Nadine Gordimer - Un Arma En Casa
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Tiene buen aspecto.
Aunque algo diferente de la imagen que llevan consigo, como algunas personas llevan una fotografía en la cartera como identificación de un compromiso; sus rasgos son más toscos, más vigorosos, y los tendones que asoman por el cuello de la ropa de la cárcel corresponden a un hombre de más de veintisiete años. Igual que cuando estaba en el internado, había un rostro, un contorno en la mente que no se correspondía exactamente con el del chico al que visitaban en el colegio, que llevaban a comer fuera cuando había necesidad de hablar con él en serio sobre algo.
Se le ocurre a Harald que ahora, cuando salen de la cárcel, es igual que cuando lo dejaban en el colegio. El período de tiempo que tienen por delante, los impensables siete o cinco años, se reduce a algo más comprensible.
Él sabe que, cada vez que lo visitan, en su mirada está la pregunta pendiente; necesitan una respuesta. El juez lo afirmó como un hecho, no como una pregunta. «No ha dado muestras de arrepentimiento.» Cómo puede saber, ninguno de ellos, lo que sólo conocen de oídas. Cómo pueden saber qué es eso cuando piensan, cuando hablan. Harald y Claudia, mis pobres padres, ¿queréis que vuestro hijito se eche a llorar y diga que lo siente? ¿Se arreglará todo, como la ventana que he roto con una pelota? ¿Queréis que sea otra vez un ser humano civilizado, por lo primero, y Dios me perdonará y me dejará limpio, por lo segundo? Así creen que son los remordimientos.
Fue él quien me trajo un libro cuando yo estaba a la espera de juicio, creo que fue cuando él estaba tan enfadado, tan horrorizado que deseaba acusarme, castigarme, pero había algo en el libro que no sabía, no sabe, no puede saber nunca. El párrafo sobre quien lo hizo y sobre aquel al que se le hizo. «Es absurdo que el asesino sobreviva al asesinado. Los dos, juntos y solos -juntos como sólo lo están en otra relación humana mientras uno actúa y el otro sufre-, comparten un secreto que los une para siempre. Se pertenecen.»
Los escritores son peligrosos. ¿Cómo puede ser que un escritor sepa estas cosas? Aunque en este caso, somos tres, solos y unidos. En la «otra relación humana» -hacer el amor y todo lo demás- Cari actuaba, yo lo sufría, yo actuaba, Natalie me sufría, y esa noche en el sofá, ellos actuaron y yo los sufrí a los dos. Nos pertenecemos.
He copiado esta cita una y otra vez, no sé cuántas veces, en plena noche, la he escrito de memoria en un fragmento de papel, como ella acostumbraba a garrapatear un verso de un poema, me he detenido en medio de una sección cuando estaba concentrándome en el plano y he tenido que escribirla en algún sitio. Él está muerto, y él, ella y yo compartimos un secreto que nos une para siempre. No podría decirse mejor; él está muerto, no sé cómo cogí el arma y le disparé a la cabeza. Hay otro fragmento en ese libro; sobre el que lo hace. «Ha satisfecho el deseo más profundo de su corazón.» Cuando los encontré así, mi más profundo deseo ¿cuál fue? Daría lo que fuera por saber qué era lo que quería entonces, de lo que vi como su traición o la consumación de la unión entre nosotros tres, y por saber si, porque no pude obtener lo que quería -fuera eso lo que fuera-, mi más profundo deseo se vio satisfecho cuando disparé a mi amante y amante de ella. El está muerto, yo estoy vivo, me alegro con todos -mis padres, Motsamai- de que ya no haya pena de muerte. El asesino ha sobrevivido al asesinado. Intenta decirles esto a mis jueces, al del tribunal y a los del adosado. No puede contarse, sólo vivirse, en este espacio entre muros hecho para esto. Lo que está fuera, lo que puedo ver desde la ventana de Tántalo cuando me pongo de pie sobre la cama; estaré fuera, tras siete años (cinco, promete Motsamai); acaso se olvidará, acaso aquel que está muerto y yo ya no nos perteneceremos. Tendría que preguntárselo a algún preso veterano; los de la finca no nos movíamos en un medio de criminales. Hay tantas cosas que no sabíamos, que no deberíamos haber necesitado saber nunca. Los tres, Cari, muerto, Natalie y yo vivos, Nastasia mi víctima y, como dice Khulu, Natalie mi torturadora, esté donde esté, estamos unidos por lo que he hecho, lo sepa ella o no, sea o no un secreto lo que lleva en su vientre.
El reproductor de discos compactos está guardado en el adosado con otras cosas. No hay música en estas noches que separan estos días de mis siete años. El estrecho orificio de la ventana vigila mientras está cerrada la mirilla de la puerta; qué discípulo de la arquitectura funcional inventó las especificaciones para esta ventana en forma de rombo que se divide tan satisfactoriamente en segmentos hechos por barras verticales. La noche cortada en cinco trozos.
No hay equipo de música, pero oigo una y otra vez algunos fragmentos, el adagio de la Tempestad de Beethoven y el alegreto de un impromptu de Schubert. Él y yo acostumbrábamos ir a conciertos en esa época, la época de L'Agulhas. Con él había algo más que Brubeck y ese otro músico de jazz. El fallecido tenía una colección de discos, también de Penderecki y Stockhausen. Si escuchas la música que se forma en tu propia cabeza, que está allí sin ningún aparato reproductor -¿cómo?, ¿cómo?-, durante horas, empiezas a saber qué es la música. Es una de las maneras -sólo una entre muchas- de crear orden a partir del caos original. Cuando estaba con ella, escuchaba a Beethoven y Schubert solo, con cascos; ahora es algo parecido. Ella no quería oírla; no creo que fuera porque necesitara que yo le enseñara a apreciarla y demás. Era porque se rebelaba contra el principio del orden; en cualquier cosa, en todas las cosas, por eso nunca terminaba los poemas.
Tiene que haber alguna manera.
Naturalmente, si yo «confesara» todo esto a Motsamai, se movería, empujado por los remordimientos, y quizá incluso conseguiría -es un genio en su devoción a sus clientes- una remisión más temprana que la que me ha hecho creer que tendré. Pero entonces todo esto que vivo me sería arrebatado; no podría soportarlo, sin esto, este espacio hecho para ello.
El Juicio Final del Tribunal Constitucional ha declarado que la pena de muerte es inconstitucional. El tono firme y amable del juez presidente tiene la seguridad de un hombre que, mientras expresa la resolución a la que han llegado tras vanos meses de sopesar escrupulosamente las conclusiones de un tribunal de pensadores independientes, ha recibido él también la gracia. Hay cierta serenidad en la justicia.
Si la decisión hubiera sido que el Estado volvía a tener el derecho de quitar una vida a cambio de otra vida, habría sido demasiado tarde para decretar que Duncan debía ser colgado una mañana temprano en Pretoria. Su sentencia lo mantenía a salvo. Sin embargo, la noticia hace que ella tiemble visiblemente; él le coge las manos para calmarla; y calmarse a sí mismo. La sentencia extrema aplazada por una moratoria era la amenaza que todavía existía; en el conjunto de leyes del país, incluso Motsamai lo había dicho. Y mientras todavía existía, podría ser que se exigiera para el acto que su hijo había cometido un viernes por la tarde. De modo que una liberación, alivio, un curioso rastro, como de felicidad; qué extraño que sea posible sentir nada parecido. Duncan sigue donde está.
Harald y Claudia decidieron irse. De vacaciones. Resulta embarazoso admitirlo delante de Duncan, en la sala de visitas. Él dice ¡ya era hora de que os tomarais un descanso! ¿Cuánto tiempo?
Pero mejor no hablar de eso; las últimas vacaciones las cogieron antes, cuando existían unas sístoles y diástoles habituales entre trabajo y recompensa. Han pasado para él muchos meses, para él, ahí donde está, y para ellos, fuera.
Al Cabo.
– ¿No fuiste una vez a L'Agulhas? ¿Crees que nos gustaría?
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