Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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En el momento en que se despertó tras dormir medio día sin interrupción, estaba soñando que se encontraba en la Edirne de su infancia: cuando se acercó al enorme frasco lleno de confitura de higos que su madre había hecho hirviéndolos una y otra vez hasta conseguir que un olor agridulce invadiera no sólo la casa y el jardín, sino el barrio entero, primero comprendió que aquellas cosas verdes y redondas que había tomado por higos eran los ojos llorosos de una cabeza cortada; luego abrió la tapa del frasco con el sentimiento de culpabilidad, no de estar haciendo algo prohibido, sino de ser testigo del incomprensible terror de aquella cara que lloraba y, cuando del frasco comenzaron a surgir los gemidos de un hombre maduro llorando, se quedó congelado por una sensación de impotencia que lo paralizaba.

La noche siguiente, en otro caravasar, en otra cama, se encontró a mitad de su sueño en una de las tardes de su adolescencia: estaba en una callejuela de Edirne poco antes de que anocheciera. Por consejo de un amigo, no lograba recordar quién, veía con un ojo el sol poniente y con el otro el blanco rostro de la pálida luna llena que estaba saliendo. Después, al ponerse el sol y oscurecer, la redonda cara de la luna se volvía más luminosa y precisa y, sin que pasara mucho, se daba cuenta de que aquella brillante cara era una cara humana, una cara que lloraba. No, lo que convertía las calles de Edirne en las calles inquietantes e incomprensibles de otra ciudad no era lo que pudiera tener de triste el que la cara de la luna se transformara en una cara llorosa, sino lo que tenía de enigmático.

A la mañana siguiente el verdugo pensó que aquella verdad que había descubierto en mitad de su sueño se adecuaba a sus propios recuerdos. A lo largo de su vida profesional había visto la cara de miles de hombres que lloraban, pero ninguna de ellas le había suscitado la menor sensación de crueldad, miedo o culpabilidad. Al contrario de lo que podría pensarse, sentía pena por sus víctimas, pero ese sentimiento enseguida se compensaba con la lógica de estar haciendo justicia, de estar obligado, de que no había posible vuelta atrás. Porque sabía que las víctimas a quienes estrangulaba, cuyas cabezas cortaba, cuyos cuellos partía, eran mucho más conscientes que el verdugo de la cadena de razones que provocaban su ejecución. No había nada de insoportable ni de insufrible en la imagen de un hombre que va a la muerte debatiéndose mientras llora, implorando mientras moquea, gimoteando, ahogándose por las lágrimas. El verdugo no despreciaba a los hombres que lloraban, al contrario que ciertos imbéciles que esperan actitudes solemnes y palabras gallardas que pasen a la historia y a la leyenda de las ejecuciones, pero tampoco se dejaba llevar por un sentimiento de pena que lo paralizara, al contrario que otro tipo de imbéciles que no comprenden en absoluto la crueldad arbitraria e inevitable de la vida.

¿Qué era, pues, lo que lo paralizaba en sus sueños? Una mañana soleada y brillante, mientras pasaba entre profundos y escarpados barrancos con la bolsa de cuero en la silla del caballo, el verdugo pensó que aquel apocamiento que lo maniataba tenía alguna relación con la indecisión, con la imprecisa sensación de presagio funesto cuya sombra había notado en su alma antes de entrar en Erzurum. En la cara de la víctima que a esas horas ya tendría que haber olvidado, debía haber visto un misterio que lo había obligado a cubrírsela con un trozo de paño antes de estrangularlo. Durante todo aquel largo día, mientras cabalgaba entre agudas rocas de formas extraordinarias (un velero con el casco como una cazuela, un león con un higo en lugar de cabeza), entre pinos y hayas más raros y sorprendentes de lo habitual y entre los extraños, extrañísimos guijarros de las orillas de arroyos fríos como el hielo, el verdugo no volvió a pensar en la expresión de la cara que llevaba a la silla. Ahora lo más sorprendente era el mundo, un mundo nuevo que volvía a descubrir, que percibía por primera vez. Sólo ahora se daba cuenta de que todos los árboles se parecían a las sombras oscuras que se agitaban entre sus recuerdos en las noches de insomnio. Por primera vez percibía que los inocentes pastores que conducían sus rebaños de ovejas a pastar a las verdes laderas llevan la cabeza sobre los hombros como si fuera la carga de otro. Por primera vez comprendía que las aldeas de una decena de casas establecidas en las faldas de las montañas le recordaban a las hileras de zapatos vacíos ante las puertas de las mezquitas. Ahora veía que las moradas montañas al oeste que cruzaría medio día después y las nubes que había justo sobre ellas, que parecían salidas de una miniatura, eran una señal de que el mundo es un lugar desnudo, completamente desnudo. Ahora comprendía que todas las plantas, los objetos, los tímidos animales, eran señales de un mundo tan viejo como los recuerdos, tan simple como la desesperación y tan terrible como las pesadillas. Mientras avanzaba hacia poniente y las sombras, cada vez más largas, iban cambiando de significado, el verdugo sintió que a su alrededor se filtraban las señales, los indicios de un misterio que no acertaba a descubrir, como sangre que goteara de un puchero de barro resquebrajado.

Comió hasta hartarse en el caravasar en el que había entrado al caer la oscuridad, pero comprendió que no podría encerrarse en una celda con la bolsa y dormir. Sabía que no podría resistir el terrible sueño que se desplegaría lentamente en mitad de su descanso como el pus que fluye de una herida que revienta, aquella cara desesperada que cada noche lloraría en su sueño disfrazándose de distintos recuerdos. Descansó un rato observando admirado las caras entre la multitud que atestaba el caravasar y continuó su camino.

La noche era fría y silenciosa; no soplaba la menor brisa, no se movía una sola rama y el cansado caballo seguía por sí mismo el camino. Durante largo rato continuó su marcha sin ver nada y, tal y como le ocurría en los viejos y felices tiempos, sin forzar su mente con ninguna cuestión inquietante: mucho más tarde pensaría que lo consiguió gracias a la oscuridad. Porque en cuanto la luna apareció entre las nubes, los árboles, las sombras y las rocas se convirtieron lentamente en señales de un misterio irresoluble. Lo terrible no eran las dolorosas lápidas de los cementerios, ni los cipreses solitarios, ni los aullidos de los lobos en la noche desierta. Lo que convertía al mundo en algo tan sorprendente que llegaba a ser aterrador era que parecía querer contarle una historia. El mundo parecía querer contarle algo al verdugo, indicarle un significado, pero su discurso, como en los sueños, se perdía en una imprecisión brumosa. Poco antes de amanecer el verdugo comenzó a sentir unos gemidos en sus oídos.

Con la aurora pensó que los gemidos eran producto del viento que acababa de alzarse y que jugaba con las ramas, luego supuso que todo se debía al cansancio y a la falta de sueño. Poco antes de mediodía los gemidos procedentes de la bolsa que llevaba a la silla eran tan claros, que desmontó como quien sale de su cama caliente a medianoche para acabar con el irritante crujido de una ventana mal cerrada, y apretó bien las cuerdas que ataban la bolsa a la silla de montar. Pero, mucho después, bajo una lluvia despiadada, no sólo oiría los gemidos, también sentiría sobre su piel las lágrimas de la cara que lloraba.

Cuando el sol salió de nuevo comprendió que existía una relación entre el misterio del mundo y un cierto secreto en la expresión de la cara que lloraba. De la misma forma que antes el mundo, que se le había aparecido tan conocido, familiar y comprensible, se había mantenido en pie gracias a los significados y las expresiones vulgares de las caras, el sentido del universo entero había desaparecido después de que esa extraña expresión apareciera en la cara que lloraba dejando al verdugo en una terrible soledad, como cuando todo se vuelve del revés después de que una copa hechizada se rompe estallando en mil pedazos o se resquebraja un aguamanil mágico de cristal. Mientras sus mojadas ropas se secaban al sol comprendió que para que todo volviera a su antiguo orden debía cambiar la expresión que la cara de la cabeza de la bolsa llevaba como una máscara. Pero su ética profesional le ordenaba que llevase intacta a Estambul la cabeza que había metido aún caliente en la bolsa de miel después de cortarla, que la llevara tal cual se hallaba.

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