Nadine Gordimer - Un Arma En Casa

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La vida de los Lingord, un matrimonio liberal de Suráfrica, sufre un vuelco cuando su hijo Duncan mata a uno de sus compañeros de piso. El joven ha confesado su autoría, pero no el motivo del crimen. Para afrontar el proceso, los Lingord recurren a un abogado negro recién regresado del exilio, una elección arriesgada en un país donde sólo formalmente se ha puesto fin a la discriminación racial.

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Pero el hombre sigue adelante. Los hostiga, no puede dejar solo lo que ha dicho, tiene que hacerlo otra vez. Manipula la esperanza.

– El tribunal tiene en consideración ciertos factores atenuantes, aunque el acusado no ha dado muestras de arrepentimiento por su crimen. En primer lugar, no llevó ningún arma cuando se dirigió a la casa. En segundo lugar, no podía saber que el fallecido estaría echado en el mismo sofá en que había tenido lugar el acto sexual la noche anterior ante sus ojos. En tercer lugar, el arma estaba allí por casualidad, sobre la mesa. Si no hubiera estado allí, tal vez el acusado habría insultado al fallecido, tal vez incluso le habría dado algún puñetazo, venganza habitual en un amante deshonrado… o bien ambas cosas.

En ese momento, parece abandonar su texto, acusar a la asamblea y a sí mismo, a las calles y zonas residenciales y campamentos con ocupantes ilegales situados fuera de los tribunales y los pasillos, a la muchedumbre de la que todos forman parte, apretándose contra el resquebrajado palacio de justicia.

– Pero ésta es la tragedia de nuestros tiempos, una tragedia que se repite todos los días, todas las noches, en esta ciudad, en nuestro país. Parte de los objetos domésticos, algo que se lleva en los bolsillos junto con las llaves del coche, incluso en las mochilas de los niños, constantemente a mano en situaciones que conducen a la tragedia: resulta que las armas están ahí.

Khulu mueve la cabeza con vehemencia a pesar de sus esfuerzos por controlarse, pero para Harald la judicatura ha soltado su pequeña homilía, en efecto. ¿Tiene eso algo que ver con lo que van a hacer con mi hijo que, como cualquier otro, respiró la violencia junto con el humo de los cigarrillos?

El juez se controla un poco.

– El arma estaba allí. El acusado tuvo la voluntad de usarla con propósito de matar. El veredicto unánime del tribunal es que Duncan Peter Lindgard es culpable, con atenuantes, del asesinato de Cari Jespersen.

La sentencia queda aplazada hasta el día siguiente a las diez.

La gente ha visto cómo se hace justicia. Ahora se avergüenzan de ser observadores curiosos de la pareja a la que ha sucedido algo terrible; se mantienen a distancia, se dan codazos para dejar pasar a Harald y a Claudia, y a ese marica negro, el testigo. Los ojos de Claudia se cruzan con los de un desconocido; éste baja la vista.

Un shock emocional tiene la fuerza de un golpe en la cabeza. Pero ese veredicto no es un shock; es la expresión oral de un temor que han conseguido mantener a raya -sólo eso- durante varias semanas y que durante los días que han pasado en ese lugar ha ido aproximándose lentamente hasta estar más cerca que los desconocidos que los rodean; esperando para caer sobre ellos, Harald y Claudia. En el movimiento de policía, abogados y funcionarios que recogen la documentación a través de la cual se ha hecho justicia, es difícil encontrar a Duncan. ¿No está allí? Duncan nunca ha estado allí, nunca. Nada de eso puede haber sucedido a su hijo.

A las diez de la mañana, la sala se pone en pie cuando entra el juez. Los papeles se deslizan, unos debajo de otros; la luz del sol que entra por las ventanas situadas al este brilla a través de la membrana de sus prominentes orejas. Es un icono destinado a desplazar a aquellos a los que Harald ha dirigido sus rezos con anterioridad.

Por lo que parece, es costumbre que el fiscal y el defensor discutan brevemente el tema de la sentencia, como si no estuviera ya determinada en los papeles situados bajo las manos del juez, como bocas abiertas dispuestas a decir lo que guardan sus labios sellados en las comisuras. El fiscal reitera con seriedad lo que ha obtenido del acusado durante su interrogatorio; no puede haber ambigüedad cuando los hechos del caso que se juzga proceden de la declaración del propio acusado.

– Tal como su señoría ha destacado en su sentencia, el acusado no da muestras de remordimiento; y, lo que es más, un hombre que no da muestras de remordimiento también demuestra que, ejecutara el acto del asesinato de modo consciente o no, éste era la realización de un acto que habría deseado cometer. No se arrepiente porque la muerte del hombre que lo rechazó como amante y después se convirtió en el amante de su mujer era lo que quería y se ha llevado a cabo.

El acusado que no se defiende es, por consiguiente, el individuo que acepta que su crimen es tal crimen, que nada puede aminorar su gravedad. Esperar que se produzca una atenuación de la sentencia que vaya más allá de la aceptación de las circunstancias atenuantes que el tribunal ha concedido ya supone poner en crisis el ejemplo, el mensaje que enviarán nuestros tribunales con semejante atenuación. Su señoría se ha referido al clima de violencia en nuestro país como tema de gran preocupación. Un crimen que surge de la cohabitación de personas como el acusado y sus compañeros de vivienda, sus amigos, en una casa donde no se mantenía ninguna de las normas comúnmente aceptadas acerca del orden, sea respecto a las relaciones sexuales o al cuidado adecuado de un arma; si semejante crimen va a ser considerado con lenidad, con indulgencia, ¿qué clase de peligrosa tolerancia iniciará esto frente a lo que está amenazando la seguridad y la decencia en las relaciones humanas sobre las que se basa la nueva administración de este país? Sí, el arma estaba allí; el crimen de venganza por celos que se cometió con ésta no puede excusarse, sino que forma parte de los secuestros, violaciones, asaltos que surgen del mal uso de la libertad cuando uno fabrica sus propias normas. Ahí es donde todo empieza, desafiando todas las normas morales y reclamando total permisividad, tal como el acusado y sus amigos han hecho, y conduce a permitir el asesinato de uno de ellos, uno de los compañeros de cama, por parte de otro, el acusado. No es necesario que recuerde al tribunal que, cuando se dicta una sentencia, debe hacerse justicia tanto a la sociedad como al individuo acusado, en proporción al daño causado al arrebatar la vida de un individuo y el daño causado también a la sociedad -por él, un joven altamente privilegiado, un profesional al que la sociedad ha dado todas las ventajas- al participar en ese libertinaje moral que abusa de nuestra sociedad y la amenaza.

Hamilton Motsamai sonríe cuando se levanta. Inclina el cuerpo ligeramente hacia delante en lo que podría ser un gesto de deferencia hacia el fiscal.

– Señoría, el acusado no comparece ante una comisión sobre moralidad pública, sino ante su tribunal, acusado de asesinato.

«Permítaseme decir que no se han formulado cargos contra él como representante de un sector de la sociedad.

»No se le pueden pedir cuentas por haber fomentado los robos, secuestros y violaciones que, lamentablemente, tan comunes son en este tiempo de transición tras los largos años de represión durante los que la brutalidad del Estado enseñó la violencia a nuestra gente, generaciones antes de que pudiera disponer de libertad para resolver los problemas de la vida. Ruego a su señoría que sea indulgente con esta última digresión…

»En efecto, el clima de violencia tiene una importante responsabilidad en el acto que cometió el acusado; debido a ese clima, el arma estaba allí. El arma estaba por ahí, en el cuarto de estar, como un gato doméstico; sobre una mesa, como un cenicero. Pero el acusado no es responsable de que impere la violencia; el tribunal ha aceptado el testimonio incuestionable de que el acusado no había mostrado nunca la menor tendencia a la violencia, y Dios sabe que hubo ocasiones, durante la convivencia con esa joven, en que pudo esperarse ese tipo de respuesta. Era, en efecto, un ciudadano que, apropiándome del término de mi distinguido colega, respetaba "las normas comúnmente aceptadas" del orden social. Su conducta no aprobaba el secuestro, el robo o la violación.

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