Isabel Allende - La Suma de los Días
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Si Willie lograba escapar del trabajo, volaba a encontrarse conmigo en diversos puntos del país para pasar una o dos noches juntos. Su bufete lo retenía y le daba más disgustos que satisfacciones. Los clientes eran gente pobre que se había accidentado en el trabajo. A medida que aumentaba el número de inmigrantes de México y Centroamérica, la mayoría ilegales, aumentaba también la xenofobia en California. Willie cobraba un porcentaje de la compensación que negociaba para sus clientes o que ganaba en un juicio, pero esas cifras eran cada vez más mezquinas y difíciles de obtener. Por suerte, no pagaba renta, porque éramos dueños del antiguo burdel de Sausalito, donde tenía su oficina. Tong, su contador, hacía malabarismos de juglar para cubrir salarios, cuentas, impuestos, seguros y bancos. Este noble chino protegía a Willie como a un hijo tonto y ahorraba hasta el punto de que su tacañería alcanzó niveles de leyenda. Celia aseguraba que en la noche, cuando nos íbamos de la oficina, Tong sacaba de la basura los vasos de papel, los lavaba y volvía a colocarlos en la cocina. La verdad es que sin el ojo vigilante y el ábaco de su contador, Willie se habría hundido. Tong tenía casi cincuenta años, pero se veía como un joven estudiante, delgado, pequeño, con una mata de pelo tieso y siempre vestido con vaqueros y zapatillas. No se hablaba con su esposa desde hacía doce años, aunque vivían bajo el mismo techo, y tampoco se divorciaban para no dividir sus ahorros y por temor a la madre de él, una viejecita diminuta y feroz que había vivido treinta años en California y creía hallarse en el sur de China. La señora no hablaba una sola palabra de inglés, hacía sus compras en los mercados de Chinatown, escuchaba la radio en cantonés y leía el periódico en mandarín de San Francisco. Tong y yo teníamos en común el afecto por Willie, eso nos unía, a pesar de que ninguno de los dos entendía el acento del otro. Al comienzo, cuando recién llegué a vivir con Willie, Tong sentía por mí una desconfianza atávica, que manifestaba cuando se daba la oportunidad.
– ¿Qué tiene tu contador contra mí? -le pregunté un día a Willie.
– Nada en particular. Todas las mujeres que he tenido me han salido caras, y como él lleva mis cuentas, preferiría que viviera en riguroso celibato -me informó.
– Explícale que me he mantenido sola desde los diecisiete años.
Supongo que se lo dijo, porque Tong empezó a mirarme con algo de respeto. Un sábado me encontró en la oficina fregando los baños y quitando el polvo con la aspiradora; entonces el respeto se transformó en disimulada admiración.
– Usted se casa con ésta. Ella limpia -le aconsejó a Willie en su inglés algo limitado. Fue el primero en felicitarnos cuando anunciamos que nos casaríamos.
Este largo amor con Willie ha sido un regalo en los años maduros de mi existencia. Cuando me divorcié de tu padre me preparé para seguir andando sola, porque pensé que sería casi imposible encontrar otro compañero. Soy mandona, independiente, tribal y tengo un trabajo poco común que me exige pasar la mitad de mi tiempo sola, callada y escondida. Pocos hombres pueden con todo eso. No quiero pecar de falsa modestia, también tengo algunas virtudes. ¿Te acuerdas de alguna, hija? A ver, déjame pensar… Por ejemplo: requiero poco mantenimiento, soy sana y cariñosa. Tú decías que soy divertida y nadie se aburre conmigo, pero eso era antes. Después de que tú te fuiste se me acabaron las ganas de ser el alma de la fiesta. Me he vuelto introvertida, no me reconocerías. El milagro fue hallar -donde y cuando menos lo esperaba- al único hombre que podía soportarme. Sincronía. Suerte. Destino, diría mi abuela. Willie sostiene que nos hemos amado en vidas anteriores y que seguiremos haciéndolo en vidas futuras, pero ya sabes cómo me asustan el karma y la reencarnación. Prefiero limitar este experimento amoroso una sola vida, que ya es bastante. ¡Willie todavía me parece tan extranjero! Por la mañana, cuando se está afeitando y lo veo en el espejo, suelo preguntarme quién diablos es ese hombre demasiado blanco, grande y norteamericano y por qué estamos en el mismo baño.
Cuando nos conocimos teníamos muy poco en común, veníamos de medios muy diferentes y tuvimos que ir inventando un idioma -espánglish- para entendernos. Pasado, cultura y costumbres nos se paraban, también los problemas inevitables de los hijos en una familia pegada artificialmente, pero a codazos logramos abrir el espacio indispensable para el amor. Es cierto que para instalarme en Estados Unidos con él dejé casi todo lo que tenía y me acomodé como pude al desorden de batalla de su vida, pero él también hizo muchas concesiones y cambios para que estuviéramos juntos. Desde el principio adoptó a mi familia y respetó mi trabajo, me ha acompañado en lo que ha podido, me ha apoyado y protegido hasta de mí misma, no me critica, se burla suavemente de mis manías, no se deja atropellar, no compite conmigo y hasta en las peleas que hemos tenido me ha tratado con nobleza. Willie defiende su territorio sin alharacas; dice que ha trazado un pequeño círculo de tiza dentro del cual está a salvo de mí y de la tribu: cuidado con violarlo. Una inmensa dulzura yace agazapada bajo su apariencia ruda; es sentimental como un perro grande. Sin él, yo no podría escribir tanto y tan tranquila como lo hago, porque se ocupa de todo aquello que a mí me asusta, desde mis contratos y nuestra vida social, hasta el funcionamiento de las misteriosas máquinas domésticas. A pesar de que todavía me sorprende verlo a mi lado, me he acostumbrado a su enorme presencia y ya no podría vivir sin él. Willie llena la casa, llena mi vida.
EL POZO VACÍO
En el verano de 1996, en Oklahoma City, un racista desquiciado utilizó un camión cargado con dos mil kilos de explosivos para volar un edificio federal. Hubo quinientos heridos y ciento sesenta y ocho muertos, entre ellos varios niños. Una mujer quedó atrapada bajo una masa de cemento y tuvieron que amputarle una pierna sin anestesia para rescatarla. Eso le produjo a Celia tres días de lamentaciones, dijo que mejor sería que la infeliz hubiese muerto, ya que en la tragedia no sólo perdió la pierna, también a su madre y a sus dos hijos pequeños. Su reacción fue similar a la que tenía con otras malas noticias de la prensa; carecía de defensas contra el mundo exterior. No logré adivinar qué le pasaba, a pesar de nuestra larga complicidad. Yo creía que la conocía mejor de lo que se conocía ella misma, pero había mucho en el alma de mi nuera que se me escapaba, como comprobaría unas semanas más tarde.
Con Willie decidimos que era hora de tomar vacaciones. Estábamos cansados y yo no lograba sacudirme el duelo, aunque ya habían transcurrido casi cuatro años de tu muerte y tres de la desaparición de Jennifer. Aún no sabía que la tristeza nunca se va del todo, se queda bajo la piel; sin ella hoy no sería yo y no podría reconocerme en el espejo. Desde que terminé Paula no había vuelto a escribir. Hacía años que acariciaba la idea de una novela sobre la fiebre del oro en California, ambientada a mediados del siglo XIX, pero carecía del entusiasmo para emprender una tarea de tan largo aliento. Poca gente sospechaba mi estado de ánimo, porque mantenía la actividad de siempre, pero llevaba un gemido en el alma. Le tomé gusto a la soledad, sólo quería estar con mi familia, me molestaba la gente, los amigos se redujeron a tres o cuatro. Estaba gastada. Tampoco deseaba seguir haciendo giras de promoción explicando lo que ya estaba dicho en los libros. Necesitaba silencio, pero cada vez me resultaba más difícil conseguirlo. Venían periodistas de lejos y nos invadían con sus cámaras y luces. En una ocasión aparecieron unos turistas japoneses a observar nuestra casa como si fuese un monumento, justo cuando había llegado un equipo proveniente de Europa, que pretendía fotografiarme dentro de una enorme jaula con una majestuosa cacatúa blanca. El pajarraco no parecía amistoso y poseía garras de cóndor. Venía con su entrenador, que debía controlarlo, pero se cagó sobre los muebles y casi me arranca un ojo dentro de la jaula. Sin embargo, no podía quejarme: me recibía un público cariñoso y mis libros circulaban por todas partes. La tristeza se manifestaba en las noches en vela, la ropa oscura, el deseo de vivir en una cueva de anacoreta y la ausencia de inspiración. Llamaba a las musas en vano. Hasta la musa más zarrapastrosa me había abandonado. Para alguien que vive para escribir y vive de lo que escribe, la sequía interior es aterradora. Un día estaba en Book Passage perdiendo el tiempo en sucesivas tazas de té cuando llegó Ann Lamott, una escritora americana muy querida por sus historias llenas de humor, profundidad y fe en lo divino y lo humano. Le conté que estaba bloqueada y me contestó que eso del «bloqueo de escritor» son pamplinas, lo que pasa es que a veces el pozo está vacío y hay que llenarlo.
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