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Orhan Pamuk: El libro negro

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Orhan Pamuk El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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Mientras Galip fregaba las tazas, buscaba tenedores, cuchillos y platos limpios, sacaba del frigorífico, que olía a embutido, queso fresco y aceitunas que parecían de plástico y se afeitaba con el agua que había calentado en la tetera, pensaba en hacer algún ruido que despertara a Rüya pero no lo consiguió. Pensó en otras cosas mientras se tomaba el té sin dejarlo reposar, se comía las rebanadas de pan duro y las aceitunas con tomillo y leía las palabras somnolientas del periódico que había recogido de debajo de la puerta, que había extendido abierto junto al plato y que aún olía a tinta: por la tarde podían ir a ver a Celâl o al cine Konak. Le echó un vistazo a la columna de Celâl, decidió leerla por la noche al regresar del cine y se levantó dejando el periódico abierto en la mesa y, después de haber leído una frase de la columna porque su mirada insistía en leerla, se puso el abrigo para salir, pero entró en el dormitorio. Contempló cuidadosamente un rato a su mujer, con respeto y en silencio, con las manos en los bolsillos del abrigo, repletos de hebras de tabaco, monedas y billetes usados. Dio media vuelta, tiró suavemente de la puerta y salió de la casa.

Las escaleras, recién fregadas, olían a polvo húmedo y suciedad. Fuera había un ambiente frío y fangoso oscurecido por el humo de carbón y fuel de las chimeneas de Nisantasi. Soplando al aire frío las nubes de vapor que le salían de la boca y caminando entre los montones de basura arrojada al suelo, se puso en la larga cola del taxi colectivo.

En la acera de enfrente un anciano, que se alzaba las solapas de la chaqueta con la intención de que le sirviera de abrigo, escogía un bollo del carrito del vendedor ambulante separando los de queso de los de carne picada. Galip se apartó de repente de la cola de una carrera, dobló la esquina, compró el Milliyet a un vendedor de periódicos que había montado su puesto en un portal, lo dobló y se lo colocó bajo el brazo bien apretado. En cierta ocasión había oído a Celâl imitar con voz burlona a una de sus lectoras, ya madurita: «Ah, Celâl Bey, nos gustan tanto sus columnas que hay días en que Muharrem y yo compramos dos Milliyet de pura impaciencia». Tras la imitación se rieron todos juntos, Galip, Rüya y Celâl. Mucho más tarde, después de que montara a empellones en el taxi colectivo y de que comprendiera que no podría iniciar una conversación en aquel vehículo que apestaba a tela húmeda y a tabaco, Galip, como un auténtico admirador, dobló el periódico cuidadosamente y con toda tranquilidad hasta dejarlo del tamaño exacto que le permitiera leer la columna de la segunda página, miró absorto un momento por la ventanilla y comenzó a leer la columna de aquel día de Celâl.

2. Cuando las aguas del Bósforo se retiren

«Nada puede ser tan sorprendente como la vida, excepto la escritura.»

Kitap-al Zulmet, trad. de IBN ZERHANI

al árabe del Obscuri Libri de BOTTFOLIO

¿Se han dado cuenta de que las aguas se están retirando del Bósforo? No lo creo. En estos días en que nos matamos unos a otros con la alegría y el entusiasmo de un niño que va a una feria, ¿quién de nosotros lee nada y se entera de lo que ocurre en el mundo? Incluso leemos a medias a nuestros columnistas en los muelles de los transbordadores en los que nos abrimos paso a codazos, en las paradas de los autobuses en las que nos apretujamos, en los asientos de los taxis colectivos con las letras bailando. Yo he leído la noticia en una revista francesa de geología.

El mar Negro se calienta y el Mediterráneo se enfría. Por esa razón, las aguas han comenzado a filtrarse en las inmensas cavernas que se forman al estirarse y combarse el fondo de las plataformas marítimas y, como resultado de estos movimientos tectónicos, el fondo de los estrechos de Gibraltar, de los Dardanelos y del Bósforo está comenzando a levantarse. Uno de los últimos pescadores con los que he hablado a orillas del Bósforo me contaba que ahora su barca encalla en aguas en las que antes necesitaba soltar tanta cadena como alto es un alminar para poder anclar y me preguntaba: ¿Es que al Presidente del Gobierno no le importa este asunto?

No lo sé. Lo que sé son las consecuencias que en el futuro próximo tendrá este proceso, que al parecer cada vez avanza con mayor rapidez. Está claro que dentro de muy poco tiempo ese lugar paradisíaco que en tiempos llamábamos «El Bósforo» se convertirá en un pantanal negro donde resplandecerán pecios de galeones cubiertos de barro oscuro como fantasmas que enseñan sus dientes brillantes. No es difícil suponer que al final de un largo verano ese pantanal se secará y se volverá fangoso aquí y allá como el fondo de un modesto arroyo que riega un pueblo, e incluso que las hierbas y las margaritas brotarán en las laderas regadas por cloacas que fluirán rugientes como cataratas de miles de anchas cañerías. Una nueva vida comenzará en ese profundo y salvaje valle en el que la Torre de Leandro se alzará como una colina, como una terrible y auténtica torre.

Hablo de los nuevos barrios que empezarán a levantarse en el vacío de ese barrizal al que antiguamente se llamaba «El Bósforo» entre las miradas de funcionarios del ayuntamiento provistos de libretas de multas corriendo de acá para allá: de las chabolas, de las barracas, de los bares, cabarets y lugares de esparcimiento, de los parques de atracciones con sus tiovivos, de los garitos de juego, de las mezquitas, de los conventos de derviches y los centros de facciones marxistas y de talleres de plásticos y de fábricas de medias de nailon de mala calidad… En medio de ese alboroto demencial podrán verse los restos, caídos de lado, de los barcos de la Compañía Hayriye junto a chapas de gaseosa y campos de medusas. En el último día en que de repente se retiren las aguas aparecerán entre las columnas jónicas cubiertas de algas y junto a los trasatlánticos americanos embarrancados, esqueletos de celtas y licios que imploran con sus bocas abiertas a desconocidos dioses prehistóricos. También puedo imaginar que esa civilización, que se alzará entre tesoros bizantinos cubiertos por mejillones, tenedores y cuchillos de plata y latón, barriles de vino milenario y botellas de gaseosa y afiladas proas de galeras, sacará el combustible necesario para encender sus antiguas cocinas y lámparas de un ajado petrolero rumano con las hélices clavadas en el pantanal. Pero para lo que de veras tenemos que estar preparados es para la nueva epidemia que surgirá de ese hoyo maldito regado por las cataratas de un verde intenso de las aguas fecales de todo Estambul, de los gases venenosos que brotarán de subterráneos prehistóricos, de las marismas secas, de los restos de delfines, rodaballos y peces espada y de los ejércitos de ratas que habrán descubierto su nuevo paraíso. Lo sé y lo advierto: ese día nos afectará a todos el desastre que ocurra en esa zona enferma que será sometida a cuarentena rodeándola de alambre de espinos.

Contemplaremos entonces desde nuestros balcones, desde los que en otros tiempos veíamos el reflejo de la luz de la luna brillando argéntea en las aguas sedosas del Bósforo, el brillo azulado del humo de los cadáveres quemados a toda prisa porque no pueden ser enterrados. Saborearemos ese hedor acre e irritante, mezclado con moho, de los muertos pudriéndose en las mismas mesas en las que antes tomábamos rakt oliendo la frescura embriagadora de los árboles de Judas y las madreselvas en las riberas del Bósforo. Ya no se oirán las corrientes del Bósforo en esos muelles en los que se alineaban las barcas de los pescadores ni los cantos relajantes de los pájaros en primavera sino los gritos de los que se lanzan unos contra otros con un terror mortal después de haber conseguido todo tipo de espadas, dagas, oxidadas cimitarras, pistolas y fusiles arrojados al mar en mil años de miedo a los registros. Los habitantes de Estambul que en tiempos vivían en pueblecitos a la orilla del mar ya no abrirán de par en par las ventanillas de los autobuses para sentir el olor de las algas cuando regresen agotados a casa por las tardes; al contrario, encajarán periódicos y trozos de tela en las rendijas de las ventanas de los autobuses del ayuntamiento que den a esa terrible oscuridad de abajo iluminada por llamas para que no se filtre al interior el olor a cadáveres podridos y a cieno. A partir de ese momento ya no miraremos los farolillos y los fuegos de artificio en los cafés de la ribera en los que nos mezclábamos con vendedores de globos y tortas con miel sino el resplandor rojo sangre de las minas que estallan llevándose consigo a los niños curiosos que las toquetean. Los raqueros, que antes se ganaban la vida recogiendo monedas bizantinas de ínfimo valor y latas de conserva vacías que el mar tormentoso arrojaba a las playas, abandonarán sus casas de madera en los pueblecitos, antes a la orilla de las torrenteras, y se la ganarán con molinillos de café, relojes de cuco con el pajarito envuelto en algas y pianos de cola cubiertos por una coraza de mejillones. Uno de esos días yo me introduciré silenciosamente por entre los alambres de espino para buscar en ese nuevo infierno un Cadillac negro.

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