Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Fascinado por aquel jueguecito, al que no habría dado la menor importancia si lo hubiera leído después de sumergirse en los artículos que Celâl había escrito sobre los hurufíes , Galip comenzó a leer desde aquel punto de vista los artículos que se apilaban sobre la mesa. Fue entonces cuando comprendió por qué los objetos que lo rodeaban iban transformándose según leía los artículos de Celâl, por qué desaparecían aquel profundo significado y el optimismo que lo mantenía unido todo, las mesas, las cortinas, las lámparas, los ceniceros, las sillas, las tijeras y las baratijas que había sobre el radiador.

Celâl hablaba de Mevlâna como si hablara de sí mismo y, usando unas mágicas interpolaciones entre las palabras y las frases que a primera vista apenas llamaban la atención, se colocaba en el lugar de Mevlâna. Galip se convenció de aquello cuando vio que Celâl usaba en los artículos «históricos» sobre Mevlâna las mismas palabras y párrafos, y aún más el mismo estilo trenzado de amargura, que en ciertos artículos en los que hablaba de sí mismo. Lo que convertía en terrible aquel extraño juego era que lo corroboraran los cuadernos personales de Celâl, sus borradores de artículos sin publicar, sus charlas históricas, los ensayos que había escrito sobre el jeque Galip, sus interpretaciones de sueños, sus recuerdos de Estambul y muchos de los temas que había tratado en sus columnas.

Celâl había relatado cientos de veces en su sección de «Increíble pero cierto» las historias de reyes que se creían otros, de emperadores chinos que habían quemado sus palacios para poder serlo, de sultanes que se cambiaban de ropa por la noche para mezclarse con el pueblo hasta convertirlo en una manía enfermiza que los mantenía alejados durante días de palacio y de los asuntos del Estado. En un cuaderno en el que Celâl había dejado a medias unos cuentos cortos, muy parecidos a recuerdos, Galip leyó que Celâl, un día de verano vulgar y corriente, se había visto a sí mismo sucesivamente como Leibniz, como el famoso millonario Cevdet Bey, como Mahoma, como director de un periódico, como Anatole France, como un cocinero de éxito, como un imán famoso por sus prédicas, como Robinson Crusoe, como Balzac y como otros seis cuyos nombres había tachado avergonzado. Observó unas caricaturas de la imagen de Mevlâna que aparecía en los sellos y en las láminas; encontró un dibujo bastante torpe de un sarcófago en el que se leía «Mevlâna Celâl». Y una columna no publicada comenzaba con la siguiente frase: «¡El Mesnevi, que se tiene por la obra maestra de Mevlâna, no es sino un plagio de principio a fin!».

Después de aquella frase indicaba, exagerándolas, las similitudes que señalaban los comentaristas académicos con un estilo que vacilaba entre el miedo a ser irrespetuosos y la preocupación por la verdad. Tal cuento del Mesnevi había sido tomado del Calila e Dimna, tal otro lo había plagiado del Manttküt Tayr de Attar, esta anécdota la había copiado del Ley-Hy Mecnun , la de más allá la había pirateado del Menakib-i Evliya . Dentro de la larga lista de fuentes cuyas historias habían sido plagiadas, Galip vio también el Kisas-i Enbiya , Las mil y una noches y a Ibn Zerhani. Al final de aquella lista Celâl había añadido lo que Mevlâna opinaba sobre el hecho de plagiar historias de otros. Galip, mientras oscurecía y se iba intensificando el pesimismo de su corazón, leyó aquellas opiniones pensando que no sólo se trataban de las de Mevlâna, sino, al mismo tiempo, de las de Celâl poniéndose en el lugar de Mevlâna.

En opinión de Celâl, Mevlâna, como todos aquellos que no pueden soportar demasiado tiempo ser ellos mismos y solo encuentran la paz cuando se revisten con la personalidad de otro, cuando comenzaba una historia sólo podía hacerlo utilizando lo que ya había sido contado por otros. De hecho contar una historia es una trampa que descubren todos los infelices a los que consume la pasión de ser alguien distinto para liberarse de sus tediosos cuerpos y espíritus. Quería contar una historia con el único objeto de poder contarla. El Mesnevi era una «composición» extraña e irregular que, como Las mil y una noches , comenzaba una historia sin terminar la anterior y que sin que acabara la segunda pasaba a una tercera, en la que las historias se dejaban atrás sin terminar como si fueran personalidades inagotables pero que pronto aburren. Hojeando los tomos del Mesnevi, Galip vio que los cuentos obscenos habían sido subrayados, que ciertas páginas habían sido inundadas por un airado bolígrafo verde de signos de interrogación, de interjecciones y de correcciones que casi llegaban a ser tachaduras. Después de leer rápidamente las historias que se contaban en aquellas páginas manchadas de tinta y suciedad, comprendió que muchas de las historias que había leído en su niñez y en su juventud como si fueran artículos originales no eran sino préstamos del Mesnevi que Celâl había adaptado al Estambul de nuestra época.

Galip recordó las noches en las que Celâl había hablado durante horas sobre el arte del pastiche, afirmando que era el único arte auténtico. Mientras Rüya picoteaba los pasteles que habían comprado por el camino, Celâl decía que había escrito muchas de sus columnas, quizá todas, gracias a la ayuda de otros, añadía que lo importante no era «crear» algo nuevo sino, cambiando un rinconcito, un extremo de las maravillas que miles de inteligencias habían creado previamente a lo largo de miles de años, poder decir algo completamente nuevo y afirmaba que todas sus columnas las había copiado de otros. Lo que le crispaba los nervios a Galip, haciéndole perder su fe optimista sobre la realidad de los objetos de la habitación y de los papeles sobre la mesa, no era descubrir que las historias que durante años había supuesto que eran de tal, pertenecían en realidad a otros, sino ciertas posibilidades a las que apuntaba aquella realidad.

Se le vino a la mente que en algún otro lugar de Estambul podía haber otra casa y otra habitación decoradas de la misma forma que aquella casa y aquella habitación que imitaban su aspecto de hacía veinticinco años. Si en aquella habitación no estaban Celâl, sentado a la misma mesa y contando historias, y Rüya, escuchándolo alegre, habría un desgraciado sosia de Galip que estaría sentado a aquella mesa creyendo que podría encontrar el rastro de su desaparecida esposa a fuerza de leer la colección de viejos artículos. También se le vino a la mente que, de la misma forma que los símbolos que había sobre los objetos, los dibujos y las bolsas de plástico indicaban otras cosas que no eran ellos mismos y de la misma forma que cada artículo de Celâl llevaba a un significado distinto en cada lectura, cada vez que pensaba en su vida ésta adquiría un nuevo significado y que podría perderse entre aquellos significados que se seguían implacables como vagones de tren. Fuera había oscurecido y en la habitación se acumulaba esa palpable luz tenebrosa que recordaba al olor a moho y muerte de los subterráneos sin luz cubiertos de telas de araña. Galip comprendió que, para salir de la pesadilla de aquel otro mundo en el que había caído sin querer, de aquel universo fantasmal, no le quedaba otro remedio que seguir leyendo con sus cansados ojos y encendió la lámpara de la mesa.

Así pues, regresó a lo que había dejado a medias, al pozo lleno de telarañas donde habían arrojado el cadáver de Semsi. La historia continuaba con que el poeta se encontraba fuera de sí por la pérdida de «su amigo, su amado». No quería aceptar que Semsi había sido asesinado y que habían tirado su cuerpo al pozo, y no sólo eso, se enfurecía con los que pretendían mostrarle el pozo que tenía delante de sus propias narices y se inventaba todo tipo de excusas para buscar a «su amado» en otros lugares: ¿no habría ido Semsi a Damasco como había hecho la otra vez que desapareció?

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