– Esta misma noche se va.
Molina pudo ver que la mujer estaba más golpeada de lo que le pareció en el primer momento. Desde la comisura de los labios pendían hilos de sangre seca y tenía el pómulo izquierdo hecho una pelota.
– Agarre lo que le hayan dejado sano y esta misma noche se va -repitió.
Sin que Molina alcanzara a preguntarle nada, la gallega le explicó que lo de Zaldívar había sido un error.
– Vinieron a buscarlo a usted -le dijo.
Entonces, indignada, le explicó que dos tipos habían irrumpido en la pensión, le pusieron un revólver en la garganta y mientras le preguntaban por él, cuando les dijo que todavía no había llegado, la molieron a culatazos. Ante la insistencia de los golpes y las preguntas, les señaló el cuarto, la dejaron tirada debajo del mostrador y ahí, acurrucada en el piso, pudo escuchar los disparos.
– Ahora mismo agarra sus cosas y se va.
Molina corrió hasta la habitación, sacó la foto del marco hecho añicos, la guardó en un bolsillo, salió del cuarto y, sin saber cómo disculparse con la gallega, volvió a abrirse paso entre la gente y se escurrió de la pensión como un prófugo.
Otra vez no tenía adonde ir.
Caminó hasta la plaza del Congreso y, sentado en un banco frente a la fuente, encendió un cigarrillo e intentó encontrar alguna explicación. Todavía estaba mareado.
De pronto lo asaltó el pánico. Si existía alguna razón para que quisieran matarlo a él, sobraban motivos para que la mataran a Ivonne. Entonces todo empezó a cobrar sentido. Saltó del banco como impulsado por un resorte y corrió. Corría por Avenida de Mayo temiendo lo peor. Y mientras corría, podía pensar con desesperante claridad. Ivonne se había fugado de la protección de la organización Lombard. Y no era una puta cualquiera; ninguna, en toda la historia del Pigalle, les había dejado la fortuna que, cada noche, depositaba ella sobre el escritorio de André Seguin. Molina corría dando unas zancadas largas como si a cada paso quisiera, no ya ganar tiempo, sino impedir que siguiera transcurriendo, volverlo atrás, cambiar el sentido de la rotación del planeta. Y a la vez que corría, intentaba reconstruir los hechos. A la desaparición de Ivonne le había seguido su propia e inexplicable renuncia, justo el día antes de su anhelado debut en el Armenonville. Por otra parte, André Seguin había percibido que algo sucedía entre ellos, los veía bailar el tango noche tras noche, los había visto conversar en la mesa más recóndita del salón. Molina corría, ahora por Suipacha, transpirando gotas de terror y pensando. Para André Seguin estaba todo claro, no podían caber dudas, Ivonne y Molina habían escapado juntos. Y si una traición era imperdonable, dos traiciones eran demasiado. Por eso lo fueron a buscar. Por eso quisieron matarlo. Sabía que nunca iba poder perdonarse la muerte de Zaldívar. Corrió por Corrientes hasta que, por fin, vio el cartel iluminado de Glostora. Detuvo su carrera frente a la puerta del edificio del bulín del Francés y pegó su índice tembloroso sobre el timbre del segundo piso. Nadie contestaba. Pulsó el botón con una resolución tal, que se diría que iba a atravesar la pared con la yema del dedo. Pero nadie respondía.
Estaba dispuesto a derribar el portón con el hombro cuando, al otro lado del vidrio, pudo ver la figura adormilada de Ivonne saliendo del ascensor. Recién entonces Molina recuperó el aire perdido. Medio dormida y con el pelo desordenado, la vio más hermosa que nunca. Mientras se acercaba, envuelta en una bata japonesa que destacaba su estatura contrastante con aquella cara de niña, Molina elevó la vista al cielo y agradeció. Al verlo pálido, empapado en sudor y jadeante, Ivonne terminó de despabilarse y apuró el paso con visible preocupación. Con las manos temblorosas, tardó en encontrar la llave, hasta que por fin abrió la puerta. Lo hizo pasar y, sin preguntarle nada, lo abrazó. Luchando contra su propia voluntad de apretarla contra su pecho y no separarse nunca más, Molina la tomó suavemente por las muñecas y la alejó. Aquella mujer tenía un dueño y antes que nada estaba la lealtad. Así no las hubiese pronunciado nunca, las palabras de Gardel eran un mandato que resonaba en sus oídos cada vez que veía a Ivonne: "lo que yo necesito, más que un chofer, es alguien que me sea leal."
Iluminados por el fulgor rojo e intermitente del cartel de Glostora, Ivonne y Molina permanecen en silencio sentados en el amplio sofá que está delante de la ventana. Ella lo contempla a través del vaso de whisky que sostiene delante de sus ojos. Él fuma haciendo figuras con la brasa del cigarrillo, dibujos en el aire que aparecen y desaparecen conforme se prende y se apaga el neón del cartel. Y así, iluminados por ese fulgor rojo e insistente, ensombrecidos por la melancolía y un dejo de derrota, cantan a dúo:
Somos dos almas en pena
pr ó fugas en la ciudad indolente,
dos almas hermanas
desenga ñ adas del mundo y la gente.
Solos entre el ruido,
solos en las luces
de calle Corrientes.
Zorzales sin nido
cargamos las cruces,
las propias y ajenas
como lo que somos:
dos almas en pena.
No digamos nada, cantemos,
como en los tugurios y en los cafetines
cantando sus cuitas y sus berretines
murmuran los curdas
las tragedias burdas
que teje el destino;
no digamos nada
perdimos el rumbo,
no se ve el camino,
quiz á sea esta noche la última cena.
Por eso cantemos
como lo que somos:
dos almas en pena.
Cuando terminan de cantar, con la misma resignación y los ojos deformados tras la convexidad del vaso, Ivonne pregunta:
– ¿Qué vamos a hacer?
– ¿Qué voy a hacer, querrás decir? -corrige Molina.
Ivonne se siente, de algún modo, culpable. Pero quizá no del modo en el que debería.
– Yo te metí en esto. No te voy a dejar solo ahora.
Molina niega con la cabeza. Cómo decirle que la había seguido como un perro, cómo confesarle que estaba completamente enamorado, que en realidad lo único que lo llevó a renunciar a su debut en el Armenonville no era otra cosa que su proximidad; sentir, aunque más no fuera, su perfume cercano.
Ivonne no era feliz con Gardel. Pero había aprendido a resignarse. La resignación era la historia de su vida. Tampoco quería su compasión. Y no podía evitar la sospecha de que lo que había llevado a Gardel a darle refugio en aquel bulín de nadie, era una suerte de lástima, mezclada con cierto código de hombría. Pero ella sabía que no podía quedarse ahí por tiempo indefinido. Ivonne bebió un sorbo de whisky y con la mayor serenidad, siempre hablándole al vaso que sostenía frente a su cara, dijo que acababa de tomar una resolución:
– Mañana vuelvo al Pigalle. Así no puedo vivir -hizo un silencio y concluyó:
– No quiero que nos maten. No quiero que te maten. Mañana vuelvo al Royal Pigalle y aclaro todo.
Molina le hizo ver que no había vuelta atrás, que ya era un hecho consumado, que habían matado a un hombre. Y no se iban a quedar con el cadáver equivocado.
– Si volvés, lo más probable es que te maten en el Pigalle.
Molina estuvo a punto de pedirle que huyeran juntos, que se fueran a la otra orilla del Plata o al otro lado del océano si era necesario. Y tal vez era lo más sensato. Pero una cosa era traicionar a André Seguin y otra a Carlos Gardel.
– Yo me voy a arreglar -dijo Juan Molina-, no te preocupes por mí.
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