Orhan Pamuk - Me Llamo Rojo

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Me llamo Rojo nos introduce en el esplendor y la decadencia del Imperio Turco, una potencia que llegó hasta las puertas de Viena. Viajamos hasta el siglo XVI, el sultán desea inmortalizar su figura en un lienzo, pero la ley islámica lo prohíbe. La tentación vence y cuatro artistas trabajarán en secreto, elaborando un libro lleno de imágenes nunca antes pintadas. Hasta que uno de ellos desaparece.

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¿Hasta qué punto habían estado atentos el gordito Mariposa y el serio Negro (parecía un fantasma) a todo lo que les había contado mientras hurgaban en mis cosas con el placer que da levantar cada tapadera y mirar debajo de cada piedra? Cuando se encontraron en el cofre tallados mis botas, mi armadura y mi equipo de campaña vi la envidia en el rostro infantil de Mariposa y de nuevo proclamé con orgullo algo que todo el mundo sabía: ¡Soy el primer ilustrador musulmán que ha ido a la guerra con el ejército y que ha pintado en los Libros de las victorias lo que ha visto después de observar con atención los disparos de los cañones, las torres de las fortalezas enemigas, los colores de los ropajes de los soldados infieles, cadáveres yaciendo junto a pilas de cabezas en las orillas de los arroyos, y caballeros armados alineándose y pasando al ataque!

Como Mariposa me pidió que le enseñara cómo se ponía la armadura me quité sin que me diera la menor vergüenza la túnica forrada de piel de conejo, la camisa, los zaragüelles y los calzones. Complacido de que me contemplaran a la luz del fuego, me puse los calzones largos y limpios que se llevan bajo la armadura, la camisa de gruesa sarga roja para el frío, los calcetines de lana, las botas de piel amarilla y, encima de ellas, las polainas. Saqué de su envoltura el peto, me lo puse feliz, le di la espalda a Mariposa y, como si se lo ordenara a mi paje, le dije que me atara con fuerza los nudos y que me colocara las hombreras tal y como le indicaba. Me puse los avambrazos, los guanteletes, el tahalí de pelo de camello para la espada y cuando por fin me estaba colocando el yelmo damasquinado que usaba en las ceremonias, les dije orgulloso que a partir de entonces las escenas de batallas ya nunca se pintarían como antes. Ya no es posible pintar los caballeros de dos ejércitos alineados frente a frente usando la misma plantilla y dándole simplemente la vuelta, les dije. A partir de ahora en los talleres de la Casa de Osman las escenas de batallas se pintarán tal y como yo las he visto y reproducido, ¡con los ejércitos, los caballos, las armaduras y los muertos ensangrentados mezclándose unos con otros!

– El ilustrador no pinta lo que ve, sino lo que Dios ve -dijo Mariposa envidioso.

– Sí, pero el Altísimo también ve lo que nosotros vemos -le respondí.

– Por supuesto que Dios ve lo que nosotros vemos, pero lo hace de otra manera -me replicó como si me reprendiera-. La batalla que nosotros vemos desconcertados como algo confuso, El, con Su Omnipresencia, la ve como dos ejércitos ordenadamente alineados frente a frente.

Por supuesto tenía una respuesta para aquello. Me habría gustado decirle: «Creamos en Dios y pintemos sólo lo que nos muestra, no lo que nos oculta», pero guardé silencio. Pero no me callé porque temiera que Mariposa me acusara de imitar a los francos ni porque estuviera golpeando despiadadamente mi peto y mi yelmo con el filo de su daga con la excusa de probarlos. Me contuve calculando que sólo si me ganaba a aquel estúpido de ojos bonitos y a Negro podríamos librarnos de la conspiración de Aceituna.

En cuanto comprendieron que no lo encontrarían aquí me dijeron lo que buscaban. Había una ilustración que el miserable asesino había robado… Les contesté que, de hecho, ya habían registrado mi casa por ese mismo motivo, pero que el astuto asesino (estaba pensando en Aceituna) la habría ocultado en un lugar inalcanzable; pero ¿hasta qué punto hicieron caso de lo que les decía? Negro me habló con todo detalle del caballo con los ollares cortados y me explicó que los tres días que Nuestro Sultán había concedido al Maestro Osman estaban a punto de agotarse. Cuando yo le insistí en que me aclarara el significado de los caballos con los ollares cortados, me respondió mirándome directamente a los ojos que el Maestro Osman, como prueba, los había relacionado con Aceituna, pero que sospechaba sobre todo de mí porque estaba seguro de mi ambición.

En principio daba la impresión de que habían venido aquí dispuestos a creer que yo era el asesino y a probarlo, pero, en mi opinión, ése no era el único motivo. También habían llamado a mi puerta por soledad y desesperación. Cuando les abrí, la daga que Mariposa sostenía hacia mí estaba temblando. No sólo les aterrorizaba la idea de que el miserable asesino, cuya identidad eran incapaces de descubrir, se les acercara con una amistosa sonrisa, les arrinconara en la oscuridad y les cortara la garganta, sino que además les quitaba el sueño pensar que el Maestro Osman llegara a un acuerdo con Nuestro Sultán y con el Tesorero Imperial y les entregara a los torturadores y les hundía la moral la muchedumbre de erzurumíes de fuera. Abrumados por aquella ansiedad, querían ser mis amigos. Pero el Maestro Osman les había dicho justo lo contrario. Ahora, tal y como sinceramente deseaban, tenía que demostrarles con toda precisión que lo cierto era exactamente lo opuesto de lo que él les había contado.

Afirmar que el gran maestro se equivocaba, que chocheaba, me habría supuesto enfrentarme de inmediato a Mariposa. Porque en los ojos nublados del hermoso ilustrador de pestañas como mariposas, que seguía golpeando mi armadura con la daga, me parecía ver aún las pálidas llamas del amor que todavía sentía por el gran maestro de quien había sido el favorito. En mis años de juventud, la intimidad de aquella pareja, maestro y aprendiz, había sido blanco de las pullas en extremo envidiosas de los demás ilustradores, pero a ellos no les importaba y se lanzaban largas miradas y se acariciaban delante de todo el mundo y más tarde el Maestro Osman anunciaba cruelmente que Mariposa poseía el cálamo más diestro y la paleta de colores más sólida. Aquel juicio, que era cierto la mayor parte de las veces, daba paso a interminables juegos de palabras entre los ilustradores envidiosos, que usaban los cálamos, los pinceles y los tinteros para hacer alusiones indecentes, insinuaciones diabólicas y metáforas obscenas. Por esa razón hoy no soy yo el único en notar que el Maestro Osman quiere que sea Mariposa quien le suceda al frente del taller. Hace mucho tiempo que he comprendido que eso es lo que el gran maestro tiene en la cabeza en realidad mientras les habla a los demás de mi belicosidad, de mi mal carácter y de mi testarudez. Cree, con toda la razón, que me inclino mucho más por los estilos de los francos que Aceituna y Mariposa y sabe que no podrá ignorar los nuevos caprichos de Nuestro Sultán diciéndole simplemente «Los maestros antiguos nunca habrían pintado así».

Era consciente de que en ese punto podría contar con la plena colaboración de Negro. Nuestro flamante y entusiasta recién casado debía de querer con todas sus fuerzas terminar el libro de su difunto Tío no sólo para conquistar el corazón de la hermosa Seküre y demostrar que podía ocupar el lugar de su padre, sino también para ganar el favor de Nuestro Sultán por el camino más corto.

Así pues, tiré del hilo por donde menos lo esperaban e inicié la cuestión afirmando que el libro del Tío era un milagro feliz como nunca se había visto otro igual. Cuando aquella maravilla quedara terminada tal y como Nuestro Sultán había ordenado y como el difunto señor Tío quería, haría que el mundo entero se quedara con la boca abierta ante el poder y la riqueza del sultán otomano y ante el talento, la elegancia y la habilidad de nosotros, sus maestros ilustradores. Nos temerían y les inquietarían nuestra fuerza y nuestra firmeza y, observando cómo nos reíamos, cómo cogíamos lo que nos apetecía del estilo de los maestros francos, cómo usábamos alegres colores y cómo éramos capaces de ver hasta el más mínimo de los detalles, comprenderían aterrorizados algo que sólo en muy escasas ocasiones notan los más inteligentes de los sultanes, que nos situamos tanto en algún lugar en el interior del mundo que pintamos como muy lejos de él, entre los maestros antiguos.

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