José Saramago - Memorial Del Convento

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Tronaron salvas y descargas de las naos, disparó salvas también el baluarte del Terreiro do Paço, a dos pasos, y se fueron comunicando los ecos de aquí a allá, retumbaron los cañones de los fuertes y las torres, presentaron armas los regimientos de la corte, de Peniche y de Setúbal, formados en la plaza. Anda el Cuerpo de Dios paseándose por la ciudad de Lisboa, sacrificado cordero, señor de los ejércitos, contradicción insoluble, sol de oro, cristal y custodia derribadora de cabezas, divinidad devorada y hasta las heces digerida, quién se asombrará de verte carne y uña con estos habitantes, degollados carneros, soldados sin armas propias, osamentas blancas en el desierto, comedores por sí mismos comidos, por eso se arrastran por las calles mujeres y hombres, pegan bofetadas en sus caras y en las próximas, tienden las manos hacia las orlas que pasan, a los brocados y a los encajes, a los terciopelos y a los lazos, a las cintas, a los bordados y a las joyas, Pater noster que non estis in coelis.

Cae la tarde, casi invisible, está la primera señal de la luna. Mañana Blimunda tendrá sus ojos, hoy es día de ceguera.

Ya ha vuelto de Coimbra el padre Bartolomeu Lourenço, ya es doctor en cánones, confirmado como Gusmão por apelativo onomástico y firma escrita, y nosotros, quiénes somos nosotros para atrevernos a acusarlo de pecado de orgullo, mejor sería para el alma perdonarle su falta de humildad en nombre de las razones que dio, y que así puedan sernos perdonados nuestros propios pecados, ése y los otros, que aún lo peor de todo será mudar, no de nombre sino de cara, o de palabra. De palabra y de cara no parece que haya mudado, para Baltasar y Blimunda tampoco de nombre, y si el rey lo hizo hidalgo capellán de su casa y académico de su academia, son de quita y pon esas caras y palabras, que, con el nombre adoptado, quedan en el portalón de la quinta del duque de Aveiro, y no entran, aunque se adivine lo que harían los tres si llegaran a la vista de la máquina, diría el hidalgo que sus trabajos son mecánicos, conjuraría el capellán la obra diabólica allí manifiesta, y por ser eso cosa del futuro se retiraría el académico, para sólo volver cuando fuese cosa pasada. Pues bien, ese día es el día de hoy.

Vive el cura en los miradores del Terreiro do Paço, en casa de una mujer, viuda desde hace muchos años, cuyo marido fue portero de mala hasta que murió de una estocada en un riña, episodio ocurrido cuando aún reinaba Pedro II, caso, pues, antiguo, que sólo viene a cuento por vivir la mujer donde el cura está viviendo, y mal sería no mencionar de ella al menos este dato, no el nombre, que es lo mismo que nada, como explicado queda. Vive el cura cerca del palacio, menos mal, pues mucho lo frecuenta, no tanto por obligaciones firmes de su título de capellán hidalgo, más honorífico que efectivo, sino por quererle bien el rey, que aún no ha perdido del todo las esperanzas, y ya han pasado once años, por eso pregunta, benévolo, Va a volar la máquina algún día, a lo que el padre Bartolomeu Lourenço, honestamente, no puede responder más que esto, Sepa vuestra majestad que la máquina un día volará, Pero viviré para verlo, No tendrá su majestad que vivir tanto como vivieron los patriarcas del Antiguo Testamento, y no sólo verá volar la máquina sino que volará en ella. La respuesta parece tener un no sé qué de impertinente, pero el rey no repara en ello, o reparó y usa de indulgencia, o lo distrae el recordar que va a asistir a la lección de música de su hija, la infanta Doña María Bárbara, eso habrá sido, le hace una seña al padre para que se una al séquito, no todos pueden presumir de semejantes favores.

Está la niña sentada al clavicordio, tan jovencita aún, que no ha hecho nueve años y ya grandes responsabilidades pesan sobre su redonda cabeza, aprender a colocar los deditos cortos en las teclas correspondientes, saber, si es que lo sabe, que en Mafra se está construyendo un convento, muy verdad es el dicho de que a pequeñas causas grandes efectos, porque nace una niña en Lisboa se levanta en Mafra un monte de piedra y viene de Londres contratado Domenico Scarlatti. A la lección asisten sus majestades, en pequeño estado, unas treinta personas, si llegan, contando con los camaristas de semana de él y de ella, ayas, azafatas varias, más el padre Bartolomeu de Gusmão, allá atrás, y otros eclesiásticos. Il maestro va corrigiendo la digitación, fa la do, fa do la, su alteza se pone muy nerviosa, muerde el labio, no se distingue en esto de cualquier otra chiquilla, nacida en palacio o en cualquier otro lugar, la madre intenta disimular cierta impaciencia, el padre está real y severo, sólo las mujeres, tiernos corazones, se dejan arrastrar por la música y por la chiquilla, incluso tocando ella tan mal, que nada tiene de extraño, qué esperaría Doña María Ana, milagros, está la pequeña empezando, el signor Scarlatti ha llegado hace sólo unos meses, y por qué tienen esos extranjeros nombres tan difíciles, si tan poco cuesta descubrir que es Escarlata el nombre de éste, y le queda bien, hombre de completa figura, rostro grande, boca ancha y firme, ojos separados, no sé qué tienen los italianos, como éste, nacido en Nápoles hace treinta y cinco años, Es la fuerza de la vida, hermana.

Terminó la lección, se deshizo el grupo, el rey fue para un lado, la reina para otro, la infanta no sé para dónde, todos observando precedencias y preceptos, haciendo múltiples reverencias, al fin se alejó el rumor de los guardainfantes y de las calzas de cintas, y en el salón de música quedaron sólo Domenico Scarlatti y el padre Bartolomeu de Gusmão. El italiano hizo una pasada de dedos por el teclado, primero sin objeto, luego, como si buscara un tema o quisiera enmendar los ecos, y de repente pareció encerrado en la música que tocaba, corrían sus manos por el teclado como un barco florido en la corriente, demorada aquí y allá por las ramas que de las márgenes se inclinan, luego velocísima, después deteniéndose en las aguas dilatadas de un lago profundo, bahía luminosa de Nápoles, secretos y sonoros canales de Venecia, luz refulgente y nueva del Tajo, allá va el rey, se recogió la reina en su cámara, la infanta se inclina sobre el bastidor, de pequeñita aprende, y la música es un rosario profano de sonidos, madre nuestra que estás en la tierra. Señor Scarlatti, dice el cura cuando termina la improvisación y todos los ecos quedan corregidos, señor Scarlatti, no es tanta mi vanidad que crea saber de ese arte, pero estoy seguro de que hasta un indio de mi país, que de ella sabe aún menos que yo, se sentiría arrebatado por esas armonías celestes, Quizá no, respondió el músico, pues sabido es que ha de estar el oído debidamente educado si quiere estimar los sonidos musicales, como los ojos tienen que aprender a orientarse en el valor de las letras y en su conjunción de lectura, y los mismos oídos en el entendimiento del habla, Son palabras ponderadas ésas, que enmiendan la liviandad de las mías, es un defecto común en los hombres el decir más fácilmente lo que quieren que sea oído por otro que ceñirse a la verdad, Pero, para que los hombres puedan ceñirse a la verdad, tendrán primero que conocer los errores, Y practicarlos, No sabría responder a la pregunta con un simple sí o un simple no, pero creo en la necesidad del error.

El padre Bartolomeu de Gusmão apoyó los codos en la tapa del clavicordio, miró demoradamente a Scarlatti, y, mientras no hablan, digamos nosotros que esta fluida conversación entre un cura portugués y un músico italiano no será, probablemente, invención pura, sino transposición admisible de frases y cumplidos que sin duda cambiaron el uno con el otro durante estos años, en palacio o fuera de él, como se verá a continuación. Y si alguien se sorprende de que este Scarlatti en tan pocos meses sepa así hablar portugués, no olvidemos, primero, que era músico, y, luego, hay que decir que la lengua le es familiar desde hace siete años, pues en Roma entró al servicio de nuestro embajador, y en sus andanzas por el mundo, por cortes reales y episcopales, no olvidó lo que había aprendido. En cuanto al carácter erudito del diálogo, a la pertinencia y al redondeo de las frases, alguien ayudó.

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