Orhan Pamuk - Me Llamo Rojo

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Me llamo Rojo nos introduce en el esplendor y la decadencia del Imperio Turco, una potencia que llegó hasta las puertas de Viena. Viajamos hasta el siglo XVI, el sultán desea inmortalizar su figura en un lienzo, pero la ley islámica lo prohíbe. La tentación vence y cuatro artistas trabajarán en secreto, elaborando un libro lleno de imágenes nunca antes pintadas. Hasta que uno de ellos desaparece.

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Aquella frase mía le abrió aún más el apetito. Cigüeña y él comenzaron a registrar el monasterio poniéndolo todo patas arriba. Un par de veces fui con ellos simplemente para facilitarles el trabajo. Les señalé el agujero en el suelo en una de las celdas llenas de goteras tanto para que no cayeran en él como para que lo miraran bien si eso era lo que querían. Les di la enorme llave del pequeñísimo cuarto en que vivía el jeque treinta años atrás, antes de que sus seguidores se unieran a los bektasis y se dispersaran. Cuando vieron que en esa habitación en la que habían entrado con tanto entusiasmo ya no quedaban muros y que la lluvia caía directamente dentro, ni siquiera miraron.

Me agradaba que Mariposa no se hubiera unido a ellos pero notaba que lo haría en cuanto encontraran una prueba que me inculpara. Cigüeña estaba totalmente de acuerdo con Negro, el cual temía que el Maestro Osman nos entregara a los torturadores y mantenía que debíamos apoyarnos y enfrentarnos unidos al Tesorero Imperial. Comprendí que lo que movía a Negro no sólo era encontrar al asesino de su Tío y hacerle un auténtico regalo de bodas a la bella Seküre, sino introducir a los ilustradores otomanos por el camino de los maestros francos y así terminar el libro de su Tío con el nuevo presupuesto que le destinaría el Sultán consiguiendo que todos imitáramos a los francos (lo cual, más que sacrílego, resultaba ridículo). Por supuesto, también era consciente de que en el fondo de aquella conspiración estaba Cigüeña, que soñaba con ser Gran Ilustrador y que estaba dispuesto a intentar cualquier cosa para librarse de nosotros e incluso del Maestro Osman (porque todo el mundo suponía que el Maestro Osman prefería a Mariposa) con tal de asegurarse el puesto.

Por un instante me sentí confuso. Medité largo rato escuchando la lluvia. Luego, como alguien que se introduce entre la multitud e intenta entregar una petición a su soberano o al gran visir cuando pasan a caballo, pero movido por una profunda inspiración me acerqué a Cigüeña y a Negro. Les conduje por una antesala oscura y por una puerta enorme y les llevé al lugar terrible que en tiempos había sido cocina. Les pregunté si habían podido encontrar algo entre los escombros; por supuesto que no. No quedaba ni el menor rastro de los pucheros, los cazos y sartenes y los fuelles que se habían usado para cocinar para los pobres. Ni siquiera había intentado limpiar nunca aquel lugar estremecedor cubierto de telarañas, polvo, barro, mierda de perros y gatos y escombros. En su interior, como siempre, soplaba un viento de origen impreciso pero violento que debilitaba la luz de la lámpara empalideciendo y oscureciendo nuestras sombras.

– Habéis buscado mi tesoro escondido pero no habéis podido encontrarlo.

Abrí la mano y usé el dorso como escoba, como solía, para despejar de cenizas los restos de lo que treinta años antes había sido un hogar para el fuego, agarré por el asidero la tapa del horno que surgió debajo de ellas y tiré provocando un chirrido. Sostuve la lámpara frente a la pequeña boca del horno. Nunca se me olvidará cómo Cigüeña atacó antes de que Negro pudiera reaccionar y cómo agarró las bolsas de cuero que había en el interior. Iba a abrirlas allí mismo, frente a la puerta del horno, pero como yo regresé a la habitación grande y Negro vino detrás de mí temiendo quedarse allí solo, Cigüeña nos siguió con sus largas y delgadas piernas.

Se quedaron indecisos por un momento cuando vieron que de una de las bolsas salían mi ropa limpia, unos calcetines de lana, unos zaragüelles, unos calzones rojos, mi mejor chaleco, una camisa de seda, mi navaja de afeitar, un peine y otros objetos personales. De la otra pesada bolsa, que abrió Negro, surgieron cincuenta y tres monedas venecianas de oro, hojas de pan de oro que había ido robando en los últimos años del taller, el cuaderno de modelos que había ocultado a todo el mundo con más hojas de pan de oro robadas entre sus páginas, ilustraciones obscenas, parte de las cuales había hecho yo mismo mientras que el resto las había ido recolectando a izquierda y derecha, un anillo de ágata y un mechón de pelo blanco que me habían quedado como recuerdo de mi madre y mis mejores cálamos y pinceles.

– Si fuera un asesino, como creéis -les dije con un orgullo estúpido-, de mi tesoro secreto no habría salido todo esto, sino la última ilustración.

– ¿Y por qué ha salido esto? -me preguntó Cigüeña.

– Cuando los hombres del Comandante de la Guardia registraron mi casa, como registraron la tuya, se echaron al bolsillo con todo descaro dos de esas monedas que me he pasado la vida ahorrando. Pensé que volverían a registrarnos por culpa de ese miserable asesino, y tenía razón. Si tuviera esa última ilustración, estaría aquí.

Fue un error decir esa última frase, pero, no obstante, pude notar que se tranquilizaban y que ya no tendrían miedo a que les estrangulara en algún rincón oscuro del monasterio. ¿Me habéis creído vosotros también?

Ahora fue mi corazón el que se llenó de inquietud. Lo que me reconcomía no era tanto el hecho de que mis compañeros ilustradores, que me conocían desde que éramos niños, se enteraran de que llevaba tiempo ahorrando dinero de manera avarienta, ni de que robaba pan de oro y lo escondía, ni, todavía peor, que vieran mis pinturas obscenas y mi cuaderno de modelos. En realidad, de lo que me arrepentía era de haberles mostrado todo aquello a mis amigos ilustradores en un momento de pánico. Sólo el misterio de alguien que vive bastante a la buena de Dios puede ser expuesto con tanta facilidad.

– A pesar de todo -dijo Negro mucho después-, tenemos que decidir lo que vamos a contar cuando nos torturen si el Maestro Osman nos entrega con total indiferencia al Comandante de la Guardia sin avisar y sin señalar a ninguno de nosotros como culpable.

Podía sentir que sobre nosotros había caído una cierta incapacidad de pensar, una cierta depresión. Cigüeña y Mariposa observaban las pinturas obscenas de mi cuaderno a la pálida luz de la lámpara. Tenían el aspecto de que nada les importara; incluso parecían espantosamente contentos. Sentí un intenso deseo de ver la página que estaban mirando aunque podía suponer muy bien cuál era y me puse en pie, me planté tras ellos y observé excitado y en silencio, como si me acordara de nuevo de un recuerdo feliz que hubiera quedado muy atrás, la ilustración indecente que yo mismo había pintado. El hecho de que los cuatro observáramos juntos aquella pintura tranquilizaba profundamente mi corazón por algún extraño motivo.

– ¿Cómo pueden ser iguales el ciego y el que ve? -dijo Cigüeña después de largo rato. ¿Insinuaba que el placer de la vista que Dios nos había dado era sublime aunque lo que viéramos fuera una indecencia? Pero Cigüeña no entendía de esas cosas, nunca leía el Sagrado Corán. Yo sabía que esa aleya la recordaban a menudo los antiguos maestros de Herat. Los grandes maestros usaban aquella frase como respuesta a las amenazas de los enemigos de la pintura que afirmaban que nuestra religión la prohibía y que el Día del Juicio los ilustradores serían enviados al Infierno. Pero hasta ese momento mágico nunca había oído aquellas palabras que parecieron surgir por sí solas de la boca de Mariposa:

– ¡Me gustaría hacer una pintura que demostrara que el ciego y el que ve no son iguales!

– ¿Quién es el ciego y quién el que ve? -preguntó Negro inocentemente.

– El ciego y el que ve no pueden ser iguales, eso es lo que significa wa m â yastawî-l' â m à wa-l bâsir û n -dijo Mariposa, y añadió:

No son iguales las tinieblas y la luz.

No son iguales sombra y el lugar ardiente,

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