22. ¿Quién mató a Semsi Tebrizi?
«¿Cuánto tiempo más voy a buscarte casa por casa puerta por puerta?
¿Cuánto tiempo, rincón por rincón, calle por calle?»
Diván de Semsi Tebrizi , MEVLANA
Aquella mañana, cuando Galip se despertó tranquilo tras un largo sueño, la lámpara de sesenta años de antigüedad que colgaba del techo estaba encendida despidiendo una luz como de papel amarillento. Vestido con el pijama de Celâl, Galip apagó todas las luces de la casa, recogió el Milliyet que habían deslizado por debajo de la puerta, se sentó en la mesa de trabajo y lo leyó: al encontrar en la columna de aquel día la misma errata que había visto el sábado por la tarde cuando fue al periódico (habían escrito «ser nosotros mismos» en lugar de «ser ustedes mismos»), su mano se alargó automáticamente hacia el cajón, encontró un bolígrafo verde y comenzó a corregir el artículo. Cuando terminó con él se le vino a la cabeza que Celâl también se sentaba en aquella mesa todas las mañanas con su pijama de rayas azules y fumaba un cigarrillo mientras hacía las pertinentes correcciones con ese mismo bolígrafo.
Sentía en su interior la convicción de que todo iba bien. Mientras desayunaba con el optimismo de un hombre que tras una buena noche de sueño se dispone a comenzar con confianza un día difícil, se sentía lleno de sí mismo, como si no tuviera la necesidad de ser otro.
Después de prepararse un café, colocó sobre la mesa algunas cajas llenas de artículos, cartas y recortes que había sacado del armario del pasillo. No tenía la menor duda de que si leía los papeles que tenía ante él con fe y dedicándoles toda su atención, acabaría por encontrar lo que buscaba.
Mientras leía los artículos de Celâl que trataban de la vida brutal de los niños abandonados que vivían en los pontones del puente de Gálata, de directores monstruosos y tartamudos de hospicios, de competiciones de vuelo entre genios creadores que se lanzaban alados al cielo desde la torre de Gálata como si se arrojaran al agua, de la historia de la pederastia y de los que se dedican a su comercio en nuestros días, Galip encontró dentro de sí la paciencia y la atención que requerían los artículos. Leyó con la misma buena intención y la misma confianza los recuerdos del aprendiz de mecánico de Besiktas que había sido el conductor del primer Ford modelo T que llegó a Estambul y las historias que explicaban por qué era necesario levantar una torre con un carillón en cada barrio de Estambul, el significado histórico de que en Egipto se prohibieran las escenas de encuentros entre las mujeres del harén y esclavos negros de Las mil y una noches , los beneficios de poder montarse en marcha en los viejos tranvías tirados por caballos y por qué los loros habían abandonado Estambul, cómo en su lugar habían llegado las cornejas y cómo a causa de aquello había comenzado a nevar en la ciudad.
Hojeándolos recordaba los días en que había leído aquellos artículos por primera vez, tomaba nota de vez en cuando en un trozo de papel, en ocasiones releía una frase, un párrafo o sólo ciertas palabras y cuando terminaba el artículo y lo devolvía a la caja sacaba otro nuevo con cariño.
El sol no se reflejaba en toda la habitación sino sólo en los laterales de las ventanas. Las cortinas estaban abiertas, en el edificio de enfrente goteaba agua del extremo de los carámbanos que colgaban del techo y de los canalones llenos de suciedad y nieve. Entre el triángulo de un tejado color teja y nieve sucia y el rectángulo de una alta chimenea que despedía humo de lignito entre sus dientes oscuros, se veía un cielo azul y brillante. Cuando Galip fijaba su mirada, cansada de leer, entre el triángulo y el rectángulo, veía cornejas que cortaban el azul con sus veloces vuelos, y al volver la cabeza comprendía que Celâl, cuando se cansaba de escribir sus artículos, miraba al mismo sitio y contemplaba el vuelo de las mismas cornejas.
Mucho más tarde, cuando el sol ya se reflejaba en las oscuras ventanas de abiertas cortinas del edificio de enfrente el optimismo de Galip comenzó a disolverse. Quizá todo, los objetos, las palabras, los significados, seguía aún en su sitio, pero Galip notaba con amargura según leía que la realidad más profunda que los mantenía unidos iba desapareciendo. Leía lo que Celâl había escrito sobre Mahdis, falsos profetas y sultanes ilegítimos y los artículos que había dedicado a la relación entre Mevlâna y Semsi Tebrizi, al orfebre Selâhaddin, con quien «este gran poeta» había intimado después de la desaparición de Semsi Tebrizi, y a Celebi Hüsamettin, que había ocupado el lugar de ese último tras su muerte. Para huir de la desagradable sensación que se iba acumulando en su corazón leía lo que había escrito para las secciones de «Increíble pero cierto», pero las historias del poeta Figani, que había insultado en un dístico al gran visir del sultán Ibrahim y había sido condenado a ser paseado por todo Estambul atado a un asno o la del jeque Efláki, que se había casado con cada una de sus hermanas y les había causado involuntariamente la muerte, no le distraían. Leyendo las cartas que sacó de la otra caja se admiró, como cuando era niño, de la gran cantidad y diversidad de personas que se interesaban por Celâl, pero las cartas de los que le pedían dinero, de los que se acusaban unos a otros, de los que le explicaban lo putas que eran las mujeres de los columnistas con los que polemizaba, de los que denunciaban conjuras de sectas secretas o los sobornos que aceptaban los directores regionales de abastecimiento del monopolio de bebidas y tabaco y de los que proclamaban su amor o si odio no le sirvieron sino para alimentar la sensación de inseguridad que se iba acumulando en su alma.
Sabía que todo se debía al lento cambio de la imagen de Celâl que había tenido en la mente al sentarse a la mesa, por la mañana, cuando los muebles y los objetos eran aún prolongaciones de un mundo comprensible, Celâl era alguien cuyos artículos llevaba años leyendo y de quien, aunque sólo fuera de lejos, había aceptado y comprendido sus aspectos desconocidos, admitiendo que eran «aspectos desconocidos». Por la tarde, en las horas en que el ascensor comenzó a transportar sin descanso mujeres enfermas y embarazadas a la consulta del ginecólogo del piso inferior, Galip comprendió que aquella imagen de Celâl que tenía en la mente se estaba transformando de manera extraña en una imagen más «incompleta» y notó que cambiaban tanto la mesa en la que estaba sentado, como los objetos que lo rodeaban, como la habitación al completo. Ahora las cosas eran señales peligrosas y hostiles de un mundo cuyos secretos ya no serían en absoluto fáciles de desvelar.
Como comprendió que esa transformación estaba relacionada muy de cerca con lo que Celâl había escrito sobre Mevlâna, Galip decidió investigar más sobre el tema. Poco después había sacado todas las columnas de Celâl sobre Mevlâna y comenzó a leerlas a toda velocidad.
Lo que atraía a Celâl del poeta místico más influyente de todos los tiempos no eran ni los poemas que había escrito en persa en Konya en el siglo XIII ni los estereotipados versos seleccionados de entre esas poesías para que sirvieran de ejemplo de las virtudes que se enseñaban en las clases de ética de la escuela secundaria. Tampoco atraían la atención de Celâl las ceremonias de los mevlevíes descalzos con sus faldas, a las que no podían renunciar las empresas turísticas ni los editores de postales, ni las «perlas escogidas» que adornaban la primera página de los libros de un montón de escritores mediocres. El entusiasmo de Celâl por Mevlâna, sobre quien se habían escrito decenas de miles de volúmenes de comentarios a lo largo de setecientos años, y por la orden que tanto se había extendido tras su muerte, se debía a que se trataba de un foco de interés que un columnista podía usar y del que podía aprovecharse. Lo que más interesaba a Celâl de Mevlâna eran las relaciones «sexuales y místicas» que había establecido con diversos hombres en determinadas épocas de su vida, su misterio y sus resultados, y el reflejo que tenían en sus relatos.
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