Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Leyó un artículo de Celâl sobre los enredos de un aprendiz de vendedor de libros de segunda mano que los iba vendiendo puerta a puerta. El aprendiz, que cada día tomaba el transbordador para ir a las adineradas mansiones de distintos barrios de Estambul, vendía sus libros, tras el consabido regateo, a las mujeres de los harenes, a ancianos que no salían de sus casas, a funcionarios agobiados de trabajo y a muchachas románticas. Pero sus verdaderos clientes eran los bajás ministros, que no podían ir a otro lugar que no fueran sus ministerios y a sus mansiones a causa de la prohibición que Abdülhamit les había impuesto y a quienes controlaba gracias a sus agentes secretos. Mientras leía cómo el aprendiz de vendedor de libros viejos había introducido mensajes y cómo les había enseñado a aquellos bajás («sus lectores», había escrito Celâl) los secretos hurufíes necesarios para que pudieran descifrarlos, Galip pensó que lentamente se había ido convirtiendo en otra persona, en quien le habría gustado ser. Cuando comprendió que aquellos secretos de los hurufíes eran tan infantiles como el secreto de los signos y las letras desvelado al final de una novela norteamericana cuya versión adaptada, tras cruzar mares lejanos, le había regalado Celâl a Rüya un sábado por la tarde de su infancia, Galip supo perfectamente que uno puede convertirse en otro a fuerza de leer. En ese momento sonó el teléfono, y el que llamaba era, por supuesto, el mismo hombre.

– ¡Me alegra que hayas vuelto a conectar el teléfono, Celâl Bey! -comenzó aquella voz que a Galip le recordaba la de alguien que ha sobrepasado ya la madurez-. No quiero ni pensar que alguien como tú pudiera desentenderse de toda la ciudad, de todo el país, en estos días en los que a cada instante se esperan los más terribles acontecimientos. -¿A qué página de la guía has llegado? -Trabajo mucho, pero va más lento de lo que creía. Cuando uno se pasa horas leyendo números, comienza a pensar cosas que nunca se le habrían ocurrido. He empezado a ver en los números fórmulas mágicas, armonías simétricas, repeticiones, matrices, formas. Todo eso me hace perder rapidez. -¿Caras también?

– Sí, pero esas caras tuyas surgen después de que aparezca cierto orden en las cifras. Los números no siempre hablan, a veces guardan silencio. En ocasiones siento que los cuatros me susurran algo, vienen unos detrás de otros. Al principio de dos en dos y entonces cambian de columna de manera simétrica, y cuando quieres darte cuenta se han convertido en dieciséis. En eso entran los sietes en el lugar que ellos han dejado libre y susurran la melodía del mismo orden. Quiero pensar que no son más que estúpidas coincidencias, pero ¿no te recuerda a ti también el Timur Yildmmoglu, que vive en una casa cuyo teléfono es el 140 22 40, a la batalla de Ankara en 1402 y al bárbaro Timur, que después de su victoria se llevó su concubina a su harén a la esposa de Bayaceto el Rayo? ¡Toda nuestra Historia, todo Estambul, hormiguea en la guía! No puedo pasar las páginas con la esperanza de ver más ejemplos y así nunca llego a ti. No obstante, soy consciente de que sólo tú puedes detener la mayor de las conspiraciones. ¡Tú eres el único que puede detener este golpe militar, Celâl Bey, porque tú eres quien ha tendido el arco que ha disparado esta flecha!

– ¿Por qué?

– Cuando en nuestra última conversación te comenté que creen en el Mahdi y que lo esperan, no te lo decía por hablar. Son un puñado de militares, pero han leído ciertos artículos tuyos de hace años. Y los leyeron creyéndoselos, como me ocurrió a mí. ¡Recuerda ciertos artículos que escribiste en los primeros meses de 1961, vuelve a mirar la carta que escribiste al «Gran Inquisidor», la parte final de aquel pretencioso artículo en el que describías la felicidad de la familia dibujada en los billetes de la Lotería Nacional (la madre haciendo punto, el padre leyendo el periódico -quizá incluso tu columna-, el hijo estudiando en el suelo, el gato y la abuela dormitando junto a la estufa. Si todo el mundo es tan feliz, si todas las familias se parecen a la mía, ¿por qué se venden tantos billetes de lotería?) y en el que contabas por qué no creías en esa felicidad! ¿Por qué te burlabas tanto por entonces de las películas de producción nacional? Mientras tanta gente veía con mayor o menor gusto aquellas películas que expresaban «nuestros sentimientos», ¿por qué tú sólo veías en ellas la distribución del decorado, los frascos de colonia sobre las cómodas a la cabecera de las camas, las fotografías alineadas sobre pianos jamás tocados cubiertos de telarañas, las postales en los marcos de los espejos y los perros de cerámica que dormían sobre la radio familiar?

– No lo sé.

– ¡Ah, sí lo sabes! Para mostrarlo como indicios de nuestra degeneración y nuestra miseria. Hablaste de los pobres objetos que se tiran a los patios, de las familias cuyos miembros viven todos juntos en distintos pisos del mismo edificio, de los primos de dichas familias que, como viven tan próximas, se casan entre ellos, de fundas que cubren los sillones para que no se desgaste la tapicería; mostraste todo eso como símbolos de un desplome inevitable, indicios lastimosos de la vulgaridad en la que estamos sumergidos. Pero luego, en tus artículos supuestamente históricos, conseguías que sintiéramos que la salvación es siempre posible; incluso en el peor momento, podía aparecer alguien que nos sacara de nuestra miseria. Sería el regreso de un salvador que había vivido tiempo atrás, quizá cientos de años antes, y ese hombre resucitaría siendo otro, ¡esta vez vendría a Estambul cinco siglos después siendo Mevlâna Celâlettin o el jeque Galip o un columnista! Mientras tú hablabas de todo eso, mientras hablabas de la tristeza de las mujeres que esperan que llegue el agua junto a las fuentes de los barrios periféricos o de los angustiosos gritos de amor grabados en la madera de los respaldos de los asientos de los tranvías antiguos, había unos oficiales jóvenes que creían en lo que escribías. Pensaban que el retorno de aquel Mahdi en el que creían acabaría con toda esa tristeza y esa miseria y que en un instante lo pondría todo en orden. ¡Hiciste que lo creyeran! ¡Los conocías! ¡Escribías para ellos!

– Bueno, ¿y qué es lo que quieres ahora?

– Me basta con verte.

– ¿Por qué razón? Lo cierto es que no hay ningún informe ni nada parecido, ¿no?

– Te lo contaré todo en cuanto te vea.

– ¡Y tu nombre es falso!

– ¡Quiero verte! -le dijo la voz sonando tan artificial y al mismo tiempo, tan extrañamente conmovedora y conducente como la de un actor de doblaje que dice «¡te quiero!”. Quiero verte. Cuando nos veamos comprenderás por qué. Nadie te conoce como yo, nadie. Sé que te pasas las noches fantaseando hasta que amanece, tomando té y café que preparas con tus propias manos y fumando los Maltepe que dejas secar sobre el radiador. Sé que escribes tus artículos a máquina y los corriges con un bolígrafo verde y que no estás contento ni de ti mismo ni de tu vida. Sé también que las noches en las que paseas arriba y abajo por la habitación hasta que amanece te gustaría estar en el lugar de otro pero que no acabas de decidirte sobre la identidad de ese otro que te gustaría ser.

– He escrito mucho sobre eso -respondió Galip.

– Sé también que no querías a tu padre y que cuando volvió de África con su nueva mujer te echó del pequeño ático en el que vivías. Sé también de las estrecheces que pasaste los años en los que volviste a vivir con tu madre. ¡Ah, hermano mío! ¡Cuando eras un pobre reportero en Beyoglu te inventaste asesinatos que nunca existieron para llamar la atención! ¡Entrevistaste en el Pera Palas a estrellas inexistentes de películas americanas que jamás se rodaron! ¡Fumaste opio para poder escribir las confesiones de un fumador de opio turco! ¡Te dieron una paliza en el viaje que hiciste por Anatolia para poder terminar un folletín que publicaste con un nombre falso! ¡Contaste tu vida entre lágrimas en la sección de «Increíble pero cierto» y nadie se dio cuenta! Sé que te sudan las manos, que has tenido dos accidentes de tráfico, que todavía no has podido encontrar unos zapatos impermeables, que aunque temes la soledad siempre has estado solo. Sé que te gustan las publicaciones pornográficas, subir a los alminares, curiosear en la tienda de Aladino y charlar amigablemente con tu hermanastra. ¿Quién otro que no fuera yo podría saber todo eso?

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