El inspector se hurgó en el bolsillo del abrigo y sacó un cuaderno y un bolígrafo.
– Así pues -dijo para sí-, el cuerpo fue hallado en una habitación con seis personas presentes, una de las cuales empuñaba un arma. -Levantó la vista hacia Gregor, que estaba junto a la puerta del dormitorio, sosteniendo la pistola contra el pecho-. ¿Está cargada esa arma?
– Sí -dijo Gregor con orgullo.
– ¿Tiene el cargador más de un proyectil?
– Tiene un cargador, sí.
– ¿Y tienen ahora el número total de balas que puede contener?
– No -Gregor frunció el ceño, mirando su arma-. Pero sigue teniendo balas suficientes.
– ¿Cuándo fue la última vez que el arma contuvo la totalidad de sus proyectiles?
– La semana pasada.
– Uno de los cuales empuñaba un arma recientemente disparada -corrigió Abakumov en su cuaderno. Mientras apuntaba, las palabras que iba eligiendo salían ardiendo con su aliento y se fundían con el humo que inundaba la habitación con su olor a frutos secos-. Cupón incorrecto -dijo-. En avanzado estado de descomposición. Gusanos. -Al cabo de un momento se detuvo, miró a la nada y luego su mirada se desplazó bruscamente hacia Irina-. ¿Ha sido ultrajada la carne del cadáver?
– ¡Dios bendito!
– Déjenme que lo diga con otras palabras… ¿han comido carne en esta casa durante la última semana?
– ¡No somos caníbales, inspector! ¡Será cerdo repugnante!
– Bueno -Abakumov se encogió de hombros-, es algo que pasa. -Volvió a mirar su informe-. Crimen posible contra la naturaleza -dijo para sí mismo-, evidencia de pan.
Y mientras hablaba, cada prueba condenatoria fue exprimiendo un suspiro de los pulmones de los reunidos, hasta que por fin Irina dijo:
– Míreme a la cara. No tenemos nada en el mundo. Se lo digo ya, para que más tarde no me acuse de hacerle perder el tiempo.
– ¡No es verdad! -dijo Lubov-. ¡Tienen un tractor!
– Ja -dijo el inspector-. Ahora intenta sobornar a un funcionario en la escena del crimen. -Apuntó furiosamente con su pluma-. Soborno. Funcionario. Tractor.
– Inspector -dijo Irina en tono fatigado-. Le he hablado a las claras, como gesto amistoso, para ahorrarle todas esas molestias. Dejémoslo claro: no tenemos nada con que negociar.
Abakumov permaneció en silencio, examinando las notas de su cuaderno. Luego, sin levantar la vista, dijo en voz baja:
– Como está siendo usted tan sincera conmigo, me siento obligado a corresponderle, y eso que puede resultar desventajoso para mí. Le puedo decir que hay gente que podría ayudar a solucionar la situación de un crimen tan horrendo como éste. Lo digo sobre todo porque, cuando miro los datos que tengo escritos en el papel, siento una pena tremenda por todos ustedes. Muchos de estos casos ni siquiera llegan a juicio. Muchos no llegan ni siquiera a ser objeto de un informe oficial, porque en casos tan impensables está demostrado que es más fácil limitarse a pegarles un tiro a los sospechosos y así ahorrar más ofensas a Dios.
Todos los presentes bajaron la vista y esperaron a que la rutina siguiera su curso.
– Sí -murmuró Abakumov en tono distante-, he decidido intentar ayudarles pese a que me supone un gran inconveniente, puesto que veo que, de lo contrario, van derechitos a la tumba. -Su mirada se retorció pensativa hasta un rincón del techo-. Por supuesto, habrá que resolver situaciones que suponen un coste…
– ¿Y qué pasa conmigo? -preguntó Lubov sin levantar la vista.
– Bueno -dijo el inspector, recogiendo su sombrero-, usted es la que puede salir peor parada, cuando este caso se tramite, ya que es usted quien ha introducido el arma en la vivienda.
– Pero no he sido yo, inspector.
– Bueno, sí, puesto que ejerce usted un dominio materno sobre el chico que lleva el arma recientemente disparada.
– ¿Y qué pasa conmigo, pues?
El inspector se pellizcó el puente de la nariz y cerró los ojos bajo el peso de aquellas nuevas responsabilidades.
– Me he fijado en que tiene usted una sala detrás del bar de su almacén. Una sala amueblada. Creo que lo más justo es convertir esa sala en el cuartel general de esta investigación en marcha. -Se volvió para mirar primero a Irina y luego a Lubov, antes de aparcar la mirada en la puerta detrás de la cual Olga estaba farfullando y gimiendo-. Ojalá pudiera decirles que éste va a ser un procedimiento limpio, con lo oscura y retorcida que es la situación. -Se levantó de la silla y fue hasta la puerta principal. Bajó hasta la nieve, se dio la vuelta e iluminó la entrada con la linterna, enfocando las miradas de las mujeres. Los ojos de ellas relucieron vacíos, como simples globos de gelatina.
– Pero no puedo -dijo.
Ludmila confiaba secretamente en perder el tren del pan. No le parecía bien darle todo su dinero a un desconocido. Pero la única alternativa que tenía era llevarlo en persona, meterse en plena guerra, afrontar escenas desagradables por su fracaso y pelearse con Pilosanov, si es que estaba vivo, y si es que ella conseguía llegar viva.
La segunda razón de que vacilara en las escaleras de la estación era el deseo de sentirse suspendida durante unos momentos más en la hamaca de la libertad, en el dulce limbo de tener más opciones que acabar en una tumba. Porque el dinero que llevaba metido en las bragas no le proporcionaba más descanso que un amante frenético con su torrente de planes de futuro. Y debido a que se encontraba en una fase lúcida de su eclosión como mujer, se daba cuenta de que las decisiones que tomara serían los primeros pasos en el camino hacia un estado llamado independencia. Un estado tras el cual ya no había que mendigarle a la vida.
Aquellas ideas y sensaciones eran habituales en Ludmila, y muy queridas. Ella lo sabía, y sabía que tenían que morir. Se recompuso los abrigos y entró en la estación. Hacía más frío dentro que fuera: una ventisca soplaba por las vías hasta el andén de cemento al aire libre, levantando del suelo polvo de hielo y basura. Encontró el letrero descolorido que anunciaba el tren a Kropotkin. En el andén permanecía detenido un convoy mugriento.
– ¿Éste es el tren a Kropotkin? -le preguntó a un mozo de carga que pasaba.
– No, este es el último tren de Kropotkin, que acaba de entrar.
– Bueno, lo que quiero decir es: ¿éste es el próximo tren que va a Kropotkin?
– Bueno, y yo le estoy diciendo que no, porque va tarde. Hoy el tren lleva por lo menos un turno de retraso, tal vez más.
Ludmila frunció el ceño y desplazó su peso de un pie al otro.
– Mire. -El hombre puso su carretilla de pie y se apoyó en la misma, preparándose para una larga conversación-. ¿Qué es lo que no entiende? Si está buscando el servicio de las catorce veintisiete a Kropotkin, éste no es.
– Entonces ¿cuál es éste?
– Éste es el de las diez quince.
– ¿Y adónde va?
– A Kropotkin. ¿Es que no ha leído el letrero?
– ¿Y qué hora es ahora?
El hombre se levantó una manga para consultar su reloj.
– Las trece cuarenta y nueve.
– Gracias. -Ludmila puso los ojos en blanco y bajó al andén.
– No se puede bajar ahí sin billete -gritó el hombre-. La van a parar y le van a poner una multa.
– Solamente necesito hablar con el guardia -gritó Ludmila sin detenerse.
– Ahí no lo va a encontrar. Al tren todavía le falta una hora para salir.
Ludmila se detuvo para pisotear el suelo.
– ¿Y a qué hora han de salir los trenes, si no es a la hora que les toca?
– Es… Dios bendito, es que no escucha… ¡Éste es el de las diez quince! Ya no importa a qué hora salga, ¿verdad?
Ludmila giró sobre sus talones para enfrentarse con el hombre. Estaba claro que acababa de encontrar el alma gemela de su hermano, así que sabía perfectamente cómo tratar al tipo. Puso su cara de póquer, cuidadosamente transmitida a través de las generaciones.
Читать дальше