Jeffrey Eugenides - Las vírgenes suicidas

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Sin embargo, esto es como querer apresar el viento. La esencia de los suicidios no era la tristeza ni el misterio, sino simplemente el egoísmo. Las hermanas Lisbon quisieron hacerse cargo de decisiones que conviene dejar en manos de Dios. Se convirtieron en criaturas demasiado poderosas para vivir con nosotros, demasiado ególatras, demasiado visionarias, demasiado ciegas. Lo que persistía detrás de ellas no era la vida, que supera siempre a la muerte natural, sino la lista más trivial de hechos mundanos que pueda imaginarse: el tictac de un reloj de un pared, las sombras de una habitación a mediodía y la atrocidad de un ser humano que sólo piensa en sí mismo. Su cerebro se hizo opaco a todo y sólo fulguró en puntos precisos de dolor, daños personales, sueños perdidos. Todos amábamos a alguna, pero iba empequeñeciéndose en un inmenso témpano de hielo, que se encogía hasta convertirse en un punto negro y agitaba unos brazos diminutos sin que oyéramos su voz. Después ya fue la cuerda alrededor de la viga, la píldora somnífera en la palma de la mano con una larga línea de la vida, la ventana abierta de par en par, el horno de gas, lo que fuera. Nos hacían partícipes de su locura, porque no podíamos hacer otra cosa que seguir sus pasos, repensar sus pensamientos, comprobar que ninguno confluía en nosotros. No nos cabía en la cabeza aquel vacío que podía sentir un ser capaz de segarse las venas de las muñecas, aquel vacío y aquella calma tan grandes. Teníamos que embadurnarnos la boca con sus últimas huellas, las marcas de barro en el suelo, las maletas apartadas de un puntapié, teníamos que respirar una y otra vez el aire de las habitaciones donde se habían matado. A fin de cuentas, daba igual que la edad que tuviesen, el que fueran tan jóvenes, lo único que importaba era que las habíamos amado y que no nos habían oído cuando las llamábamos, que seguían sin oírnos ahora, aquí arriba, en la casa del árbol, con nuestro escaso cabello y nuestra barriga, llamándolas para que salgan de aquellas habitaciones donde se habían quedado solas para siempre, solas en su suicidio, más profundo que la muerte, y en las que ya nunca encontraremos las piezas que podrían servir para volver a unirlas.

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Los árboles son pulmones que de aire se llenan, mi hermana, la mala, peina mi cabellera.

El fragmento está fechado el 26 de junio, tres días después de su regreso del hospital, cuando solíamos verla tumbada en el jardín delantero.

Se sabe muy poco acerca del estado mental de Cecilia en el último día de su vida. Según el señor Lisbon, parecía contenta con la fiesta. Cuando él bajó al sótano para ver cómo marchaban los preparativos, la encontró subida a una silla, atando globos al techo con cintas rojas y azules.

– Le dije que se bajara porque el médico había dicho que no levantara las manos más arriba de la cabeza. A causa de los puntos.

Cecilia obedeció la orden y pasó el día entero tumbada en la alfombra de su cuarto contemplando el móvil del zodíaco y escuchando los extraños discos de música celta que había comprado por correo.

– Siempre había una voz de soprano que hablaba de pantanos y de rosas mustias.

Aquella música tan melancólica había alarmado al señor Lisbon cuando la comparó con las melodías alegres de su juventud, pese a que al cruzar el pasillo comprobó que no era mucho peor que los aullidos de la música rock que escuchaba Lux o incluso que los berridos inhumanos que surgían de la radio de Therese.

A partir de las dos de la tarde, Cecilia se sumergió en la bañera. No era extraño en ella que tomase baños maratonianos pero, después de lo ocurrido la última vez, el señor y la señora Lisbon ya no corrían riesgos.

– Le hacíamos dejar la puerta entornada -dijo la señora Lisbon-. A ella no le gustaba, naturalmente. Y ahora tenía nuevos argumentos, porque el psiquiatra había dicho que Ceel estaba en una edad en la que se necesita gozar de intimidad.

Durante la tarde el señor Lisbon buscó mil excusas para acercarse al cuarto de baño.

– Esperaba hasta que oía ruido de chapoteo y entonces seguía mi camino. Por supuesto, habíamos retirado del cuarto de baño todos los objetos cortantes.

A las cuatro y media, la señora Lisbon envió a Lux arriba para que viera lo que hacía Cecilia. Cuando Lux bajó dijo que estaba muy tranquila, en el comportamiento de su hermanita no había nada que despertara la menor sospecha de lo que haría aquel día.

– Está perfectamente -dijo Lux-. El cuarto apesta a esas sales de baño que utiliza.

A las cinco y media Cecilia salió del cuarto de baño y fue a vestirse para la fiesta. La señora Lisbon la oyó ir y venir de una habitación a otra de sus hermanas. (Bonnie compartía el cuarto con Mary; Therese, con Lux.) El tintineo de sus brazaletes era un alivio para sus padres, porque les permitía estar al tanto de sus movimientos como ocurre con esos cascabeles que se cuelgan al cuello de los animales domésticos. De vez en cuando, antes de que nosotros llegásemos, el señor Lisbon seguía oyendo el tintineo de los brazaletes de Cecilia mientras subía y bajaba por las escaleras y se probaba diferentes zapatos.

Según lo que el señor y la señora Lisbon nos dijeron posteriormente en diferentes ocasiones y en diferentes estados de ánimo, durante la fiesta no advirtieron nada extraño en el comportamiento de Cecilia.

– Siempre estaba tranquila cuando se encontraba en compañía de gente -explicó la señora Lisbon.

Tal vez por su falta de costumbre de contacto social, el señor y la señora Lisbon recordaban la fiesta como un éxito. De hecho, la señora Lisbon se sorprendió cuando Cecilia le pidió que le permitiera retirarse.

– Me figuraba que lo estaba pasando bien.

Tampoco entonces las hermanas se comportaron como si sospecharan lo que iba a ocurrir. Tom Faheem recuerda que Mary le habló de que pensaba comprarse un vestido sin mangas en Penney's. Therese y Tim Winer, por su parte, hablaron de que les preocupaba no poder ingresar en una universidad de la lvy League.

Gracias a los indicios que fuimos descubriendo más tarde, resultó que Cecilia no había ido a su cuarto con la rapidez que supusimos primero. Entre el momento en que nos dejó y antes de subir las escaleras se tomó tiempo, por ejemplo, para beberse una lata de zumo de pera (dejó la lata en la cocina, perforada con un solo agujero, contrariamente al método prescrito por la señora Lisbon). Ya fuera antes o después del zumo, se acercó a la puerta trasera de la casa.

– Me figuré que se iba de viaje, porque llevaba una maleta -comentó la señora Pitzenberger.

La maleta no apareció por ninguna parte y sólo nos explicamos el testimonio de la señora Pitzenberger como una alucinación propia de alguien que usa gafas bifocales o como una profecía de los suicidios que ocurrirían después, en los que las maletas tuvieron un papel tan importante. Sea cual fuere la verdad, lo cierto es que la señora Pitzenberger vio a Cecilia cerca de la puerta trasera de la casa y que el hecho ocurrió sólo unos segundos antes de que subiera por las escaleras, lo que oímos perfectamente desde abajo. Pese a que aún era de día, encendió todas las luces del dormitorio y, desde el otro lado de la calle, el señor Buell la vio abrir la ventana de su cuarto.

– La saludé con la mano, pero no me vio -nos dijo el señor Buell.

En ese momento su mujer estaba refunfuñando en la habitación de al lado y el hombre ya no volvió a saber de Cecilia hasta que llegó la ambulancia y se volvió a marchar con ella dentro.

– Por desgracia, teníamos nuestros problemas -explicó.

Mientras Cecilia asomaba la cabeza por la ventana al encuentro del aire rosado, húmedo y suave, el señor Buell fue al cuarto de su esposa enferma para ver qué le pasaba.

3

Las flores llegaron a casa de los Lisbon más tarde de lo acostumbrado. Dadas las circunstancias de aquella muerte, la mayoría de la gente optó por no enviarlas a la funeraria y en general todo el mundo fue posponiendo el encargo sin saber muy bien si era mejor dejar pasar la catástrofe en silencio o actuar como si aquella defunción hubiese obedecido a causas naturales. Al final, sin embargo, todos acabaron enviando algo: coronas de rosas blancas, centros de orquídeas, peonías lloronas. Peter Loomis, que hacía el reparto de FTD, dijo que la sala de estar de los Lisbon estaba atiborrada de ramos y coronas. Las butacas desbordaban de flores y hasta el suelo estaba cubierto de ellas.

– Ni siquiera las pusieron en jarrones -contó.

Casi todo el mundo optó por enviar tarjetas convencionales, en las que abundaba la frase «Reciban nuestra condolencia» o «Les damos nuestro más sentido pésame», pese a que algunos, más formalistas, acostumbrados a escribir notas para todas las ocasiones, elaboraron textos más personales. La señora Beards envió una cita de Walt Whitman que después correría de boca en boca: «Todo sigue, todo huye, nada se hunde y morir es diferente de lo que todos suponen, y más feliz». Chase Buell leyó lo que su madre había escrito en la tarjeta cuando la deslizó por debajo de la puerta de los Lisbon. Decía: «No sé qué sienten ustedes. Ni siquiera puedo imaginarlo».

Unos pocos tuvieron la osadía de visitarlos. El señor Hutch y el señor Peters se acercaron a casa de los Lisbon en ocasiones distintas, si bien sus comentarios difirieron muy poco. El señor Lisbon los invitó a pasar, pero antes de que tuvieran ocasión de abordar el penoso tema, los instaló delante de un partido de béisbol.

– Estuvo todo el rato hablando del partido -dijo el señor Hutch-. Yo había sido lanzador en la universidad y tuve que corregirlo en algunas cuestiones esenciales. Él habría cambiado a Miller, cuando era el que mejor cerraba. Acabé por olvidar lo que me había llevado a aquella casa.

En cuanto al señor Peters, dijo:

– El pobre estaba en la luna. No paraba un momento de subir el color de la pantalla hasta que todo el campo quedó prácticamente azul. Después volvió a sentarse. Al rato se levantó de nuevo. Entró una de las chicas… ¿las diferencia alguien…? y nos trajo un par de cervezas. Antes de dar a su padre la suya, tomó un trago.

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