Ivonne sonrió.
– Al que estuvieron a punto de matar fue a vos.
Lo único cierto es que no estaban en condiciones de pensar. Molina descolgó el abrigo del perchero y cuando se disponía a salir, Ivonne lo tomó del brazo.
– Vos no te vas a ninguna parte -le dijo sin soltarlo.
– Acá no puedo quedarme… -balbuceó.
Ivonne se lo quedó mirando con una sonrisa, como interrogándolo.
– ¿Por qué, por mí o por él? -le preguntó muy cerca del oído.
Ivonne lo atrajo hacia ella y lo abrazó. Buscó su boca y a un milímetro de sus labios le susurró:
– Si es por mí, no te preocupes, lo que sobra son camas. Podes acostarte en la que más te guste -le dijo apretándole el muslo entre los suyos-. Si es por él, quedate tranquilo, no voy a decirle una palabra si no querés.
Molina volvió a separarla, colgó otra vez el saco en el perchero, acercó sus labios a la mejilla de Ivonne y le dio un beso suave y fraternal. Caminó hacia uno de los cuartos y, antes de cerrar la puerta, sin mirarla a los ojos, le dijo:
– Que descanses. Descansemos, que nos hace falta.
Gardel jamás quiso saber qué relación unía a Ivonne con Molina. Pero el término con el que ella lo nombraba, "un amigo", le resultaba suficiente para no indagar más. Y si el amigo Molina estaba en problemas había que darle una mano. Por otra parte, su chofer había dado suficientes muestras de lealtad y Gardel había llegado a tomarle un aprecio sincero. De manera que cuando supo la magnitud del problema que afrontaba Molina, Gardel no titubeó:
– Te quedas acá, pibe.
No quiso escuchar razones ni argumentos en contrario. Por mucho que Molina le insistiera en que se negaba a comprometerlo, a que asumiera semejante riesgo, Gardel fue terminante:
– No se habla más.
Juan Molina bajó la cabeza. No encontraba las palabras para manifestar tanta gratitud. Viendo que su chofer no había podido rescatar de la pensión más que lo que llevaba puesto, Gardel metió la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo de la billetera un puñado de billetes.
– Comprate unas pilchas, un traje, camisas y zapatos -le dijo a la vez que le extendía el sueldo por adelantado.
Molina negó con la cabeza. Entonces, metiéndole de prepo los billetes en el bolsillo, le hizo ver que el chofer de Gardel no podía andar hecho una piltrafa. Luego se calzó el chambergo y, antes de salir, de pie bajo el vano de la puerta, le dijo:
– Esta noche, a las nueve, me pasás a buscar por casa.
Cerró la puerta y, otra vez, Ivonne y Molina se quedaron solos.
Eran dos prófugos en medio de la ciudad. Dos almas en pena ciertamente tocadas por la desdicha, dos fugitivos ocultos en el bullicio de la calle Corrientes. Ivonne había huido de su dorada celda de puta francesa, Juan Molina la había seguido igual que un perro perdido o, tal vez, como un lazarillo tan ciego como su amo. Ivonne ni siquiera salía a la calle. No por temor, sino por pura apatía. Apenas si comía. Se desayunaba con una extensa línea de cocaína y, a lo largo del día, alternaba whisky con una treintena de cigarrillos. Molina no toleraba el encierro. Mirando por el rabillo del ojo a izquierda y derecha, ocultando la cara entre las solapas del saco y el sombrero, se alejaba rápidamente de la calle Corrientes y se perdía por las estrechas veredas de San Telmo. Sin poder despojarse del horroroso recuerdo de su compañero de cuarto, Juan Molina deambulaba por la ciudad como si fuese su propio fantasma. Acosado por el remordimiento, tenía la íntima convicción de que estaba usurpando el lugar de Zaldívar en este mundo. Ya fuera producto de la falta de conciencia o, al contrario, del enorme peso que cargaba sobre ella, Molina entraba y salía de su refugio como si los hombres de André Seguin no lo estuviesen buscando. El bulín del Francés estaba separado del Royal Pigalle apenas por unas pocas cuadras. Tal vez por esa misma razón, por tenerlo justamente enfrente de sus narices, nunca lo vieron. Como si se estuviese burlando de sus cazadores, Molina jamás dejó de llevar a Gardel al Royal Pigalle; apenas oculto debajo de la visera de la gorra de chofer y detrás de un bigote que le agregaba unos años, Molina frenaba frente al cabaret con la mayor naturalidad. Nadie hubiese imaginado que el prófugo podía ser el chofer de Gardel y, mucho menos, que tuviese el tupé de llegar hasta la misma boca del lobo dos veces por semana.
Cerca de la madrugada, después de guardar el auto, Molina volvía a su refugio llevando algo de comida que Ivonne apenas si probaba.
Las visitas de Gardel al bulín del Francés son ahora cada vez más espaciadas. Y cuanto más tiempo pasa, tanto más hondo es el pozo de desconsuelo en el que se sumerge Ivonne.
– Un día de estos me van a matar -dice mirando el fondo del vaso de whisky.
De nada sirve que Molina intente disuadirla.
– Un día me van matar -insiste Ivonne, hablando como para sí y, mientras se aferra a las manos de su amigo, como si estuviese suplicándole algo que él no llega a entender, le canta:
Qui é n te dice, un d í a de estos
me encontr é s por fin dormida
y al fin atorrando en paz;
no te ocup é s de mis restos
y dejame que te pida
que no me recuerdes m á s.
No quiero flores ni llantos
ni l á grimas de tragedia
ni ruegos para mi santo,
alg ú n d í a esta comedia
se tiene que terminar.
Arriba el gran tramoyista
quiz á me d é el para í so
despu é s que aqu í , en este piso,
tanto me la hizo yugar.
Sab é s que igual ya estoy lista,
vestida y bien arreglada
para salir a la pista
cuando quiera cabecear
el que pasa la guada ñ a,
ese que sin decir nada
viene y te saca a bailar;
un tango malevo la herida resta ñ a
y sin rencores, sin sa ñ a
te lleva pa' el otro lao.
Yo s é que ya no hay salida
cada cual vive su vida,
cada quien muere su muerte,
no me quejo de mi suerte,
a nadie voy a culpar.
Si un d í a me ves dormida
no me teng á s compasi ó n,
susurrame una canci ó n,
un tango sentimental
que me haga atorrar en paz.
Cuando Ivonne termina de cantar, el chofer de Gardel baja la mirada y dibuja una sonrisa forzada para esconder un gesto amargo. Juan Molina se ha convertido, exactamente, en lo que no quiere ser: el confesor de Ivonne.
– Sos muy lindo -le dice, como si se tratara de un niño, pasándole un dedo por el hoyuelo que se le marca al costado de la boca cuando sonríe. En estas ocasiones Molina vuelve a recuperar las esperanzas de ser otra cosa, no sabe qué, pero no un amigo. Varias veces ha estado a punto de confesarle todo lo que alberga su corazón. Pero como si lo intuyera, cariñosamente, Ivonne lo rechaza diciéndole por anticipado:
– Sos como un hermano para mí -le susurra y entonces, convirtiéndolo de pronto en su involuntario confidente, le cuenta sus pesares.
Molina hace esfuerzos ingentes para no escuchar. Cada palabra de Ivonne es un puñal que se le hunde en el corazón. Le cuenta, con exceso de detalle, cuánto ama a Gardel. Con una minuciosidad innecesaria, le confiesa que ya nunca va a poder querer a otro.
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