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Orhan Pamuk: El libro negro

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Orhan Pamuk El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Galip había oído de Celâl que un año después de que el Tío Melih se fuera a París y Vasif regresara con el acuario en brazos, Papá y el Abuelo habían ido al bufete de abogados de Bâbtâli donde trabajaba el Tío Melih, habían cargado sus cosas y sus archivos en un carro, se lo habían llevado todo a Nisantasi y lo habían dejado en la buhardilla. Mucho después, cuando el Tío Melih regresó del Magreb con su nueva y hermosa mujer y Rüya, y después de que no le permitieran meterse en la confitería ni en la farmacia para que no hundiera los negocios familiares como había hundido el negocio de higos secos que había iniciado en Esmirna con su suegro, y él decidiera ejercer de nuevo como abogado, se llevó todo aquello a su nuevo despacho para impresionar a los clientes. Según les contó Celâl a Galip y Rüya años más tarde en una de aquellas noches en que recordaba el pasado entre irónico y furioso, uno de los porteadores que fueron, especialista en trabajos delicados como transportar neveras y pianos, era de los que habían colocado todo aquello veintidós años antes en la buhardilla; el tiempo simplemente le había pelado la cabeza.

Veintiún años después de que Vasif diera un vaso de agua y contemplara con todo cuidado a aquel porteador, el Tío Melih aceptó dejar el bufete a Galip, que por aquel entonces aún no era su yerno sino sólo su sobrino, según el padre de Galip porque no es que se llevara mal con sus clientes, sino porque directamente se lanzaban mutuamente a los cuellos, según la madre de Galip porque estaba demasiado viejo para trabajar, chocheaba y mezclaba los códigos, las sentencias de los casos y los tomos de jurisprudencia con menús de restaurantes y tarifas de transbordadores y según Rüya porque su querido padre ya desde entonces adivinaba lo que ocurriría entre ella y su sobrino, y así el despacho pasó a Galip junto con todo su viejo mobiliario: retratos de algunos legisladores occidentales con la cabeza descubierta y fotografías de medio siglo antes de profesores de la facultad de Derecho tocados con fez cuyos nombres habían sido tan olvidados como las razones por las que fueron famosos; archivos de casos cuyos demandantes, demandados y jueces habían muerto hacía mucho; un escritorio donde en tiempos había estudiado Celâl por las tardes mientras que por las mañanas su madre copiaba en él patrones de vestidos; y, en una esquina del escritorio, dos enormes teléfonos negros que, más que medios de comunicación, parecían torpes, pesados y nefastos instrumentos de guerra.

El timbre del teléfono, que sonaba sólo de vez en cuando, asustaba más que avisaba; el auricular, negro como la pez, era pesado como unas pequeñas pesas de gimnasia; al marcar chirriaba con una melodía parecida a la de los viejos torniquetes del muelle del transbordador Karaköy-Kadiköy y a veces no conectaba con el lugar que deseaba la persona que marcaba, sino con el que él quería.

A Galip le sorprendió que Rüya contestara al teléfono inmediatamente después de que él marcara el número de su casa. «¿Ya estás despierta?» Se sintió contento de que Rüya anduviera no en el jardín cerrado de su memoria sino en el mundo que todos conocían. Revivía ante su mirada la mesilla en la que estaba el teléfono, la habitación desordenada, la postura de Rüya: «¿Has leído el periódico que te he dejado en la mesa? Celâl ha escrito algo divertido». «No -le contestó Rüya-. ¿Qué hora es?». «¿Te acostaste tarde, no?» «Te has preparado tú solo el desayuno.» «No tuve valor para despertarte -dijo Galip-. ¿Qué estabas soñando?». «Esta noche, ya tarde, vi una cucaracha en el pasillo -le respondió Rüya con la voz acostumbrada de los marinos que avisan por la radio del lugar del mar Negro donde se ha visto una mina errante, pero añadió inquieta-: Estaba entre la puerta de la cocina y el radiador del pasillo… A las dos… Un bicho enorme». Se produjo un silencio. «¿Quieres que coja un taxi y vaya ahora mismo?», dijo Galip. «La casa da miedo cuando las cortinas están echadas», contestó Rüya. «¿Quieres que vayamos esta noche al cine? Al Konak. Y a la vuelta nos pasamos por casa de Celâl.» Rüya bostezó. «Tengo sueño.» «Duerme.» Ambos se callaron. Antes de colgar Galip oyó que Rüya volvía a bostezar de forma apenas audible.

En días posteriores, al verse obligado a recordar una y otra vez aquella conversación telefónica, Galip se sentiría incapaz de asegurar cuánto había oído no sólo de aquel indefinido bostezo sino también de las palabras que le había dirigido. Como cada vez que se acordaba de lo que Rüya le había dicho lo hacía de manera distinta y con cierta suspicacia, pensaba: «Es como si no hubiera hablado con Rüya sino con otra persona», e imaginaba que era esa otra persona quien le había engañado. En otro momento pensaría que había oído lo que Rüya le había dicho tal y como ella se lo había dicho, pero que después de aquella conversación telefónica no había sido Rüya sino él quien lentamente se había convertido en otra persona. Imaginaba de nuevo lo que creía haber oído o recordado mal, relacionándolo con aquella otra personalidad. Porque Galip, que por aquellos días escuchaba su propia voz como si fuera la de otro, comprendería perfectamente que mientras dos personas se hablan desde ambos extremos de una línea telefónica pueden convertirse en seres completamente distintos. Al principio pensó que todo se debía al viejo teléfono según un razonamiento mucho más simple: el torpe aparato sonó todo el día, lo usó todo el día.

Después de hablar con Rüya, lo primero que hizo Galip fue llamar a un inquilino que andaba en pleitos con la dueña de la casa. Luego un número equivocado. Hasta que lo llamó Iskender volvieron a preguntar dos veces más por números equivocados. Y, en una ocasión, alguien que sabía que «usted es pariente de Celâl» y que le preguntó por su número de teléfono. Iskender, que llamó después de un padre que quería salvar de la cárcel a su hijo, metido en política, y de un comerciante de hierro que preguntaba por qué era necesario sobornar al juez antes de la sentencia, también quería ponerse en contacto con Celâl.

Como Iskender era un compañero del instituto y desde aquellos años no se habían visto, le hizo un rápido resumen de los últimos quince, le felicitó por su matrimonio con Rüya y, como la mayor parte de la gente, le dijo que «sabía que acabaría así». Ahora era productor en una compañía de publicidad. Unos realizadores de la BBC, que estaban preparando un programa sobre Turquía, querían hablar con Celâl: «¡Quieren hablar ante la cámara con un columnista como Celâl, que lleva treinta años mezclándose en todo!». Iskender le contaba, con innecesario detenimiento, cómo el equipo de televisión había hablado con políticos, empresarios y sindicalistas pero que tenían que hablar con Celâl porque era a quien encontraban más interesante. «¡No te preocupes! -le contestó Galip-. Ahora mismo te lo encuentro». Le alegraba haber hallado una excusa para telefonear a Celâl. «Los del periódico llevan dos días dándome largas -le dijo Iskender-. Por eso te he llamado a ti. Desde hace dos días Celâl nunca está en el periódico. Me da la impresión de que pasa algo raro». A veces Celâl ocultaba a todo el mundo su dirección y su teléfono durante periodos de tres o cuatro días y se encerraba en una de sus casas secretas en algún lugar desconocido de Estambul, pero Galip no tenía la menor duda de que lo encontraría. «No te preocupes -repitió-. ¡Enseguida te lo encuentro!».

Se le hizo de noche sin que pudiera encontrarlo. Cada vez que a lo largo del día lo telefoneó a su casa y al periódico Galip fantaseó con la idea de que Celâl contestaría a la llamada y él cambiaría la voz y hablaría con la personalidad de otro (Galip le diría «¡Claro que he comprendido el significado especial de su artículo de hoy, hombre!», con aquella voz que ponía las tardes en que se sentaban los tres juntos – Rüya, Celâl, Galip- e imitaba a algunos de sus lectores y admiradores con una voz que parecía salir de las obras de teatro de la radio). Pero en cada una de las ocasiones en que llamó al periódico la misma secretaria le dio la misma respuesta: «Celâl Bey no ha llegado todavía». Mientras luchaba con el teléfono a lo largo del día, sólo en una ocasión pudo Galip saborear el placer de sorprender al otro con su voz.

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