José Saramago - Memorial Del Convento

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Usa cada cual los ojos que tiene para ver lo que puede o le consienten, o sólo una pequeña parte de lo que desearía, cuando no es por simple obra del azar, como Baltasar, que por trabajar en el matadero fue con los otros mozos de carga y cortadores a la plaza para ver llegar al cardenal Don Nuno da Cunha, que va a recibir el capelo de manos del rey, lo acompaña el enviado del papa en una litera forrada toda de terciopelo carmesí, con pasamanos de oro, dorados también los paineles, y ricamente, con las armas cardenalicias a un lado y otro, lleva un coche de respeto, pero no va nadie dentro, sólo el respeto, más una estufa para el estribero y para el secretario doméstico, y también el capellán que lleva la cola cuando la cola tiene que ser llevada, y vienen dos coches castellanos abarrotados de capellanes y pajes, y delante de la litera doce lacayos, que sumando a todo esto los cocheros y los portadores es una multitud para servir a un' cardenal solo, casi habíamos olvidado al criado que va delante con la maza de plata, menos mal que lo hemos recordado a tiempo, feliz pueblo este que con tales fiestas se regala y baja a la calle para ver desfilar a la nobleza toda, que primero fue a casa del cardenal a buscarlo, luego lo viene acompañando hasta el palacio, adonde Baltasar no puede ir ni entran los ojos que tiene, pero conociendo nosotros las artes de Blimunda, imaginemos que ella está aquí y veremos al cardenal subiendo entre hileras de guardias, y entrando en el último aposento del dosel sale el rey a recibirlo y él le dio agua bendita, y en el aposento siguiente se arrodilla el rey en una almohada de terciopelo, y el cardenal, en otra más atrás, ante un altar ricamente armado, donde luego dice misa un capellán de palacio, con todas las ceremonias, y acabada la misa saca el enviado del papa el breve del nombramiento y se lo entrega al rey que lo recibe y se lo devuelve para que lo lea, por así determinarlo el protocolo, no porque el rey no tenga sus humos de latinista, tras lo cual recibe el rey de manos del enviado el capelo cardenalicio y lo pone en la cabeza del cardenal, abrumado de cristiana humildad, naturalmente, que es carga excesiva para un hombre ser así íntimo de Dios, pero aún no han terminado las carantoñas y las zalemas, primero fue el cardenal a cambiarse de ropas, y ahora reaparece todo de rojo vestido, como es propio de su dignidad, vuelve a entrar para hablarle al rey, éste está bajo dosel, por dos veces se quita y se pone el capelo, por dos veces hace lo mismo el rey con su sombrero, y a la tercera da cuatro pasos para recibirlo, al fin se cubren ambos, y sentados, uno más arriba, el otro más abajo, dicen unas palabras, dichas fueron, son horas de despedirse, se quita el sombrero, se pone el sombrero, pero aún va el cardenal al cuarto de la reina, donde se repiten las cortesías, punto por punto, hasta que al fin baja el cardenal a la capilla donde se va a cantar el Te Deum laudamus, alabado sea Dios que tiene que aguantar estas invenciones.

Llegado a casa, Baltasar cuenta a Blimunda lo que vio, y como han anunciado luminarias, bajan al Rossío después de cenar, pero las luces son pocas esta vez, o el viento las apagó, lo que importa es que ya tiene birrete el cardenal, dormirá con él en la cabecera, y si a media noche se alza de la cama para contemplarlo sin testigos, no recriminemos a este príncipe de la Iglesia, porque todos somos hombres iguales por el lado del orgullo, y un birrete de cardenal, llegado de Roma en manos de un propio y hecho de propósito, si no anda aquí experimentación maliciosa de la modestia de los grandes, es porque al final merece entera confianza la humildad de ellos, humildes realmente lo son pues lavan los pies a los pobres, como hizo y hará el cardenal, como hicieron y harán el rey y la reina, ahora tiene Baltasar las suelas rotas y los pies sucios, primera condición para que el cardenal o el rey se arrodillen un día ante él, con toallas de lino, bacías de plata y agua de rosas, si es que la otra condición Baltasar satisface, que es la de ser aún más pobre de lo que hasta entonces ha conseguido ser, y la condición tercera, que es la de que lo elijan por virtuoso y cliente de la virtud. De la pensión pedida aún no hay señal, de poco han servido las instancias del padre Bartolomeu Lourenço, su padrino, del matadero lo despedirán pronto con cualquier pretexto, pero ahí están la sopa boba de los conventos, las limosnas de las hermandades, es difícil morir de hambre en Lisboa, y este pueblo se ha habituado a vivir con poco. Entre tanto, nació el infante Don Pedro, que por venir segundo sólo tuvo cuatro obispos en el bautizo, pero salió ganando, por haber participado en el bautizo el cardenal, que en tiempo de su hermana aún no lo había, y llegó noticia de que en el cerco de Campo Maior murieron muchos soldados enemigos y pocos de los nuestros, a no ser que mañana digan que fueron muchos de los nuestros y pocos de ellos, que al fin se sabrá lo cierto cuando al acabarse el mundo se cuenten los muertos todos de todos los lados. Baltasar le cuenta a Blimunda cosas de su guerra, y ella le coge el gancho del brazo izquierdo como si le cogiera la mano verdadera, es lo que siente él ahora, la memoria de su piel sintiendo la piel de Blimunda.

El rey fue a Mafra a escoger el sitio donde se levantará el convento. Será en el alto que llaman de la Vela, desde aquí se ve el mar, corren aguas abundantes y dulcísimas para el futuro pomar y huerta, que no han de ser menos en primores de cultivo los franciscanos de aquí que los cistercienses de Alcobaça, a San Francisco de Asís le bastaría un yermo, pero él era santo y está muerto. Recemos.

Hay otro hierro ahora en la alforja de Sietesoles, es la llave de la quinta del duque de Aveiro, pues habiéndole llegado al padre Bartolomeu Lourenço los ya mentados imanes, pero aún no las sustancias de que hace secreto, podía al fin ir adelantándose la construcción de la máquina de volar y ponerse en obra material el contrato que hacía de Baltasar la mano derecha del Volador, ya que la izquierda no era precisa, tan poco precisa era que el propio Dios no la tiene, conforme declaró el cura, que estudió esas reservadas materias, y bien sabrá lo que dice. Y estando la Costa do Castelo demasiado lejos de San Sebastián de Pedreira para ir y venir todos los días, decidió Blimunda dejar la casa para estar donde estuviera Sietesoles. No era grande la pérdida, un tejado y tres paredes inseguras, solidísima la cuarta, por ser muralla del castillo, hace tantos siglos implantada, si nadie por allí pasa y dice, Mira, una casa vacía, y diciendo esto no se instale en ella, apenas pasará un año sin que se caigan las paredes y el tejado, y entonces quedarán sólo unos adobes partidos o deshechos en tierra en el lugar donde vivió Sebastiana María de Jesús y donde abrió Blimunda por primera vez los ojos al espectáculo del mundo, porque en ayunas nació.

Siendo tan pocos los haberes, un viaje bastó para transportar, en la cabeza Blimunda y a las espaldas Baltasar, el fardo y el atadijo a que se resumió todo. Descansaron aquí y allá en el camino, callados, ni que decir tenían, si hasta una simple palabra sobra si es la vida la que está cambiando, mucho más si somos nosotros los que cambiamos con ella. En cuanto a la levedad del fardo, así debería ser siempre, llevar consigo mujer y hombre lo que tienen, y cada uno de ellos al otro, para no tener que volver sobre los mismos pasos, es siempre tiempo perdido, y basta.

En un rincón del cuarto de los aperos desenrollaron el jergón y la estera, a los pies pusieron el escaño, frontera el arca, como si fueran los límites de un nuevo territorio, raya trazada en el suelo y en paños levantada, suspensos éstos de un alambre, para que esto sea de hecho una casa y en ella podamos encontrarnos solos cuando estemos solos. Cuando venga el padre Bartolomeu Lourenço, podrá Blimunda, si no tiene trabajos de lavar o cocinar que a la alberca la lleven o en el horno la retengan, o si no prefiere ayudar a Baltasar pasándole el martillo o las tenazas, la punta del alambre o el haz de mimbres, podrá Blimunda estar en su resguardo de mujer hogareña, que a veces hasta a las más empedernidas aventureras apetece, aunque no sea la aventura tanta como la que aquí se promete. Sirven también los paños colgados al acto de la confesión, puesto el confesor de este lado, de fuera puestos los penitentes, uno de cada vez, del lado de dentro, precisamente donde constantes pecados de lujuria ambos cometen, aparte de ser concubinos, si no es peor la palabra que la situación, por otra parte fácilmente absuelta por el padre Bartolomeu Lourenço que tiene ante sus propios ojos un mayor pecado suyo, aquel de orgullo y ambición de alzarse un día en los aires, donde hasta ahora sólo subieron Cristo, la Virgen y algunos santos elegidos, estas partes dispersas que trabajosamente va encajando Baltasar mientras Blimunda dice desde el otro lado del paño, en voz bastante alta para que Sietesoles oiga, No tengo pecados que confesar.

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