José Saramago - Memorial Del Convento

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Allá va, por el mar, el padre Bartolomeu Lourenço, y qué vamos nosotros a hacer ahora, sin la esperanza próxima del cielo, pues vamos a los toros, que es buena diversión, En Mafra nunca hubo, dice Baltasar, y no llegando el dinero para los cuatro días de función, que este año se remató caro el suelo del Terreiro do Paço, iremos el último, que es el fin de la fiesta, con palenques todo alrededor de la plaza, hasta del lado del río, que apenas se ven las puntas de las vergas de los barcos allí fondeados, buen lugar consiguieron Sietesoles y Blimunda, y no fue por llegar antes que otros, sino porque un gancho de hierro en la punta de un brazo abre camino tan fácil como la culebrina que vino de la India y está en la torre de San Gião, nota un hombre que le tocan la espalda, se vuelve y es como si tuviera la boca de fuego apuntada a la cara. La plaza está toda rodeada de mástiles, con banderolas en lo alto y cubiertos de volantes hasta el suelo, ondeando con la brisa, y a la entrada de la plaza se armó un pórtico de madera, pintada como si fuese mármol blanco, y las columnas fingiendo piedra de la Arrábida, con frisos y cornisas dorados. Al mástil principal le sustentan cuatro grandísimas figuras, pintadas de varios colores y sin avaricia de oro, y la bandera, de hoja de Flandes, muestra por un lado y otro al glorioso San Antonio sobre campo de plata, y las guarniciones son igualmente doradas, con un gran penacho de plumas de muchos colores, tan bien pintadas las plumas que parecen naturales y verdaderas, rematando el varal de la bandera. Están los bancos y las terrazas hormigueando gente, reservadamente acomodadas las personas principales, y las majestades y altezas miran desde las ventanas del palacio, por ahora aún están los aguadores regando la plaza, ochenta hombres vestidos a la morisca, con las armas del Senado de Lisboa bordadas en las hopas que traen vestidas, se impacienta el buen pueblo que quiere ver salir los toros, ya se acabaron las danzas, y ahora se retiran los aguadores, ha quedado la plaza como una joya, oliendo a tierra mojada, parece como si el mundo acabara de crearse ahora mismo, esperen el zurriagazo, no tardarán la sangre y los orines, y las boñigas de los toros, y el fiemo de los caballos, y si algún hombre se descarga de puro miedo, ojalá lo amparen las bragas para no hacer mala figura ante el pueblo de Lisboa y de Don Juan V.

Entró el primer toro, entró el segundo, entró el tercero, vinieron los dieciocho toreros de a pie que el Senado contrató en Castilla a precio de mucho dinero, y salieron los caballeros a la plaza, clavaron sus lanzas, y los de a pie clavaron dardos adornados con papales recortados, y aquel jinete a quien el toro ofendió haciéndole caer el manto, tira el caballo contra el animal y lo hiere a espada, que es el modo de vengar la honra manchada. Y entran al cuarto toro, y al quinto, y al sexto, entraron ya diez, o doce, o quince, o veinte, es una sangría y está la plaza empapada, ríen las damas, dan grititos, baten palmas, son las ventanas como ramos de flores, y los toros mueren uno tras otro y los llevan fuera en una carroza de ruedas bajas tirada por seis caballos, como sólo para gente real o de gran título se usa, cosa que, si no prueba la realeza y la dignidad de los toros, está mostrando cuán pesados son, díganlo los caballos, por otra parte muy bonitos y lucidamente aparejados, con cabezales de terciopelo carmesí labrado, con las mantas franjadas de plata falsa, así como las defensas del cuello, y allá va el toro acribillado de flechas, agujereado de lanzadas, arrastrando las tripas por el suelo, los hombres en delirio palpan a las mujeres delirantes, y ellas se frotan contra ellos sin disfraz, ni Blimunda es excepción, y por qué había de serlo, toda ceñida a Baltasar, se le sube a la cabeza la sangre que ve derramarse, las fuentes abiertas en los flancos de los toros, manando la muerte viva que hace rodar la cabeza, pero la imagen que se fija y desorbita los ojos es la cabeza caída de un toro, la boca abierta, la lengua gruesa colgando, que no segará ya, áspera, la hierba de los campos, o sólo los pastos de humo del otro mundo de los toros, cómo podríamos saber si infierno o paraíso.

Paraíso será si hay justicia, no puede haber infierno después de lo que sufren éstos, los de las mantas de fuego, que son mantas gruesas, rellenas en capas de varios tipos de cohetería, y por las dos puntas les allegan fuego, y entonces empieza la manta a arder, y estallan los cohetes, por mucho tiempo uno tras otro restallando, estallan y resplandecen por toda la plaza, es como asar el toro en vida, y así va el animal corriendo la plaza, loco y furioso, saltando y bramando, mientras Don Juan V y su pueblo aplauden la mísera muerte, que el toro ni siquiera se puede defender y morir matando. Huele a carne quemada, pero es un olor que no ofende a estas narices, habituadas al churrasco del auto de fe, y en definitiva en el plato acaba el toro, siempre es un final de provecho, que del judío, en cambio, no quedan más que los bienes que aquí dejó.

Traen ahora unas figuras de barro pintadas, de mayor tamaño que el natural de hombres citando, alzados los brazos, y las ponen en medio del campo, qué número será éste, pregunta quien nunca lo vio, tal vez los ojos descansen de tanta carnicería, en fin, si las figuras son de barro, lo peor que puede salir de esto es un montón de cascote, que luego tendrán que barrerlo todo, está la fiesta estragada, es lo que es, dicen los escépticos y los violentos, a ver si viene otra manta de fuego y nos reímos todos y el rey, que no hay tantas ocasiones para reírnos juntos, y en ese instante salen del corral dos toros que, pasmados, asoman a la plaza desierta, sólo aquellos fantoches con los brazos alzados y sin piernas, redondos de panza, y pintados como demonios, en éstos vamos a vengar todas las ofensas sufridas, y los toros embisten, revientan los muñecos de barro con sordo estruendo, y de dentro salen decenas de conejos despavoridos, corriendo disparados por todas partes, perseguidos y muertos a porrazos por los capeadores y otros hombres que saltaron a la plaza, un ojo en el bicho que huye, otro en el bicho que embiste, mientras el pueblo ríe, con carcajadas estentóreas, de gente excesiva, súbitamente cambia de tono el clamor, porque de otros dos muñecos de barro ahora despedazados, salen restallando bruscamente las alas bandadas de palomas, desorientadas por el choque, heridas por la luz cruda, algunas pierden el sentido del vuelo, no consiguen ganar altura y chocan contra las gradas, donde caen en manos ansiosas, no tanto con mira al saludable pellizco que es el palomo estofado, sino para leer la cuarteta que va escrita en un papel atado en el pescuezo del ave, como son éstas por ejemplo, Tenía ruin prisión y de buena escapé, aquí dichosa seré, si me acoge quien bien sé, Aquí me trae mi pena, con bastante sobresalto, porque quien vuela más alto, a más caída se condena, Ahora estoy descansada y si he de morir al fin, Dios, que lo decide así, me mate con gente honrada, Vengo escapando a tumbos, de quienes matarme quieren, que aquí, al igual que los toros, también las palomas mueren, pero no todas, que algunas abren vuelo circular, escapan a la vorágine de manos y gritos, y suben, suben, logran batir las alas, cogen altura hasta la luz del sol, y, cuando se alejan por encima de los tejados, son como pájaros de oro.

En la madrugada siguiente, todavía de noche, Baltasar y Blimunda, sin más carga que un fardo de ropa y alguna comida en la alforja, salieron de Lisboa para Mafra.

Ha regresado el hijo pródigo, viene con mujer, y, si no llega de manos vacías, es porque una le quedó en el campo de batalla y en la otra lleva la mano de Blimunda, si viene más rico o más pobre no es cosa que se pregunte, pues todo hombre sabe lo que tiene pero no sabe lo que eso vale. Cuando Baltasar empujó la puerta, apareció la madre, Marta María es su nombre, se abrazó al hijo, lo abrazó con una fuerza que parecía de hombre y era sólo de corazón. Estaba Baltasar con su gancho puesto, y era una tristeza en el alma, una aflicción ver sobre el hombro de la mujer un hierro torcido en vez de la concha que los dedos hacen, acompañando el contorno de lo que ciñen, amparo que lo será más cuanto más se ampare. No estaba el padre en casa, andaba en el trabajo del campo, la hermana de Baltasar, única, se casó y tiene ya dos hijos, se llama Álvaro Pedreiro su marido, le pusieron el oficio en el nombre, caso no raro, que razones habría habido, y en tiempos para algunos habría sido dado, aunque sea sólo apodo, el de Sietesoles. No pasó Blimunda de entrepuertas, a la espera de su vez, y la vieja no la veía, más baja que el hijo, aparte de estar oscura la casa. Se movió Baltasar para dejar ver a Blimunda, era lo que él pensaba, pero Marta María vio primero lo que aún no había visto, tal vez sólo presentido en la fría incomodidad del hombro, hierro en vez de mano, pero distinguió aún la silueta en la puerta, pobre mujer, dividida entre el dolor que la mutilaba en aquel brazo y la inquietud de otra presencia, de mujer también, y entonces Blimunda se apartó para que cada cosa aconteciera a su tiempo y desde fuera oyó lágrimas y preguntas, Mi hijo querido, cómo fue, quién te hizo eso, el día iba oscureciendo, hasta que Baltasar salió a la puerta y llamó, Entra, se encendió en la casa una candela, Marta María aún sollozaba mansamente, Madre, ésta es mi mujer, se llama Blimunda de Jesús.

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