Lucía Etxebarria - Beatriz y los cuerpos celestes
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Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida, Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.
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– Mamá, soy yo… Estoy en casa de Mónica… Sí… Sí… Sí… vale, muy bien… Sí. Adiós. -Mónica me miraba con expresión interrogante-. Nada, me ha soltado cuatro borderías y me ha colgado porque tenía que irse a la peluquería -le expliqué.
De pronto sentí cómo un río de lava candente, una mezcla de impotencia y rabia contenida, me subía por el esófago. Oh, no, pensé; me voy a poner a llorar otra vez. Esto es peor que cualquier culebrón.
– Te advierto que si sueltas una sola lágrima, te estás largando por esta misma puerta. Así que o te duchas o me ayudas a hacer la comida -soltó Mónica, que me había leído el pensamiento en los ojos, y empezó a despedazar tomates sobre la tabla de madera con una energía de psicópata.
Minuto y medio. El tiempo exacto que había necesitado mi madre para cambiar radicalmente el estado de mi humor. ¿Cuántos años de entrenamiento hacen falta para aprender a disparar directamente al corazón? Era como si mi madre y yo estuviéramos jugando un sogatira, cada una estirando de un extremo de la cuerda, intentando atraer a la otra hacia su terreno, sabiendo que, en cualquier momento, una de las dos podía estirar demasiado y la otra daría con sus narices en el suelo. En cierto modo, no habíamos cortado el cordón umbilical, y habíamos crecido hasta convertirnos en dos mujeres extrañas entre sí, pero tan necesitadas la una de la otra que nuestra comunicación sólo se hacía posible mediante un absurdo juego de trampas, miedos y humillaciones que transitaban en doble dirección por el espacio que se abría entre nosotras. Se trataba de una relación tan distorsionada y tan dependiente como la de la rosa que acoge amorosamente en su seno al gusano que acabará por comérsela.
Para mi padre soy Beatriz; para mis amigas, Bea; Mónica -y sólo Mónica- me decía Betty de vez en cuando; y mi madre, de pequeña, me llamaba según el estado de mi pelo: siempre era «ven aquí, trencitas», o «dame un beso, ricitos»; dependiendo de si mi melena estaba suelta o recogida.
Maquillaje en polvo, mechas doradas, lápiz de labios, club de bridge, tailleur negro, collar de perlas, zapatos de salón con tacón de tres centímetros, rosarios olorosos de pétalos de rosa, la Inmaculada Concepción en la mesilla de noche, tubos y cajas de pastillas antidepresivas, una mujer sola y perfectamente respetable. Mi madre.
Yo debí de ser el resultado de uno de los últimos encuentros de mis padres porque, hasta donde mi memoria alcanza, siempre durmieron en habitaciones separadas y jamás se permitieron, al menos ante mí, ningún tipo de proximidad física: ni cogerse de la mano ni besarse. Ni siquiera se miraban a los ojos.
De la misma forma que el Sol rige a la Tierra, yo estaba regida por mi madre, era su planeta. Ella me despertaba, me lavaba, me vestía, me daba el desayuno, me acompañaba hasta el colegio y en aquella misma puerta me esperaba a la hora en que acababan las clases para llevarme de vuelta a casa. Se ocupaba de que me quitara el uniforme y me pusiera la bata de estar por casa, me daba la cena, me ayudaba con los deberes y antes de dormir me contaba, apoyando su antebrazo en mi almohada, historias de niños piadosos a los que se les aparecía la Virgen, mientras me acariciaba los rizos y yo me iba quedando dormida.
Mi madre era ordenada y meticulosa hasta la exageración. Recordaba religiosamente las fechas de todos mis aniversarios -cumpleaños, santos, primera dentición, fiesta del colegio…- sin requerir siquiera de una sola anotación en el calendario. Se mostraba orgullosísima de su extraordinaria eficacia respecto a la organización doméstica. Podría entrar un extraño en su casa, abrir cualquier armario, cualquier cajón, y nada encontraría que pudiera avergonzar a mi madre, pues todos estarían impecablemente limpios y meticulosamente ordenados. Se podría comer en el suelo del cuarto de baño. Sí, mi madre era el orgullo de la Sección Femenina, la santa patrona de la abnegación y el sacrificio. Cosía, zurcía, planchaba, limpiaba, hacía punto y cuadros de petit point. A diferencia de todas sus amigas, nunca había necesitado asistenta, y, para colmo, como ella misma recalcaba orgullosa, aquel despliegue de hiperactividad doméstica no le restaba tiempo para atender sus numerosos compromisos sociales: sus partidas de bridge, sus tés con pastas, sus cenas fuera de casa, sus salidas al teatro y al ballet.
Le había costado muchísimo tenerme, y de hecho, me concibió cuando prácticamente no albergaba ya esperanzas, después de haber visitado a los mejores médicos de Madrid, de haberle hecho novenas a santa Sara, que quedó encinta a los noventa años, y a santa Rita, patrona de los imposibles, después de haber tenido tres abortos que le dolieron como tres puñaladas en el vientre y en el alma. Y a sus treinta y seis años nací yo, por fin, el fruto de sus entrañas que había estado esperando durante dieciséis. Aquel bebé de miembros regordetes que era yo, había sido su único deseo y obsesión. Y por consiguiente, me mimó todo lo que supo. Procuraba estar a mi lado todo el tiempo posible. Me compraba libros, caramelos y juguetes, y respondía a todas mis preguntas. Yo la adoraba, de pequeña.
En cuanto a mi padre, de lunes a viernes vivía recluido en una oficina de la que regresaba muy tarde y muy cansado, normalmente cuando yo estaba metida ya en la cama; y los domingos se atrincheraba en su despacho, con el periódico por parapeto, sin que se me permitiera, bajo ningún concepto, interrumpir su descanso. Yo le veía poco y él dirigía continuas miradas al reloj mientras estaba en mi compañía. El poco tiempo que estaba en casa, se hacía notar. Ellos dos se peleaban a menudo, normalmente a gritos. Con los años deduje, a partir de los insultos y las recriminaciones que se le escapaban a mi madre en las peleas, que mi padre tenía otras mujeres, y que tampoco se esforzaba mucho en ocultarlo.
Mi madre no pensó jamás en separarse. Faltaría más: ella era católica practicante. Su religión era lo más importante en su vida. No comprendo exactamente qué es la fe, pero sé qué era lo que convertía a mi madre en una creyente tan devota: el hecho de tener una agarradera, una justificación, una razón para vivir. Su marido no la quería (o no la quería como ella hubiese querido que él la quisiese) y ella sólo podía ser esposa y madre: ni había deseado ni le habían enseñado otra cosa. Además, en el medio en el que se movía y se había criado, aquel mundo del club de bridge y las reuniones de la parroquia, las divorciadas estaban mal vistas. En aquel ambiente se valoraba a los hombres por sus acciones y a las mujeres por su físico y más tarde por lo que hacían sus maridos, y toda la vida se organizaba desde fuera hacia dentro. Así de simple.
Además, la suya no era una situación excepcional, sino, más bien, moneda común. Todos los hombres buscaban respiros fuera de casa. Esta idea, que no era sino la oscura noción que de las relaciones conyugales pueda tener una niña que aún no sabe exactamente por qué es raro que un matrimonio no comparta la cama, pero que entiende que las habitaciones separadas implican un problema, se concretaría a mis quince años, cuando sorprendí en una cena en el Club de Campo una conversación que no hubiera debido llegar a mis oídos: dos socios de mi padre, que se habían sentado a mi lado y que estaban demasiado bebidos como para reparar en el excesivo, indiscreto, volumen de su voz, comentaban cómo en una fiesta prevacaciones a uno de ellos se le había ocurrido contratar a una prostituta, y todos los socios del bufete se la habían beneficiado en el cuarto de baño. Excepto Carlos Franco, le decía el uno al otro, que ya sabes cómo es, no sé si opusino o mariquita. El raro, pues, era el que no había aceptado ese comercio. Todos los demás daban por hecho que la infidelidad era un marchamo de hombría, una prueba inequívoca de virilidad.
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