Al cabo de diez años estaba dispuesta. Ya no era una muchacha, sino una mujer extraña, todavía casada pero sin marido. Fui a la ciudad con los dos ojos bien abiertos. Era como si el cuenco de moscas negras se hubiera vertido en las calles. Por todas partes había gente moviéndose, hombres desconocidos que se abrían paso empujando a mujeres desconocidas sin que a nadie le importara.
Con el dinero de mi familia me compré ropa nueva, trajes rectos y modernos. Me corté el largo pelo al estilo que entonces estaba de moda, como un muchacho. Estaba tan cansada de no hacer nada durante tantos años que decidí trabajar, y lo hice como dependienta en una tienda.
No tuve necesidad de aprender a halagar a las mujeres. Conocía las palabras que ellas deseaban oír. Un tigre sabe producir un suave y profundo ronroneo dentro de su pecho y hacer que hasta los conejos se sientan seguros y satisfechos.
Aunque ya era una mujer madura, volví a ser bonita. Esto era un don. Llevaba ropas mucho mejores y más caras que las que se vendían en la tienda. Y esto incitaba a las mujeres a comprar las prendas baratas, porque creían que podrían parecer tan bonitas como yo.
Fue en aquella tienda, trabajando como una campesina, donde conocí a Clifford St. Clair. Era un norteamericano corpulento y pálido que compraba las prendas baratas de la tienda y las enviaba a ultramar. Fue su apellido lo que me hizo saber que me casaría con él.
– Mister Saint Clair -me dijo en inglés, y añadió en su chino indistinto, desentonado-: Como el ángel de la luz.
Ni me gustaba ni me dejaba de gustar, no le encontraba atractivo ni desagradable. Pero supe una cosa: supe que él era una señal de que mi lado negro no tardaría en marcharse.
Saint me cortejó durante cuatro años a su extraña manera. Aunque yo no era la propietaria de la tienda, él siempre me saludaba, me estrechaba la mano y la retenía durante largo rato. Sus palmas siempre estaban húmedas, incluso después de casarnos. Era limpio y simpático, pero olía como un extranjero, tenía un olor a cordero que no desaparecía por mucho que se lavara.
Era amable, pero kechi, demasiado cortés. Me hacía regalos baratos: una figurita de cristal, un broche de vidrio tallado, un encendedor coloreado de plata. Saint actuaba como si esos regalos no tuvieran ninguna importancia, como si él fuese un hombre rico que ofrecía a una pobre muchacha campesina cosas que nunca habíamos visto en China.
Pero me fijaba en su expresión mientras yo abría las cajas. Inquieto y deseoso de complacer. No sabía que aquellas cosas no eran nada para mí, habituada a riquezas que él ni siquiera podía imaginar.
Siempre aceptaba sus regalos con elegancia, protestando siempre lo suficiente, ni muy poco ni demasiado. No le es timulaba, pero como sabía que aquel hombre sería algún día mi marido, guardaba cuidadosamente aquellas baratijas sin valor en una caja, cada una envuelta en papel de seda. Sabía que algún día él querría vedas de nuevo.
Lena cree que Saint me rescató del pobre villorrio del que le dije que procedo. Está en lo cierto y se equivoca a la vez. Mi hija no sabe que Saint tuvo que esperar pacientemente durante cuatro años, como un perro ante una carnicería.
¿Por qué decidí finalmente casarme con él? Aguardaba la señal de cuya llegada estaba segura, y tuve que esperar hasta 1946.
Recibí una carta de Tientsin, no de mi familia, pues creían que había muerto, sino de mi tía más joven. Supe lo que decía antes de rasgar el sobre: mi marido había muerto. Había dejado a su cantante de ópera mucho tiempo atrás y vivía con una chica de clase baja, una joven sirvienta, pero de carácter fuerte y temeraria, incluso más que él, y cuando intentó abandonada, ella ya había afilado su cuchillo de cocina más largo.
Yo creía que aquel hombre había secado en el pasado todos los sentimientos de mi corazón, pero ahora fluyó algo fuerte y amargo, y me hizo sentir otro vacío que no había creído posible. Le maldije en voz alta, para que pudiera oírme: tienes ojos de perro, saltabas y seguías a quienquiera que te llamara, y ahora estás persiguiendo tu propia cola.
Así pues, tomé la decisión. Permití a Saint casarse conmigo. Me resultó muy fácil. Era la hija de la esposa de mi padre. Hablé en voz temblorosa, palidecí, enfermé, adelgacé más. Me abandoné hasta convertirme en un animal herido. Dejé que el cazador viniera a mí y me convirtiera en el espectro de un tigre. Abandoné de buen grado mi chi, el espíritu que me causó tanto dolor.
Ahora era un tigre que ni se abalanzaba ni yacía acechando entre los árboles. Me convertí en un espíritu invisible.
Saint me llevó a los Estados Unidos, donde viví en casas más pequeñas que aquélla en el campo. Vestía holgadas prendas norteamericanas, hacía tareas propias de las criadas. Aprendí las costumbres occidentales. Intenté hablar con la voz apagada. Crié a una hija, contemplándola desde otra orilla. Acepté su manera de ser y sus hábitos norteamericanos.
Nada de todo esto me importó. No tenía espíritu.
¿Puedo decirle a mi hija que amé a su padre? Era un hombre que me frotaba los pies por la noche, alababa la comida que yo preparaba, que lloró sinceramente cuando saqué las baratijas que había guardado para el día apropiado, el día que me dio a mi hija, una muchacha tigre.
¿Cómo podría no amar a ese hombre? Pero era el amor de un fantasma, unos brazos que rodeaban pero no tocaban, un cuenco lleno de arroz pero sin apetito para comerlo, sin avidez, sin plenitud.
Ahora Saint es un fantasma. Ahora podemos tenernos un amor igual. El sabe las cosas que he ocultado durante todos estos años. Y ahora debo decírselo todo a mi hija. Que es la hija de un fantasma. Ella no tiene chi, y ésa es mi mayor vergüenza. ¿Cómo puedo abandonar este mundo sin dejarle mi espíritu?
He aquí lo que pienso hacer. Reuniré mi pasado y lo contemplaré, veré algo que ya ha sucedido, el dolor que cortó y separó mi espíritu. Retendré ese dolor en mi mano hasta que se haga duro y brillante, más claro, y entonces podré recuperar mi fiereza, mi lado dorado, mi lado negro. Usaré este dolor agudo para atravesar la dura piel de mi hija, para cortar y separar su espíritu de tigre. Ella luchará contra mí, porque así es la naturaleza de dos tigres, pero yo venceré y le daré mi espíritu, pues así es cómo una madre ama a su hija.
Oigo a mi hija hablando con su marido en el piso de abajo. Dicen palabras que no significan nada. Están en una habitación que carece de vida.
Percibo lo que va a ocurrir antes de que suceda. Ella oirá el estrépito del florero y la mesa cuando caigan al suelo. Subirá y entrará en esta habitación. Sus ojos no verán nada en la oscuridad, donde yo espero entre los árboles.
Doble semblante
Mi hija quería ir a China para pasar allí su segunda luna de miel, pero ahora tiene miedo.
– ¿Y si me mezclo tan bien que me consideran uno de ellos? -me preguntó Waverly-. ¿Y si no me dejan regresar a Estados Unidos?
– Cuando vayas a China, ni siquiera tendrás necesidad de abrir la boca -le respondí-. En seguida sabrán que eres forastera.
– ¿Qué quieres decir? -A mi hija le gusta replicar, siempre cuestiona lo que le digo.
– Aii-ya, aunque te pongas sus ropas, aunque te quites el maquillaje y escondas tus lujosas joyas, lo sabrán. Les bastará ver tu manera de andar, la expresión de tu cara. Sabrán que no eres de allí.
A mi hija no le gustó que le dijera que no parece china. Puso una avinagrada expresión norteamericana en su rostro. Hace diez años, quizás habría aplaudido alborozada, como si eso fuese una buena noticia, pero ahora quiere ser china, es algo que está de moda. Y sé que es demasiado tarde. ¡Cómo me empeñé en enseñarle, año tras año! Ella siguió mis hábitos chinos sólo hasta que fue capaz de salir sola a la calle e ir a la escuela. Ahora las únicas palabras chinas que conoce son sh-sh, houche, chr fan y gwan deng shweijyan. ¿Cómo va a comunicarse con esas palabras? Pipí, el tren, come, apaga la luz y duerme. ¿Cómo se le ocurre que podrá mezclarse con ellos? Sólo su piel y su pelo son chinos. Por dentro… es norteamericana pura.
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