Orhan Pamuk - Me Llamo Rojo
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– En el libro de mi Tío hay las mismas ilustraciones -dijo.
– Tanto el cuentista como el dueño del café se habían dado cuenta de que sería más inteligente que fueran ilustradores quienes pintaran las imágenes que se iban a colgar de las paredes cada noche. Nos hacían que dibujáramos algo a toda prisa en papel basto, el cuentista nos preguntaba un poco por la historia y por algunos chistes de ilustradores y con eso y con lo que añadía de su propia cosecha narraba sus cuentos.
– ¿Por qué dibujaste para él la misma ilustración de la muerte que habías hecho para mi Tío?
– Era una figura aislada, tal y como me lo había pedido el cuentista. Pero no la pinté esforzándome tanto como con la del libro de tu Tío, sino deprisa y a vuelapluma. Y también los otros, quizá como burla, dibujaron para el cuentista lo que habían pintado para ese libro secreto de una manera más burda y simple.
– ¿Quién pintó el caballo? -me preguntó-. Tiene los ollares cortados.
Acercamos la lámpara y contemplamos el caballo con admiración. Se parecía al caballo hecho para el libro de su Tío, pero había sido dibujado más deprisa, con menos cuidado y para satisfacer un placer más vulgar. Era como si alguien no se hubiera limitado a pagar menos al ilustrador y a obligarle a trabajar con mayor prisa, sino que además le hubiera forzado a pintar un caballo más tosco y, quizá por esa misma razón, más realista.
– Quien mejor puede saber quién ha pintado este caballo es Cigüeña -respondí-. Ese imbécil pagado de sí mismo va cada noche al café porque no sabe vivir sin los cotilleos de los ilustradores. Estoy seguro de que este caballo lo ha pintado Cigüeña.
56. Me llaman Cigüeña
Mariposa y Negro llegaron a mitad de la noche, colocaron alineadas las pinturas en el suelo y me pidieron que les dijera quién había hecho cada ilustración. Cuando éramos niños jugábamos a «¿De quién es el turbante?»; a eso se parecía. Se dibujaban los gorros de un religioso, de un caballero, de un cadí, de un verdugo, de un tesorero y de un secretario y había que emparejarlos con los nombres respectivos, escritos en unos papeles boca abajo.
Les dije que yo mismo había dibujado el perro. Entre todos le habíamos contado su historia al narrador vilmente asesinado. Expliqué que la Muerte, sobre la que ondeaba la luz de lámpara, la había dibujado el encantador Mariposa, que me apoyaba la daga en la garganta. También recordaba que había sido Aceituna quien había dibujado con gran entusiasmo al Diablo; aunque su historia quizá fuera invención del difunto cuentista. Yo había comenzado el árbol y las hojas habían sido pintadas entre todos los ilustradores que iban al café. Nosotros le habíamos contado la historia. Lo mismo había ocurrido con el Rojo: en un papel había caído una gota de rojo y el tacaño cuentista nos preguntó si de allí podría salir un cartel. Así que echamos más rojo y luego todos los ilustradores pintaron algo de ese color en cada rincón y le contaron la historia de lo que habían pintado para que el cuentista la narrara por nosotros. Este hermoso caballo lo había dibujado, bravo por él, Aceituna y creía recordar que Mariposa había hecho la mujer triste. En ese momento Mariposa apartó la daga de mi garganta y le dijo a Negro que realmente había sido él quien había pintado a la hermosa mujer, sí, ahora lo recordaba. Todos habíamos trabajado en la moneda del mercado y Aceituna, descendiente de kalenderis, había pintado a los dos derviches. Su secta se fundamenta en mendigar y en follarse muchachos apuestos y su jeque, Evhad-üd Dini Kirmani, había escrito al respecto un libro hacía doscientos cincuenta años en el que decía en verso que la perfección de Dios se encontraba en las caras hermosas.
Hermanos maestros ilustradores, perdonad por el desorden de mi casa, me habéis pillado desprevenido, ni os he podido ofrecer café con ámbar ni he podido sacaros toronjas dulces porque mi mujer está durmiendo en el cuarto de dentro. Les dije todo aquello para que cuando no encontraran lo que buscaban entre las telas de sarga, las cintas, los fajines de verano de seda de la India y de tul, los estampados y los mandiles persas que había en las cestas y baúles que habían abierto con tanto entusiasmo y que registraban hasta el fondo, ni debajo de las alfombras y los almohadones, ni en las páginas ilustradas que había preparado para todo tipo de libros, no entraran a saco en la otra habitación y yo no me viera obligado a mancharme las manos de sangre.
No obstante, he de confesar que me produjo cierto placer comportarme como si les tuviera mucho miedo: el talento de un ilustrador se basa en estar absolutamente atento a la belleza del instante presente y tomárselo todo en serio, hasta el menor detalle, mientras al mismo tiempo es capaz de retirarse un paso y, como si lo observara en un espejo, introducir entre él y el mundo, que tan en serio se toma a sí mismo, su habilidad y la distancia que le proporciona la ironía.
Así pues, y en respuesta a sus preguntas, les expliqué que sí, que cuando los erzurumíes atacaron el café había una bonita multitud como la mayor parte de las noches, que seríamos unos cuarenta entre, además de mí mismo, Aceituna, Nasir el enmarcador, Cemal el calígrafo, dos jóvenes ayudantes de ilustrador, los dos calígrafos adolescentes que no se separaban de ellos, Rahmi el aprendiz, de hermosura sin igual, otros bellos aprendices, seis o siete poetas, borrachos, adictos al hachís y derviches, y otros que habían enredado al dueño del café consiguiendo unirse a tan alegre e ingenioso grupo. Les expliqué que cuando comenzó el ataque se había producido una enorme confusión y que toda aquella pandilla de vagos tan aficionados a las indecencias que podía ofrecerles el dueño del café había comenzado a huir por las puertas, tanto por la trasera como por la delantera, con el pánico que produce el saberse culpable y que a nadie se le había ocurrido defender con valentía ni el establecimiento ni al pobre cuentista anciano vestido de mujer. ¿Que si lo lamentaba? ¡Sí! Yo, Mustafa el Creador, llamado Cigüeña, que había consagrado sinceramente mi vida entera a la pintura, consideraba necesario sentarme en algún lugar cada noche con mis hermanos ilustradores para charlar, bromear y burlarme de los demás, para decir palabras galanas, recitar poemas y hacer juegos de palabras en verso, les confesé mirando a los ojos del imbécil de Mariposa, que tenía el aspecto de un muchacho gordito y llorica al que la envidia le hace sufrir lo indecible. Vuestra mariposa, que seguía teniendo los ojos tan hermosos como los de un niño, de aprendiz era toda una belleza, sensible y de piel exquisita.
Así pues, y de nuevo en respuesta a sus preguntas, les conté cómo dos días después de que el difunto anciano cuentista, que en paz descanse y que se dedicaba a ir de ciudad en ciudad y de barrio en barrio, hubiera comenzado a distraer al público con su elocuencia en aquel café tan frecuentado por ilustradores, uno de ellos, quizá embriagado por el café, había colgado una pintura de la pared por hacer una gracia y el parlanchín cuentista lo notó, y también como gracia, había respondido comenzando una larga parrafada como si él mismo fuera el perro que aparecía en la pintura y como aquello gustó, continuó cada noche con los dibujos que le hacían los maestros ilustradores y con las bromas que le susurraban al oído. Como las pullas dirigidas al predicador de Erzurum agradaban a los ilustradores, que tanto temían su ira, y atraían al café a muchos nuevos clientes, el propietario, que era de Edirne, las fomentaba.
Me dijeron que aquellas pinturas que me habían enseñado y que el cuentista colgaba tras él cada noche las habían encontrado cuando registraron la casa vacía de nuestro hermano Aceituna y me pidieron que les diera mi opinión. Les respondí que no hacía falta que les diera mi opinión y que el propietario del café, como Aceituna, era un derviche kalenderi, un pordiosero, un ladrón, un salvaje, un miserable. Les expliqué que probablemente el simple de Maese Donoso, aterrorizado por las palabras del Señor Predicador, especialmente por las que pronunciaba tan ceñudo en los sermones de los viernes, habría ido a denunciar todo aquello a los erzurumíes. O, les dije, mucho más probablemente, cuando intentó avisarles de que no siguieran con aquello, Aceituna, que era de la misma calaña que el propietario del café, asesinó despiadadamente al pobre iluminador. Los erzurumíes, furiosos, habían matado al señor Tío, bien porque Maese Donoso les había hablado de su libro o bien porque le consideraban responsable, y hoy, como segunda venganza, habían asaltado el café.
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