Nadine Gordimer - Un Arma En Casa

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La vida de los Lingord, un matrimonio liberal de Suráfrica, sufre un vuelco cuando su hijo Duncan mata a uno de sus compañeros de piso. El joven ha confesado su autoría, pero no el motivo del crimen. Para afrontar el proceso, los Lingord recurren a un abogado negro recién regresado del exilio, una elección arriesgada en un país donde sólo formalmente se ha puesto fin a la discriminación racial.

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Ningún llanto sale de esa madre. Es el padre -de manera inesperada- quien se levanta repentinamente de la silla que se le ha ofrecido amablemente y coge al hijo por los hombros. Sale de él un extraño ruido, algo entre una tos y un grito, como si estuviera atragantándose. Su mujer, la doctora, parece capaz de no mover un dedo. Hamilton lo deja solo en ese momento, que le pertenece. Sólo cuando se ha dado la vuelta, en su rostro un rictus sin lágrimas, Hamilton se acerca y lo rodea con el brazo.

Harald miró a Duncan, vestido con americana y anchos pantalones grises, de calculado aire informal, el convencionalismo de lo poco convencional que no había predispuesto en contra a un juez mundano, y se dio cuenta de que ésa era la última vez que llevaría esa ropa. En el futuro (y el futuro eran siete años) llevaría la ropa de la cárcel. Se acabó.

Acaba de empezar.

Khulu estaba esperándolos en las escaleras de los juzgados. Anduvo con ellos en silencio hacia el aparcamiento. Caminaban pesadamente, como presos; cada paso rechinaba. El trabajo de Motsamai, de Hamilton, había terminado con éxito; en adelante, sería el mensajero entre Duncan y las autoridades de la cárcel, pero no necesitaría buscar o recibir a los padres, un abogado de éxito es un hombre ocupado. Permanecieron de pie un momento, junto a su coche. Claudia, en nombre de los dos, dijo a Khulu: Tenemos que seguir viéndonos.

Una cárcel es la oscuridad. Dentro. Dentro de uno. Es una noche que no termina nunca, incluso bajo la irritante luz del fluorescente del techo de la celda. Oscuridad, incluso cuando, a través de la ventana con barrotes a la que se puede llegar desde la cama, la ciudad tiembla de luz. Expectativas. Eso es lo que ha desaparecido. Nada te llama, no esperas nada.

Soy un harapo en una alambrada. Deberías haberme dejado allí.

¿Una carta de Natalie?

Soy un harapo

en una alambrada

deberías

haberme dejado allí

No, no es una carta de ella; es algo que escribió en una ocasión. Uno de los papelitos que le dejaba por ahí para que los encontrara, en el salpicadero del coche, junto a la bañera del cuarto de baño. Una actitud afectada, un modo de comunicarse.

Podría haber sido escritora. Tenía talento. Podrían haber sido la escritora y el arquitecto, una pareja «creativa». Una familia de cuatro, qué estupendo: junto con la doctora y el suministrador de créditos hipotecarios para los que no tienen casa. Asequible: ésa es la palabra acuñada para nuestros tiempos, referida a lo que uno puede conseguir sin arriesgar demasiado, el camino escogido por el bueno de Khulu para ser aceptado: es asequible para los varones blancos, en sus camas.

Ella podría haber sido escritora. El haberla puesto a trabajar en una agencia de publicidad, inventando sonoras mentiras a la moda para lavar el cerebro a la gente, convencerla de que quiere comprar determinadas cosas, era una traición a esa posibilidad. Ella mostró desprecio por mi elección haciendo algo atroz, en lugar de utilizar las palabras contra mí, porque yo, al final, había envilecido las palabras, según ella. La había hecho callar.

No fue a ella, fue a él a quien hice callar, al final.

Siempre estaba intentando ganármela a base de reforzar su confianza en sí misma, creyendo que podría hacerlo con alabanzas, diciéndole lo inteligente que era.

Ella se reía: ¿Cómo mides la inteligencia de tu perro? ¡Por cómo obedece las órdenes!

El olor corporal de la ciudad, a orina y a flores de los puestos callejeros. Todavía no es invierno. Ni siquiera mediados de otoño, desde la alta ventana.

Un final irregular.

Qué es eso. No es de ella. No.

El final irregular de un continente.

L'Agulhas.

El estuvo allí con Cari. El mar brillaba en los bajíos cuando subía la marea; rocas (L'Agulhas, «las agujas», en portugués, explica él, el habitante del Norte que se divierte enseñando al del Sur lo que debería saber sobre su propio país). Las rocas ensangrentadas por los líquenes. Era divertido, los dos allí, con el peso y la extensión del continente a sus espaldas, sentados en el filo de la existencia. A escasa distancia de la furia oscilante de los dos océanos, en el punto donde chocan las corrientes opuestas, la del índico y la del Atlántico. Con ella… ah, fue en otro sitio, sólo el índico, del que la sacó a rastras para que respirara. En el Atlántico fue con él. Donde se encuentran los dos océanos se produce un punto fatal. Con Cari, llegó el final de todo. Entonces, alguien cogió el arma y le disparó en la cabeza . Un final irregular.

Los que quieren ojo por ojo, asesinato por asesinato; no querrán olvidarlo. Harald no sabe si, por esta convicción, que Claudia, probablemente, tiene la suerte de ignorar, debería sugerir: Quizá podría ir a ejercer su profesión en otro país.

¿De algo terrible surge algo nuevo y hay que vivir la vida con ello y de otro modo? Ése es el país para ellos, allí, ahora. Para Harald, implica una nueva relación con su Dios, el Dios de los que sufren al que antes no podía tener acceso. Claudia, en cambio… tuvo una salida que lo desorientó por completo sobre ella, sobre un aspecto que no había advertido nunca.

Quizá deberían intentar tener un hijo.

Que se permita refugiarse en una ilusión semejante, siendo médico, con cuarenta y siete años… qué esperanza podría haber de concebir, otro Duncan, en su cuerpo.

Todavía no soy menopáusica.

Él se sentía tumescente con el dolor de Claudia; con todo, le hizo el amor, por algo imposible. Era la primera vez que hacían el amor desde que entrara el mensajero en el adosado y nunca lo habían hecho así, como un ritual en el que no creían, ejecutado con desolada pasión.

Los primeros meses pasaron rozándolos. Entonces, las viejas rutinas empezaron a tirar de ellos, en un retorno: los viejos contactos de cada día, el contexto de las responsabilidades, rostros, documentos, decisiones que afectan a los demás, si hay que recetar este antídoto o ese otro para la clase de dolor que sufre alguien, si la subida de los tipos de interés podría contenerse sin elevar los pagos mensuales de los préstamos hipotecarios, decisiones en las que no tenían relevancia un hombre muerto en un sofá, un juicio, siete o cinco años. Nada más a ese respecto; nada más respecto a ellos. Sólo que, en lugar de sus habituales actividades de ocio, están las visitas, el viaje a otra ciudad, donde se cumplen las condenas largas.

Un colega invita a Harald a comer. El hombre acaba de recuperarse de la implantación de un doble bypass en un corazón obstruido por sangre espesa, y come los alimentos más fuertes del menú. Parece como si fuera una demostración; dice, sonriendo, a Harald:

– Uno tiene que morir.

Es una manera delicada de hacer referencia al desastre y ofrecer consuelo, todo el mundo sufre de un modo u otro, todos somos personas en un momento difícil.

Harald y Claudia vuelven a moverse en su propio círculo, no hay motivo para mantener contacto con la casa comunal; sin duda, en esa casita habrá ya nuevos inquilinos. Difícilmente podría esperarse que Baker, en cuyo dormitorio de la casa se suponía que estaba el arma bien guardada, quiera encontrarse frente a frente en aquel cuarto de estar con los padres del asesino de su amigo, suponiendo que éstos fueran capaces de acudir. Y Claudia no ha entrado en la casita después de que el mensajero dijera lo que tenía que decir. Una empresa ha llevado los objetos personales del anterior inquilino al adosado. Aparentemente, como muestra de consideración, los demás ocupantes de la urbanización no se han quejado a Harald y a Claudia de que la prolongada presencia del perro va contra las normas.

Ellos han perdido todo contacto con Khulu. Lamentablemente. Igual que uno pierde contacto con la persona que queda alejada de su vida, predeterminada tiempo atrás, también lo pierde con las circunstancias que rodearon el período de crisis en que la vida produjo sus propias intimidades extrañas, que no encajan con la necesidad de seguir la propia vida como uno sabe vivirla. No han vuelto a ver a Motsamai. Khulu visita a Duncan, según dice éste. O, para ser exactos, lo comenta de pasada, en la conversación que tiene lugar en un nivel tácito que evita determinadas referencias y preguntas a las que no se puede responder, entre él y sus padres cuando lo visitan. Intercambio de noticias personales; porque ahora Duncan tiene ese tipo de noticias, ha terminado el plano en el que estaba trabajando y ha tenido como respuesta (ventajas de las relaciones amistosas de Motsamai con el director de la cárcel) un informe detallado favorable de sus compañeros de proyecto. A la siguiente visita, puede decirles que tiene permiso para empezar a estudiar a fin de obtener un título superior de urbanismo. Y al mes siguiente les cuenta que -sí- está cuidando su salud haciendo gimnasia en su celda por la tarde y por la mañana. Les hace reír un poco la idea de su gimnasia improvisada.

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