Amy Tan - El club De la buena Estrella

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Cuatro mujeres chinas se reúnen regularmente en San Francisco para jugar al mah-jong, disfrutar de la comida china y contarse historias relacionadas con su pasado.
A la muerte de su madre, June Woo debe ocupar su puesto en esos nostálgicos encuentros. A partir de ahí, June no sólo redescubrirá la figura de su difunta madre, sino las diversas vivencias de esas valientes mujeres que se enfrentan al desinterés que sus hijas demuestran por su cultura de origen.
Un libro vigoroso y lleno de magia que nos descubre lo que puede unir y salvaguardarse entre distintas generaciones, entre dos conceptos de vida radicalmente distintos.

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– No conozco la palabra «desposada». Esta noche la buscaré en el diccionario y mañana te diré el significado.

Al día siguiente me preguntó en inglés:

– Lindo, ¿quieres desposearme?

Me eché a reír y le dije que no decía bien la palabra. El replicó con una broma confuciana, diciéndome que si las palabras eran erróneas, entonces las intenciones también debían serlo. Nos pasamos todo aquel día reprendiéndonos y bromeando, y así fue cómo decidimos casamos.

Al cabo de un mes celebramos la ceremonia en la Primera Iglesia Bautista China, donde nos habíamos conocido. Y nueve meses después tu padre y yo recibimos nuestra prueba de ciudadanía, un hijo varón, tu hermano mayor Winston. Le puse Winston porque me gustaba el significado de esas dos palabras, «wins ton». [8]Quería criar un hijo que pudiera ganar muchas cosas, alabanzas, dinero, una buena vida. Entonces pensé: «Por fin tengo todo lo que quería». Me sentía tan feliz que no me daba cuenta de que éramos pobres. Sólo veía lo que teníamos. ¿Cómo iba a saber que Winston moriría en un accidente de automóvil? ¡Tan joven, con sólo dieciséis años!

Dos años después del nacimiento de Winston, llegó tu otro hermano, Vincent. Le llamé Vincent, que suena como «win cent», [9]para hacer dinero, porque empezaba a pensar que no teníamos suficiente. Y entonces me aplasté la nariz cuando viajaba en el autobús. Poco después naciste tú.

No sé cuál fue el motivo de mi cambio. Tal vez la nariz torcida dañó mi pensamiento. Tal vez fue el verte tan pequeña y tan parecida a mí, lo cual hizo que me sintiera insatisfecha de mi vida. Quería lo mejor para ti. Quería que tuvieras las mejores circunstancias, el mejor carácter. No quería que lamentaras nada. Y por eso te puse por nombre Waverly, el de la calle donde vivíamos, pues quería que pensaras: «Este es el lugar al que pertenezco». Pero también sabía que si te ponía el nombre de esta calle; no tardarías en crecer, te irías de aquí y te llevarías una parte de mí contigo.

***

El señor Rory me está cepillando el pelo. Es todo suave. Todo negro.

– Tienes un aspecto magnífico, mamá -dice mi hija-. Los invitados a la boda te tomarán por mi hermana.

Contemplo mi rostro en el espejo de la peluquería. Veo mi reflejo y no puedo ver mis defectos, pero sé que están ahí. Le di a mi hija esos defectos, los mismos ojos, las mismas mejillas, el mismo mentón. Su carácter derivó de mis circunstancias. Miro a mi hija y ahora lo veo por primera vez.

Ai-ya! ¿Qué te ha pasado en la nariz?

Ella se mira en el espejo y no ve nada.

– ¿Qué quieres decir? No me ha pasado nada. Es la nariz de siempre.

– ¿Pero cómo se te torció? -le pregunto. Un lado de su nariz se curva hacia abajo, arrastrando la mejilla consigo.

– ¿Pero qué dices? Es tu nariz. La heredé de ti.

– ¿Cómo es posible tal cosa? Es una nariz caída. Debes corregirla con cirugía plástica.

Pero mi hija no hace caso de mis palabras y pone su rostro sonriente junto al mío preocupado.

– No seas tonta. Nuestra nariz no está tan mal. Nos da un aspecto tortuoso.

Parece satisfecha de lo que acaba de decir.

– ¿Qué significa «tortuoso»? -le pregunto.

– Significa que miramos en una dirección mientras seguimos otra. Nos inclinamos a un lado pero también al otro, hablamos en serio pero nuestras intenciones son diferentes.

– ¿La gente puede ver eso en nuestra cara?

Mi hija se ríe.

– Bueno, no todo lo que pensamos. Sólo saben que tenemos dos semblantes.

– ¿Y eso es bueno?

– Lo es si consigues lo que quieres.

Pienso en nuestros dos semblantes y en mis intenciones. ¿Cuál es el norteamericano? ¿Cuál es el chino? ¿Cuál es mejor? Si muestras uno, siempre debes sacrificar el otro.

Es como lo que sucedió cuando fui a China el año pasado, después de casi cuarenta años de haber salido de allí. Me quité mis lujosas joyas, no me puse vestidos llamativos, hablé su idioma y usé su moneda local, pero aun así se dieron cuenta, supieron que mi rostro no era chino al cien por ciento y siguieron cobrándome los altos precios que piden a los extranjeros.

Así pues, ahora pienso: ¿qué perdí?, ¿qué obtuve a cambio? Le preguntaré a mi hija qué piensa ella.

JING-MEI WOO

Un par de billetes

En el instante en que nuestro tren abandona la frontera de Hong Kong y entra en Shenze, China, me siento distinta. Noto un cosquilleo en la frente, mi sangre se apresura por una nueva ruta, experimento en lo más hondo un viejo dolor familiar. Y pienso que mi madre tenía razón. Me estoy volviendo china.

«Es inevitable», me dijo mi madre cuando yo tenía quince años y había negado con vehemencia que hubiera en mí algo chino bajo la piel. Estudiaba el segundo curso en la escuela secundaria Galileo de San Francisco, y todos mis amigos occidentales estaban de acuerdo en que yo era tan china como ellos. Pero mi madre había estudiado en una famosa escuela de enfermería en Shanghai, y afirmaba poseer grandes conocimientos de genética. Por eso no abrigaba duda alguna, al margen de que yo estuviera de acuerdo o no: cuando naces china, no puedes evitar el hecho de que piensas y sientes como una china.

– Algún día lo verás -me dijo-. Lo llevas en la sangre, esperando que lo liberes.

Y al oír estas palabras me vi transformándome como una mujer lobo, un fragmento mutante de DNA estimulado de súbito, reproduciéndose insidiosamente en un síndrome, un manojo de reveladores hábitos chinos, todas aquellas cosas que hacía mi madre para ponerme en apuros… el regateo con los propietarios de las tiendas, mondarse los dientes en público, padecer una especie de daltonismo que le impide ver que el amarillo limón y el rosa pálido no son buenas combinaciones para las prendas de invierno.

Pero hoy comprendo que nunca he sabido realmente lo que significa ser china. Tengo treinta y seis años, mi madre ha muerto y estoy en un tren, trayendo conmigo sus sueños de regresar a casa. Voy a China.

Nos dirigimos primero a Guangzhou: mi padre, Canning Woo, con setenta y dos años a cuestas, y yo, para visitar a una tía a la que él no ve desde que tenía diez años. Y no sé si es por la perspectiva de ver a su tía o por el hecho de regresar a China, pero lo cierto es que ahora parece un muchacho, tan inocente y feliz que siento deseos de abrocharle el suéter y darle unas palmaditas en la cabeza. Estamos sentados frente a frente, separados por una mesita sobre la que hay dos tazas de té frío. Por primera vez, que yo recuerde, los ojos de mi padre están humedecidos por las lágrimas. Todo lo que ve a través de la ventanilla del tren es un campo dividido en parcelas amarillas, verdes y marrones, un estrecho canal que flanquea la vía, unas colinas bajas y tres personas con chaquetas azules en una carreta tirada por bueyes, a esta hora temprana de una mañana de octubre. No puedo evitar que también mis ojos se empañen, como si hubiera visto estas cosas hace largo tiempo y casi las hubiera olvidado.

Antes de tres horas estaremos en Guangzhou, que según mi guía es como ahora se llama correctamente Cantón. Parece ser que ha variado la ortografía de todas las ciudades de las que he oído hablar, excepto Shanghai. Dicen que China ha cambiado también en otros aspectos. Chungking es Chongqing y Kweilin es Guilin. He buscado esos nombres en la guía, porque tras visitar a la tía de mi madre en Guangzhou, tomaremos un avión con destino a Shanghai, donde veré a mis medio hermanas por primera vez.

Son las hijas gemelas que tuvo mi madre en su primer matrimonio, a quienes se vio obligada a abandonar en la carretera cuando huía de Kweilin hacia Chungking, en 1944. Eso fue todo lo que mi madre me contó sobre sus hijas, y éstas permanecieron como bebés en mi mente durante todos estos años, sentadas en la cuneta de la carretera, escuchando el silbido de las bombas que estallaban a lo lejos y chupándose los pacientes y enrojecidos pulgares.

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