– ¿De qué trata el caso?
– No quiero explicárselo por teléfono. Déme su dirección, no es demasiado tarde, iré enseguida. Es en Nisantasi, ¿no?
– Sí -contestó Galip con toda su sangre fría-. Pero esos asuntos ya no me interesan.
– ¿Cómo?
– Si hubiera leído atentamente mis artículos, habría comprendido que ya no me interesan ese tipo de asuntos.
– No, no, se trata de algo que seguro que le interesará y sobre lo que puede escribir. Incluso puede contárselo a los de la televisión inglesa. Dime tu dirección.
– Disculpa -respondió Galip con una alegría que a él mismo le sorprendió-. Ya no hablo con literatos aficionados.
Colgó tranquilamente el teléfono. Al desperezarse en la oscuridad su mano encontró el interruptor de la lámpara de la mesilla que había junto a él y la encendió. La sorpresa y el miedo que le envolvieron al iluminar la habitación una pálida luz anaranjada serían recordados posteriormente por Galip como «un espejismo».
La habitación estaba exactamente igual que veinticinco años antes, cuando Celâl, joven periodista soltero, vivía allí. Todos los muebles, las cortinas, el lugar de las lámparas, los colores, las sombras y los olores, eran exactamente igual que veinticinco años antes. Parecía que algunos objetos, nuevos, imitaran a los antiguos para gastarle una jugarreta a Galip, para convencerle de que no había vivido un cuarto de siglo. Pero al observarlos algo más de cerca, Galip se sintió casi seguro de que los muebles no le estaban tendiendo ninguna trampa y que el tiempo que había vivido desde su infancia hasta ese momento se había desvanecido en un instante como por hechizo. Los objetos que habían surgido de repente de la peligrosa oscuridad no eran nuevos. La magia que hacía parecer nuevos a aquellos muebles que creía que debían haber envejecido, encontrarse hechos pedazos, o quizá haber desaparecido, como ocurría con sus recuerdos, no era sino el mero hecho de que hubieran surgido de repente ante él con el mismo aspecto que tenían cuando los vio por última vez hacía años, aspecto que ya había olvidado. Era como si las viejas mesas, las descoloridas cortinas, los sucios ceniceros y los exhaustos sillones no se hubieran resignado a las historias y a la ventura que les imponían la vida y los recuerdos de Galip, que después de cierto día (el día en que la familia del Tío Melih vino de Esmirna y se instaló en el edificio) se hubieran rebelado contra el destino que se había previsto para ellos y hubieran comenzado a buscar la manera de hacer realidad su propio mundo. Atemorizado, Galip comprendió de nuevo que todo había sido dispuesto como cuando Celâl habitaba aquella casa con su madre cuarenta años antes y como cuando vivía allí veinticinco años atrás como flamante periodista.
La misma mesa de nogal con las patas parecidas a garras de león con el mismo mantel de tela del Sümerbank (veinticinco años después los mismos fieros galgos seguían persiguiendo con la misma excitación a las pobres gacelas en un bosque de hojas moradas) a la misma distancia de las cortinas verde pistacho que cubrían la ventana, la misma mancha, con una forma parecida a la de una sombra humana, de grasa-brillantina-pelo en el respaldo del sillón, la paciencia del setter surgido de una película inglesa que contemplaba siempre el mismo mundo desde el plato de cobre del polvoriento aparador, la posición de los relojes averiados, las tazas y las tijeras de uñas, seguían en aquella luz anaranjada tal y como Galip los había dejado para no volver a acordarse de ellos. «Algunas cosas simplemente no las recordamos, otras ni nos acordamos de que no las recordamos. ¡Hay que encontrarlas de nuevo!», había escrito Celâl en uno de sus últimos artículos. Galip recordaba que después de que la familia de Rüya se asentara allí y Celâl abandonara aquel piso, aquellos objetos habían cambiado lentamente de lugar, habían envejecido, habían sido reemplazados, luego se habían ido retirando a un lugar ignoto sin dejar la menor huella en la memoria. Cuando sonó de nuevo el teléfono y, retrepado en el «viejo» sillón con el abrigo todavía puesto, cogió aquel receptor que no le resultaba en absoluto desconocido, estaba completamente seguro, sin saber lo que hacía, de que podría imitar la voz de Celâl.
La voz del teléfono era la misma. A petición de Galip ahora se identificó, no por medio del recuerdo, sino por su nombre: Mahir Ikinci. Aquellas palabras no le evocaron ninguna persona ni ningún rostro a Galip.
– Van a dar un golpe militar. Una pequeña organización dentro del ejército. Una organización religiosa, una nueva secta. Creen en el Mahdi. Creen que ha llegado la hora. Y van a ponerse en marcha gracias a tus artículos.
– Nunca he tenido nada que ver con semejantes tonterías.
– Sí, Celâl Bey, sí. Pero no te acuerdas ya sea porque has perdido la memoria, como escribes ahora, o porque no quieres acordarte. Echa un vistazo a tus artículos antiguos, léelos y te acordarás.
– No me acordaré.
– Sí que te acordarás porque, por lo que te conozco, no eres de esos que se puedan quedar tranquilamente sentados en su sillón al recibir la noticia de un golpe militar.
– No, no lo soy. Ni siquiera soy yo mismo.
– Voy inmediatamente. Te recordaré tu pasado, los recuerdos que has olvidado. Por fin me darás la razón y te entregarás en cuerpo y alma a este asunto.
– Me gustaría, pero no voy a ir a verte.
– Yo te veré a ti.
– Si puedes encontrar mi dirección. Ya no salgo a la calle.
– Mira. En la guía de teléfonos de Estambul hay trescientos diez mil abonados. Sé que puedo comprobar a toda velocidad cinco mil números a la hora porque supongo es la primera cifra. Eso quiere decir que como mucho en cinco días habré encontrado tu dirección y ese seudónimo por el que tanta curiosidad siento.
– ¡No te servirá de nada! -dijo Galip intentado parecer seguro de sí mismo-. Este número no aparece en la guía.
– Te encantan los seudónimos. Llevo años leyéndote, te encantan los nombres falsos, las pequeñas falsedades trampas, el numerito de ponerte en el lugar de otro. En vez de entregar una instancia para que tu número no aparezca en la guía te has inventado tranquilamente un nombre falso. Ya he comprobado algunos de los que más te gustan y otros que supongo.
– ¿Cuáles?
El hombre comenzó a enumerarlos. Galip, después de colgar y desconectar el teléfono, comprendió que aquellos nombres que se repetía, uno a uno, desaparecerían de su memoria sin dejar la menor huella ni asociación. Escribió los nombres en columna en el papel que sacó del bolsillo de su abrigo. En cierto momento a Galip le pareció tan extraño y sorprendente que existiera un lector que siguiera más de cerca que él los artículos de Celâl y que los recordara mejor, que su cuerpo pareció perder su realidad. Sintió también que un sentimiento de fraternidad podía unirle a un lector tan atento, por antipático que fuera. Si pudiera charlar con él de los artículos antiguos de Celâl, sentados el uno frente al otro, el sillón en el que ahora estaba acomodado y la sobrenatural habitación cobrarían un significado más profundo.
Galip se sentaba en ese sillón cuando tenía seis años, era antes de que llegara la familia de Rüya, cuando subía a escondidas al piso de soltero de Celâl -a sus padres no les gustaba demasiado que lo hiciera- desde casa de la Abuela los domingos por la tarde mientras todos escuchaban el partido de la radio (Vasif movía la cabeza como si también lo oyera) y observaba admirado la velocidad a la que Celâl, con un cigarrillo los labios, usaba la máquina de escribir redactando la continuación del folletín sobre luchadores que el remolón especialista había dejado a medias. Cuando subía las frías tardes de invierno con permiso de sus padres, en la época en que Celâl aún vivía con la familia del Tío Melih antes de marcharse de aquel piso, más que para escuchar las historias de África del Tío Melih, para contemplar a la Tía Suzan y a la hermosa Rüya, que acababa de descubrir que era tan increíble como su madre, Galip se sentaba en el mismo sillón frente a Celâl, que se burlaba de las historias del Tío Melih con movimientos de los ojos y las cejas. Y en los meses posteriores, en los días en que Celâl desapareció de repente y las discusiones entre el Tío Melih y Papá hacían llorar a la Abuela, cuando ellos se quedaban solos allí, entre aquellos muebles silenciosos, porque alguien había dicho «Mandad a los niños arriba» mientras se disputaba en casa de la Abuela sobre propiedades, acciones y pisos, Rüya se sentaba en aquel sillón con las piernas colgando por el brazo y Galip la observaba con veneración. Hacía de aquello veinticinco años.
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