Amy Tan - El club De la buena Estrella

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Cuatro mujeres chinas se reúnen regularmente en San Francisco para jugar al mah-jong, disfrutar de la comida china y contarse historias relacionadas con su pasado.
A la muerte de su madre, June Woo debe ocupar su puesto en esos nostálgicos encuentros. A partir de ahí, June no sólo redescubrirá la figura de su difunta madre, sino las diversas vivencias de esas valientes mujeres que se enfrentan al desinterés que sus hijas demuestran por su cultura de origen.
Un libro vigoroso y lleno de magia que nos descubre lo que puede unir y salvaguardarse entre distintas generaciones, entre dos conceptos de vida radicalmente distintos.

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Mi madre acertó en la predicción de mis penurias. El trabajo en una fábrica de galletas fue el peor de todos. Grandes máquinas negras funcionaban día y noche, vertiendo pequeñas tortas en unas planchas redondas móviles. Las otras mujeres y yo nos sentábamos en altos taburetes y, cuando las tortitas pasaban, teníamos que cogerlas de la plancha caliente, precisamente cuando se doraban. Poníamos una tira de papel en el centro, doblábamos la galleta por la mitad y torcíamos los extremos hacia atrás, en el momento en que se endurecía. Si cogías la torta demasiado pronto, te quemabas los dedos con la pasta caliente y húmeda, pero si la cogías demasiado tarde, la galleta se endurecía antes de que pudieras completar el primer pliegue. Tenías que echar tus errores a un cubo, y te los descontaban, porque el propietario sólo podía venderlos como restos.

Al terminar la primera jornada, tenía los diez dedos de las manos enrojecidos. Aquél no era trabajo para una persona estúpida. Tenías que aprender con rapidez o los dedos se te convertirían en salchichas fritas. Por eso al día siguiente sólo me ardieron los ojos, porque no los aparté ni un momento de las tortas, y al otro me dolieron los brazos por haberlos mantenido extendidos y dispuestos a coger las tortas en el momento preciso. Pero al finalizar la primera semana se convirtió en un trabajo automático y pude relajarme lo suficiente para fijarme en quién trabajaba a cada lado. Una de ellas era una mujer mayor que nunca sonreía y hablaba consigo misma en cantonés cuando estaba enfadada. Hablaba como una loca. A mi otro lado había una mujer más o menos de mi edad, cuyo cubo contenía muy pocos desperdicios, pero yo sospechaba que se comía sus errores, pues estaba muy rolliza.

– ¡Eh, Syaujye! -me llamó alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido de las máquinas. Me alivió oír su voz y descubrir que ambas hablábamos mandarín, aunque su dialecto tenía un sonido áspero-. ¿Has pensado alguna vez que llegarías a tener el poder de determinar la suerte de otros? -me preguntó.

No comprendí a qué se refería, y ella cogió una de las tiras de papel y leyó, primero en inglés: «No te querelles ni laves tus trapos sucios en público, porque la suciedad irá a parar al vencedor». Entonces me tradujo al chino: «No debes pelearte y hacer la colada al mismo tiempo, Si ganas, se te ensuciará la ropa».

Yo seguía sin saber lo que quería decir. Entonces cogió otra tira de papel y leyó en inglés: «El dinero es la raíz de todos los males. Mira a tu alrededor y ahonda más». Y me explicó en chino: «El dinero es una mala influencia. Te vuelves descontento y robas tumbas».

– ¿Qué son estas tonterías? -le pregunté, guardándome las tiras de papel en el bolsillo, con la intención de estudiar los proverbios norteamericanos clásicos.

– Son tiras de la suerte. Los norteamericanos creen que los chinos escriben estas cosas.

– ¡Pero jamás decimos unas cosas tan absurdas! Estos no son horóscopos ni buenaventuras, sino malas instrucciones.

– No, señorita -dijo ella, riendo-. Son tiras de la suerte. Tenemos la mala suerte de estar aquí, metiendo las tiras en las galletas, y otros tienen la mala suerte de comprarlas.

Así es como conocí a An-mei Hsu. Sí, sí, la tía An-mei, ahora tan anticuada. Todavía nos reímos recordando aquellas extrañas tiras de la suerte, que más adelante fueron muy útiles y me ayudaron a encontrar marido.

– Eh, Lindo -me dijo An-mei un día en el trabajo-: Ven a mi iglesia este domingo, Mi marido tiene un amigo que está buscando una buena esposa china. No tiene la ciudadanía, pero estoy segura de que sabe cómo se puede conseguir.

Aquella fue la primera vez que oí hablar de Tin Jong, tu padre. No fue como mi primer matrimonio, en el que todo estuvo convenido. No, en esta ocasión tenía alternativa, podía aceptarle como marido o no aceptarle y regresar a China.

Nada más vede supe que había un inconveniente: ¡era cantonés! ¿Cómo podía pensar An-mei que me casaría con semejante persona? Pero ella se limitó a decir: «Ya no estamos en China y no estás obligada a casarte con un muchacho del pueblo. Aquí todo el mundo es del mismo pueblo aunque proceda de distintas zonas de China». Ya ves cómo ha cambiado tía An-mei desde aquellos viejos tiempos.

Al principio, tu padre y yo éramos tímidos y no podíamos comunicamos en nuestros dialectos respectivos. Íbamos juntos a las clases de inglés, hablábamos entre nosotros con las palabras del nuevo idioma y, a veces, escribíamos en un trozo de papel un ideograma chino para aclarar lo que queríamos decir. Por lo menos teníamos eso, un trozo de papel que nos unía. Pero es difícil conocer las intenciones matrimoniales de alguien cuando no puede decir las cosas a viva voz. Esos pequeños signos, las palabras burlonas, mandonas, regañonas, son los que te permiten saber si sus intenciones son serias, Sólo podíamos hablar a la manera de nuestro profesor de inglés: veo un gato, veo un pato, veo un plato.

Pero no tardé en ver cuánto le gustaba a tu padre. El hacía una representación teatral china para mostrarme lo que quería decir. Corría de un lado a otro, daba brincos, se pasaba los dedos por el cabello, y así yo sabía -mangjile!- cuán dinámica y excitante era la Pacific Telephone, la compañía donde él trabajaba. ¿No conocías esta faceta de tu padre, lo buen actor que puede ser? ¿No sabías que tu padre tenía tanto pelo?

Sí, más adelante descubrí que su trabajo no era tal como él lo describía. No era tan bueno. Todavía hoy, ahora que puedo hablar cantonés con tu padre, siempre le pregunto por qué no busca una situación mejor, pero él actúa como si estuviéramos en aquellos viejos tiempos, cuando no podía comprender nada de lo que yo le decía.

A veces me pregunto por qué quise casarme con tu padre. Creo que An-mei me inculcó la idea.

– En las películas, los chicos y las chicas siempre se están pasando notas en la clase -me dijo-. Así es como se meten en líos. Es preciso que te metas en líos para que ese hombre comprenda tus intenciones. De lo contrario, te harás vieja antes de que llegue a darse cuenta.

Aquella tarde An-mei y yo fuimos a trabajar y buscamos entre las tiras de la suerte que acompañaban las galletas, tratando de encontrar las instrucciones correctas para dárselas a tu padre. An-mei las leía en voz alta, poniendo a un lado las que podían servir: «Los diamantes son el mejor amigo de una chica. No te conformes nunca con un compañero». «Si tienes tales pensamientos, es hora de que te cases.» «Confucio dice que una mujer vale mil palabras. Dile a tu esposa que ha agotado su cupo.»

Estas frases nos hicieron reír, pero supe cuál era la apropiada cuando di con ella. Decía: «Una casa no es un hogar si no hay en ella una desposada». Esta vez no me reí. Coloqué la tira en una torta y doblé la galleta con todo mi corazón.

La tarde siguiente, al salir de la escuela, metí la mano en mi bolso e hice una mueca, como si me la hubiera mordido un ratón.

– ¿Qué es esto? -exclamé, y entonces saqué la galleta y se la ofrecí a tu padre-. ¡Ah! Después de pasarme el día entero entre galletas, sólo verlas me da náuseas. Anda, tómala.

Sabía incluso que él era por naturaleza un hombre que no desaprovechaba nada. Abrió la galleta, la mordisqueó y entonces leyó la tira de papel.

– ¿Qué dice? -le pregunté, procurando actuar como si no tuviera importancia. Y al ver que él seguía mudo, le pedí-: Tradúcelo, por favor.

Estábamos paseando por Portsmouth Square, la niebla ya se había asentado y tenía frío bajo mi chaqueta delgada. Confiaba en que tu padre se apresurase a pedirme en matrimonio, pero él mantuvo su expresión seria y dijo:

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