Philippe Djian - Zona erógena

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– Debes de estar totalmente tensa -le dije.

– No, no te rías, más bien estoy de buen humor. Pero no debería estarlo, hace mucho que estoy en punto muerto. No he dado pie con bola, en cuestiones de amor, desde hace siglos.

– No te preocupes, a todo el mundo le pasa.

– Sí, podría ser…

Estábamos poniendo un poco de orden cuando Yan se plantó en el marco de la puerta.

– Lo siento -dijo- pero no me tengo en pie. Vamos a acostarnos.

Nos dirigió un leve saludo con la mano antes de desaparecer con Jean-Paul pisándole los talones. Annie y yo volvimos a la otra habitación. Ella empuñó una botella y la levantó hacia mí.

– ¿Nos quedamos un rato más? -preguntó.

– Yo me encargo del hielo.

Fui a buscar cubitos. Cuando regresé, ella estaba estirada en el sofá. Me senté en el suelo, a su lado, y llené las copas.

– ¿Y tu libro? -me preguntó-. ¿Avanza?

– Está terminado.

– ¡Bueno, podremos brindar por alguna cosa!

– Podemos brindar por cantidad de cosas más, si quieres.

– Para empezar, brindaremos por tu libro. Espero que sea una cosa grande.

– Yo qué sé. A veces ya no sé nada de nada. Hay momentos en los que ya no sé ni lo que he querido decir. Hay cosas que quedan en el misterio, incluso para mí. Tengo la impresión de estar reviviendo una historia que se remonta a la noche de los tiempos.

– Entonces, brindemos por lo que queda en el misterio.

– De acuerdo -dije yo.

Vaciamos nuestras copas. Conocía a Annie desde hacía al menos veinte años y creo que nunca me había sentido tan cerca de ella como esa noche. Había tenido cantidad de ocasiones de tomarla entre mis brazos, o de besarla, o de cosas así durante todos esos años, pero nunca me había sentido así con ella; casi podía ver los lazos luminosos y sensibles que nos unían. Realmente me gustó y tuve la impresión de que el cielo me enviaba mi recompensa. Cuando me ocurren asuntos de este tipo, siempre me pregunto qué cosas formidables habré hecho para merecerlos.

Bebimos, fumamos y charlamos durante un buen rato más, pero sin prisas, y nuestros silencios tenían el mismo color que todo lo demás; tenían un perfume salvaje. Qué lástima que a ella sólo le gusten las mujeres, pensé, qué estupidez tan abominable para un tipo tan imaginativo como yo. Era tanto más duro cuanto que yo tenía la cabeza apoyada en una esquina del sofá y podía respirar su olor, podía concentrarme en él con los ojos semicerrados, tratando de llenar la habitación de un ambiente sexual irresistible. Pero no creía excesivamente en él, era únicamente un pequeño ejercicio cerebral que producía imágenes, como la de una chica abriéndose de piernas con la ayuda de las dos manos.

Hacia las dos se levantó suspirando y me deseó buenas noches. Vale, le dije, no puedo levantarme tarde mañana, y mientras ella subía al piso superior me estiré como pude. Logré levantar el yeso tres centímetros.

Di unas cuantas vueltas por la habitación antes de decidirme a desplegar el sofá; tenía pereza y sentía la cabeza un poco pesada. Pensé que sería bueno poner un rato la cabeza debajo del grifo antes de acostarme, a lo mejor me aireaba las ideas. Así que subí en busca de refresco.

Abrí el grifo y me vi en el espejo. Tenía verdaderamente una cara espantosa. No me entretuve y dejé la cabeza debajo del grifo al menos durante cinco minutos, para ver si barría con todo eso. A continuación me erguí y cogí una toalla. Miré de nuevo al espejo y vi que Annie estaba de pie, detrás de mí. Llevaba una camiseta blanca que le llegaba justo encima de las rodillas. Me sequé la cabeza.

– Eres un cerdo -me dijo-, pero, ¿puedo tener confianza en ti?

– Yo qué sé. Depende.

– No quiero estar sola. Estoy segura de que no conseguiría dormir. Siempre te he considerado como una especie de hermano -añadió.

– Por supuesto -dije yo.

– ¿Crees que podrías pasar la noche a mi lado sin hacer tonterías?

– Estoy demasiado reventado para hacer nada de nada -le contesté.

Asintió lentamente con la cabeza sin dejar de mirarme y luego caminó hacia su habitación.

La seguí. Nos estiramos en la cama. Tal vez yo fuera un cerdo, pero no me quité los pantalones. Había una pequeña lámpara encendida en el suelo. Daba una luz suave.

– ¿Te molesta que la deje encendida?

– No, no me importa -dije.

Coloqué mi brazo válido debajo de la cabeza. El otro debía de estar por cualquier parte, encima de la cama. Miramos el techo. Nos quedamos un buen rato así, y creo que ya había conseguido no pensar en nada cuando ella se volvió bruscamente hacia mí y apoyó la cabeza en mi hombro. No dije nada. Contuve la respiración.

– No es lo que te imaginas -dijo.

– Ya lo sé.

En realidad, lo único que sabía era que una chica viva estaba pegada a mí. Desplegué lentamente mi brazo y la apreté con suavidad; imagino que un hermano habría hecho algo por el estilo. Se dejó hacer. Nos quedamos un momento inmóviles y luego empecé a moverme casi imperceptiblemente. Parecía que estuviéramos en una barca con el mar en calma. Empecé a notar seriamente que sus tetas se aplastaban contra mi cuerpo. Seguí más y más y más, durante siglos, y me parece que ninguno de los dos sabía exactamente qué hacíamos. Por fin me lancé francamente. Restregaba su pecho contra mí sin que pudiera quedar la menor duda acerca de lo que estaba haciendo. Ella también parecía bastante excitada, pero no me tocaba, tenía las manos apretadas la una contra la otra. Estábamos totalmente derrengados los dos: el alcohol, el cansancio, la soledad; el tiempo había dejado de pasar y la corriente n había abandonado por un momento en la orilla. La cosa tenía que degenerar forzosamente, yo no podía hacer nada por evitarlo. Nunca me he creído tan hacha como para ir contra la voluntad de los dioses.

Le arremangué la camiseta y ella se tapó los ojos con un brazo. Llevaba unas bragas blancas. Mantenía las piernas juntas.

– No podría -murmuró-. Sabes perfectamente que no podría…

Besé sus pechos uno tras otro. Ella los tendía hacia mí lanzando breves gemidos. Aspiraba sus pezones, se los mordisqueaba, los apretaba entre mis labios; los lamí y los chupé como un loco y, con toda la suavidad que me fue posible, deslicé la mano debajo de su vientre. Necesitaba romperle el cerebro en mil pedacitos para conseguir algo, necesitaba que olvidara que era un hombre quien estaba con ella, un hombre quien recorría su piel con dedos nerviosos. Deslicé la mano bajo el elástico pero fue imposible hacerle abrir las piernas. Yo estaba de rodillas y el yeso me estorbaba. Empezaba a sudar. Su pecho centelleaba a causa de la saliva y su boca estaba abierta. Mientras trataba de meterle un dedo en la raja me incliné sobre su oreja:

– ¿Por qué? -dije en voz baja.

– No puedo explicártelo.

Conseguí deslizar mi dedo y acariciarle el botón dos o tres veces. No separó las piernas, pero sentí que ya no las mantenía apretadas. La acaricié suavemente. Al cabo de un minuto, me asió la mano. Colocó mi dedo en el lugar preciso, puso su mano encima de la mía y marcó el ritmo adecuado. Durante todo aquel rato mantuvo el brazo sobre los ojos. No me miró ni una sola vez. Pero al menos eso podía entenderlo.

Empezó a gozar y dobló las rodillas sobre el vientre, y no detuvo el movimiento de mi mano hasta que se encontró replegada sobre sí misma, como un trozo de plástico arrugado por las llamas. Luego se volvió hacia el otro lado sin decir ni una palabra. Yo estaba empapado en sudor. Le puse la mano en el hombro y ella se contrajo.

– No intentes metérmela, por favor -murmuró.

– No -dije yo.

– Estoy completamente borracha -añadió.

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