, abogado, habló con el señor Bates sobre la posibilidad de quitarla, aunque quiso mencionar el asunto al señor Lisbon. Por supuesto que todos daban por sentado que los Lisbon estarían contentos con la decisión.

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