Nadine Gordimer - Un Arma En Casa
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»De lo dicho por mi distinguido colega se desprende la conclusión de que está haciendo un juicio moral sobre las preferencias sexuales, la actividad sexual, específicamente, la actividad homosexual, cuando habla de que el acusado compartía "una casa donde no se mantenía ninguna de las normas comúnmente aceptadas respecto al orden". De esta manera, equipara las relaciones sexuales a la ausencia de un cuidado adecuado de un arma mortífera, peligrosa, como ejemplos equivalentes de transgresión de tales normas.
«Señoría, el acusado no ha aparecido ante este tribunal por mantener una relación sexual con un adulto capaz de decidir por sí mismo, ni eso podría constituir un delito bajo la nueva Constitución, en la que se reconocen estas relaciones como parte del derecho a la libertad individual. Las relaciones homosexuales, tal como existían en la casa que compartían, encajan dentro de las "normas comúnmente aceptadas" de nuestro país.
»E1 tribunal ha decidido por mayoría que el asesinato que ha reconocido el acusado no fue premeditado. Al examinar, con el docto escepticismo que es privilegio de su cargo, los testimonios encontrados de los psiquiatras, el tribunal ha llegado a su propia opinión de que, sin embargo, el crimen se cometió en un estado de imputabilidad criminal y ha declarado esta decisión en su sentencia. Sin embargo, debemos decir que en el curso del juicio se ha debatido intensamente este punto vital, y todo debate implica que flota cierto grado de duda, un interrogante. Este grado de duda merece ser tomado en serio para dar mayor valor a la consideración de las circunstancias atenuantes admitidas en la sentencia.
»Ejeee… Finalmente, cuando pedimos una sentencia acorde con el delito del individuo, el Estado necesita tener presente la filosofía del castigo como rehabilitación de un individuo, no como condena de un supuesto representante de los males actuales de la sociedad cuyo castigo, por lo tanto, debería ser tan duro como corresponde a una culpa colectiva. Nuestra justicia ha suspendido la pena de muerte; no debemos instaurar en su lugar unos prejuicios que supongan para cualquier acusado un castigo superior al que le corresponda por el delito cometido y las circunstancias en que se cometió. Las costumbres de nuestra sociedad aparecen expresadas en nuestra Constitución, y nuestra Constitución es la más alta ley del país. Mi distinguido colega representante del Estado habla con la voz del pasado.
A continuación, el juez pronuncia un preámbulo que nadie recordará porque su sentido queda ensordecido por la tensión que genera lo que dirá a continuación: la última palabra.
– He escuchado atentamente a los abogados de la defensa y de la acusación. Desde un principio, ambos abogados deberían haber tenido claro que la sentencia que este tribunal iba a dictar para este caso no dependía de la moral sexual o social de la persona acusada. Mi función es la de pronunciar una sentencia que sea justa tanto para la víctima como para el acusado. Se ha perdido una vida. Y, como expresión de mi desagrado ante el modo en que se guardaba el arma en cuestión, sin tener en cuenta la seguridad, declaro que el arma queda confiscada por el Estado.
«Aunque en este caso se dan circunstancias poco frecuentes y excepcionales, la sentencia debe tener un efecto disuasorio. Nuestra Constitución consagra, ante todo, el valor de la vida humana. La cuestión objeto de la sentencia es muy difícil; y ésta no sólo debe actuar como elemento disuasorio, sino también debe ser una muestra de gracia. Tras una consideración muy minuciosa, te sentencio, Duncan Peter Lindgard, a siete años de prisión.
»Se levanta la sesión.
La última palabra. Dictada al hijo, a sus padres, a los representantes de esos otros jueces, las gentes de la ciudad.
Se acabó.
Una descompresión, un colapso de los nervios, una profunda espiración, como la que dejó escapar el espíritu de Harald cuando el mensajero trajo la noticia de que ha sucedido algo terrible: pero ahora cierran el círculo y vuelven al punto de partida, por así decirlo, espirando el aire del alivio. Se acabó.
Incluso mientras estaban con su hijo, se producía esa extraña remisión; después, con Duncan, en ese lugar bajo la sala, cuando todos los que habían estado a su alrededor y que habían oído el fallo, la sentencia pronunciada, siete años, habían salido apresuradamente de la sala, habían pasado en fila a su lado respetuosamente; el mensajero Verster se detuvo un momento, como si fuera a hablar, pero no dijo nada; otro -una mujer- se inclinó rápidamente para decir: Gracias a Dios (alguien consciente de que podrían haber sido doce años). Los tres intercambiaron tímida y amablemente las banalidades que mostraban su preocupación mutua: Estás bien, madre, papá, por qué no te sientas.
Motsamai estaba allí, de nuevo en el personaje de Hamilton, guiando a los padres, qué habrían hecho sin él esta última vez. De camino por los largos pasillos, había hablado en voz baja y grave, tal como acostumbraba a abordar, expresar y superar los temas delicados.
– Tengo que deciros que hemos tenido mucha, mucha suerte. No podéis imaginaros cuánta. Es la sentencia más benévola posible. En toda mi experiencia, es el mínimo asignado a un caso como el de Duncan. Siete años. No podíamos haber salido mejor parados; siete años era mi cálculo más optimista, pero nunca se sabe, ni siquiera con el juez adecuado, quién sabe cómo son los asesores. ¡Algunas veces…! Ejeee… ¡Bueno! ¡Si coinciden en aspectos vitales contra el juez! Éste tiene que informarse bien… Bien, éstos eran cordentos, lo seguían sin apenas rechistar, neee…
Ahora tenía que hacer un esfuerzo para contener su estado de ánimo y mantenerse en el mismo nivel apagado que ellos, aunque estaba familiarizado con el modo en que los individuos aturdidos por la dura prueba de un juicio confunden su estado con una especie de paz que uno no quiere alterar. En ese estado de ánimo, ha visto como otros asesinos experimentan una conversión religiosa.
– Duncan no cumplirá toda la pena. Claro que no. Buena conducta, estudios y demás. Supongo que podrás sacar otro título en tu campo, Duncan; seguro que sí. Saldrá cuando tenga… ¿cuántos años tienes ahora, Duncan? ¿Veintisiete? Estará fuera a los treinta y dos. Todavía joven, ¿verdad? Podrá olvidarlo.
Hamilton también tiene planes. Ellos sólo han sentido alivio, Duncan ya no es el blanco distante en el banquillo, los desconocidos que se inmiscuyen en el suceso más privado de sus vidas ya no los empujan a su alrededor; sólo son conscientes de eso, en los veinte minutos, media hora tal vez que pasan con él, no perciben el límite de ese plazo ni lo que vendrá después.
El abogado conoce las emociones a las que están sujetos los familiares y el recién condenado cuando se encuentran por primera vez, en lo que es un tiempo nuevo, cuando todo se ha acabado. Hamilton debe controlar sus sentimientos de empatía, presentes junto con su satisfacción profesional en un caso muy dudoso, bien defendido por uno de los mejores abogados disponibles. Está allí para dar apoyo, para ayudarlos a aceptar en ellos mismos, y entre ellos y él, la expresión natural de las emociones. Entre su gente (él diría, en nuestra cultura), una madre estaría llorando. Y de qué manera. Por qué no. ¡Pero estas pobres gentes -en este caso, aquella putilla tenía razón-, estos blancos de clase media que consideran que sus códigos de comportamiento son progresistas y libres, son precisamente aquellos capaces de contenerse en cualquier situación y deben hacerlo así, por respeto a los demás! Su hijo, pobre chico, se metió en un lío que no estaba previsto. Y ellos no saben cómo reaccionar ante lo que les está sucediendo. No muestran ninguna emoción, sólo una amabilidad distante uno con otro.
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