Isabel Allende - La Suma de los Días

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Isabel Allende narra a su hija Paula todo lo que ha sucedido con la familia desde el momento en que ella murió. El lector vive, junto con la autora, la superación personal de una mujer con una fuerza inspiradora, rodeada siempre de amigos y familiares. Su historia es emotiva, pero también está repleta de humor, personajes pintorescos y anécdotas caóticas y divertidas sobre la complicidad, el amor, la esperanza, la magia y la fuerza de la amistad.

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La idea de que mi pozo de historias y el deseo de contarlas se estuvieran secando me dio pánico, porque nadie me daría empleo en ninguna parte y tenía que ayudar a mantener a mi familia. Nico trabajaba como ingeniero de computación en otra ciudad, se desplazaba por autopistas durante más de dos horas al día, y Celia hacía la labor de tres personas en mi oficina, pero no podían correr con todos sus gastos; vivimos en una de las zonas más caras de Estados Unidos. Entonces recordé mi entrenamiento de periodista: si me dan un tema y tiempo para informarme, puedo escribir sobre casi cualquier cosa, menos política o deporte. Me asigné un «reportaje» lo más distinto posible al tema del libro anterior, nada que ver con dolor y pérdida, sólo con los pecados placenteros de la vida: gula y lujuria. Como no sería una obra de ficción, los caprichos de la musa importaban poco, sólo tendría que investigar sobre comida, erotismo y el puente entre ambos: afrodisíacos. Tranquilizada con ese plan, acepté la propuesta de Tabra y Willie de ir a la India, aunque no sentía deseos de viajar y menos a la India, que es lo más lejos de nuestra casa a donde se podía ir antes de emprender el regreso por el otro lado del planeta. No me hallaba capaz de tolerar la pobreza mítica de ese país, aldeas devastadas, niños famélicos, muchachitas de nueve años sometidas a matrimonio prematuro, trabajo forzado o prostitución, pero Willie y Tabra me aseguraron que la India era mucho más que eso y se dispusieron a llevarme, aunque fuese amarrada. Además, Paula, yo te había prometido que un día iría a ese país, porque tú volviste fascinada de un viaje allí y me convenciste de que es la más rica fuente de inspiración para un escritor. Alfredo López Lagarto Emplumado no nos acompañó, a pesar de que había reaparecido en el horizonte de Tabra, porque pensaba pasar un mes en la naturaleza con un par de comanches, hermanos de tribu. Tabra tuvo que comprarle unos tambores sagrados, indispensables para los rituales.

Willie adquirió un atuendo color caqui de explorador, provisto de treinta y siete bolsillos, una mochila, un sombrero australiano y un nuevo lente para sus cámaras, que medía y pesaba como un cañón pequeño, mientras Tabra y yo empacábamos las mismas faldas gitanas de siempre, ideales porque en ellas no se notan arrugas ni manchas. Emprendimos una travesía que terminó un siglo después, cuando aterrizamos en Nueva Delhi y nos hundimos en el calor pegajoso de la ciudad y su algarabía de voces, tráfico y radios destempladas. Nos rodeó un millón de manos, pero por suerte la cabeza de Willie sobresalía como un periscopio por encima de la masa humana y divisó a lo lejos un letrero con su nombre en manos de un hombre alto, con bigote autoritario y turbante. Era Sirinder, el guía que habíamos contratado en San Francisco a través de una agencia. Se abrió paso con su bastón, escogió a unos culis para que llevaran el equipaje y nos condujo a su viejo coche.

Estuvimos varios días en Nueva Delhi, Willie agonizando por una infección intestinal y Tabra y yo paseando y comprando cachivaches.

«Creo que tu marido está bastante mal», me dijo ella al segundo día, pero yo quería acompañarla a un distrito de artesanos donde ella mandaba cortar piedras para sus joyas. Al tercer día Tabra me hizo ver que mi marido estaba tan débil que ya no hablaba, pero como todavía no habíamos visitado la calle de los sastres, donde yo pensaba adquirir un sari, no tomé una decisión inmediata. Supuse que debíamos darle tiempo a Willie; hay dos clases de enfermedades, las que se curan solas y las mortales. Por la noche Tabra sugirió que si Willie se moría, se nos arruinaría el viaje. Ante la posibilidad de tener que cremarlo a orillas del Ganges, llamé a la recepción del hotel y pronto enviaron a un doctor bajito, con el cabello aceitado, metido en un traje brilloso color ladrillo, quien al ver a mi marido como un cadáver no pareció alarmado en lo más mínimo. Extrajo de su aporreado maletín una jeringa de vidrio, como la que usaba mi abuelo en 1945, y se dispuso a inyectarle al paciente un líquido viscoso con una aguja que descansaba en una mota de algodón y a todas luces era tan antigua como la jeringa. Tabra quiso intervenir, pero le aseguré que no valía la pena armar lío por una posible hepatitis si de todos modos el futuro del enfermo era incierto. El médico obró el milagro de devolver la salud a Willie en veinte horas y así pudimos continuar el viaje.

La India fue una de esas experiencias que marcan la vida, memorable por muchas razones, pero aquí no corresponde contarlas, ya que esto no es una crónica de viaje; basta decir que me ayudó a llenar el pozo y me devolvió la pasión por escribir. Sólo anotaré dos episodios relevantes. El primero me dio una idea para honrar tu memoria y el segundo cambió para siempre a nuestra familia.

¿QUIÉN QUIERE UNA NIÑA?

Sirinder, nuestro chofer, poseía la pericia y el valor necesarios para moverse en el tráfico de la ciudad sorteando automóviles, buses, burros, bicicletas y más de una vaca famélica. Nadie se daba prisa -la vida es larga-, excepto las motocicletas, que zigzagueaban a velocidad de torpedos con cinco pasajeros encima. Sirinder dio muestras de ser hombre de pocas palabras, y Tabra y yo aprendimos a no hacerle preguntas, pues sólo le contestaba a Willie. Los caminos rurales eran angostos y llenos de curvas, pero él manejaba reventando el motor. Cuando dos vehículos se encontraban nariz con nariz, los conductores se miraban a los ojos y decidían en una fracción de segundo quién era el macho alfa, entonces el otro daba la pasada. Los accidentes que vimos consistían siempre en dos camiones de similar tamaño estrellados de frente; no se aclaró a tiempo quién era el chofer alfa. No teníamos cinturones de seguridad por el asunto del karma: nadie muere antes de su tiempo. Y no usábamos las luces de noche por la misma razón. La intuición le indicaba a Sirinder que un vehículo podía venir en dirección contraria; entonces encendía los focos y lo encandilaba.

Al alejarnos de la ciudad el paisaje se tornó seco y dorado, luego polvoriento y rojizo. Las aldeas se espaciaron y las llanuras se hicieron eternas, pero siempre había algo que llamaba la atención. Willie andaba con su maleta de cámaras, un trípode y el cañón, bastante engorroso de instalar. Dicen que lo único que recuerda un buen fotógrafo es la foto que no tomó. Willie podrá recordar un millar,

como un elefante pintarrajeado con rayas amarillas y vestido de trapecista que andaba solo en aquel descampado. En cambio pudo inmortalizar a un grupo de trabajadores que estaban trasladando una montaña de un lado del camino al otro. Los hombres, apenas cubiertos por un taparrabos, colocaban las piedras en unos canastos y las mujeres los acarreaban sobre la cabeza. Eran graciosas, delgadas, vestían saris raídos de colores brillantes -magenta, limón, esmeralda y se movían como juncos en la brisa cargando el peso de las rocas. Se consideraban «ayudantes» y ganaban la mitad que los hombres. A la hora de comer, ellos se encuclillaron en círculo con sus recipientes de lata y ellas esperaron a cierta distancia. Más tarde comieron las sobras de los hombres.

Al cabo de muchas horas de viaje estábamos cansados, el sol empezaba a descender y brochazos color de incendio cruzaban el cielo. En la distancia, entre los campos secos, se alzaba un árbol solitario, tal vez una acacia, y debajo adivinamos unas figuras que parecían grandes pájaros, pero al acercarnos resultaron ser un grupo de mujeres y niños. ¿Qué hacían allí? No había aldea ni pozo en la cercanía. Willie le pidió a Sirinder que nos detuviéramos para estirar las piernas. Tabra y yo caminamos hacia las mujeres, que al vernos hicieron ademán de retroceder, pero su curiosidad venció a la timidez y pronto estábamos juntas bajo la acacia, rodeadas de niños desnudos. Las mujeres llevaban saris polvorientos y gastados. Eran jóvenes, con largas melenas oscuras, la piel seca, los ojos hundidos y maquillados con khol. En la India, como en muchas partes del mundo, no existe el concepto de espacio personal que tanto defendemos en Occidente. A falta de un idioma común nos dieron la bienvenida con gestos y luego nos examinaron con dedos atrevidos, tocándonos la ropa, la cara, el pelo rojo oscuro de Tabra, un tono que tal vez nunca habían visto, nuestros adornos de plata… Nos quitamos los brazaletes para ofrecérselos; ellas se los colocaron con deleite de adolescentes. Había suficientes para todas, dos o tres para cada una de ellas.

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