Castigué a mi antiguo profesor de religión por su mal carácter y por todas las estampillas que añadí a su colección, convirtiéndolo en un incendiario, que había amotinado a las mujeres de la ciudad y las había hecho quemar «la casa verde», y que era odiado por eso en la Mangachería. El padre García iba a ser uno de los «héroes negativos» de la novela, un personaje que serviría para zaherir y dibujar con rasgos caricaturales el espíritu dogmático y clerical. Pero, como ya me había ocurrido antes, cuando escribía La ciudad y los perros -un personaje, el teniente Gamboa, concebido como uno de los más odiables del libro resultó uno de los más simpáticos-, comprobé otra vez que una cosa es la novela proyectada y otra la novela realizada. Fue por esta época que descubrí que las novelas se escribían principalmente con obsesiones y no con convicciones, que la contribución de lo irracional era, por lo menos, tan importante como la de lo racional en la hechura de una ficción. Mientras escribía el libro, el fanático incendiario se fue transformando, poquito a poco, inexplicablemente, en un golpeado y lastimoso ser humano, también en una víctima, a quien atormentaban los chiquillos en las calles de Piura llamándolo «quemador», un viejecito un poco renegón pero todavía capaz de despertar un sentimiento de solidaridad. En el quinto año de media del San Miguel había sido bastante amigo de dos hermanos que llamaremos los León: vivían en la Mangachería, eran unos incorregibles y precoces jaranistas, de una alegría desbordante e inagotable. Sabían bailar, cantar, tocar la guitarra, nadie los ganaba inventando locuras. Ellos me hicieron conocer el barrio y su gente: fueron el modelo que me sirvió para crear a ese cuarteto que se llaman a sí mismos en la novela «los inconquistables». Pero, en realidad, el nombre fue usurpado de otro grupo -cuatro o cinco-, que había conocido en Piura sólo de lejos: los verdaderos «inconquistables» eran una pandilla de jóvenes de familias más o menos acaudaladas, que se habían hecho célebres en la ciudad por sus farras y escándalos. A los muchachos de mi edad nos los ponían siempre de malos ejemplos y, claro, eso hacía que los admirásemos más.
Fue por esta época, sumergido en pleno trabajo de La casa verde, que leí L'éducation senti mentale, de Flaubert. Ya tenía una gran admiración por él, y algunos amigos me tomaban el pelo porque afirmaba, golpeando con el puño, en la mesa: «También Salambo es una obra maestra». Pero L'éducation sentimentale me provocó un entusiasmo infinitamente mayor que todos sus otros libros. Es todavía la novela que me llevaría a la isla desierta si me permitieran una sola. Quizás el secreto último de esa devoción fue lo conmovedor que me resultó leer, al final del libro, cuando Frédérique y su amigo Deslauriers pasan revista a su pasado, y encuentran que uno de los recuerdos comunes más ricos que conservan de su juventud es «la maison de la Turque», un prostíbulo con los postigos pintados de verde, que iban a espiar ansiosamente en las noches: «Ce lieu deperdition projetait dans tout l'arrondissement un éclat fantastique. On le designait par de périphrases: “l'endroit que vous savez -une certaine rue- au bas des ponts”. Les fermières des alentours en tremblaient pour leurs maris, les bourgeoises le redoutaient pour leurs bonnes, parce que la cuisinière de M. le
sous-Prefect y avait été surprise; et c'était, bien entendu, l'obsession secrètre de tous les adolescents» [1]
Trabajaba de una manera disciplinada y con un entusiasmo que nunca decayó. Mi quehacer alimenticio, la Radio-Televisión Francesa, me ocupaba las noches, pero tenía todo el día para mí. Me levantaba a las doce y, apenas salía de la ducha, me sentaba a la máquina de escribir hasta las siete u ocho de la noche. No tenía la menor dificultad en evocar Piura. Me bastaba cerrar los ojos para ver sus calles angostas, sus veredas altas, sus casas de anchas ventanas enrejadas, y para oír el cantito tan saltarín y pegajoso, algo parecido al de los mexicanos, de su gente. Recordaba los dichos, mi cuarto se llenaba de churres, de piajenos, de guás, y de esos inolvidables superlativos: grandisisísimo, traba-jadorsísimo, mariconsísimo. Todo estaba allí, en mi memoria, palpitando indemne. Pero evocar Santa María de Nieva y la Amazonía me exigía un esfuerzo extenuante: eran apenas unos cuantos hechos, ciertas situaciones, algunos rostros y un puñado de anécdotas, el material con el que debía tratar de recobrar esa inmensidad. Me atormentaba mucho mi ignorancia del medio: no sabía nada de árboles ni de animales, casi nada de los usos y costumbres locales. Durante un año entero sólo leí libros relativos a la Amazonía, todos los que pude hallar en las librerías y bibliotecas de París, sin discriminación alguna. Puedo decir -sin orgullo- que he leído la peor, la más absurda literatura del mundo: crónicas de frailes españoles del siglo XVII afirmando que vieron con sus propios ojos a las Amazonas ensayando sus flechas a orillas del río al que dieron nombre, un voluminoso e inextricable tratado de León Pinelo demostrando con caudalosas citas bíblicas que el Paraíso Terrenal estuvo situado en la selva peruana, un libro de un extravagante explorador belga (era también marqués) que presentaba a los tímidos aguarunas como feroces cazadores de cabezas y comedores de carne humana. Recuerdo un folleto de un ambicioso coronel de policía que proponía civilizar a los selvícolas de las tribus incorporándolos al Ejército, y recuerdo también una densa tesis de geografía, con la que un sacerdote se había doctorado en la Universidad de San Marcos, en la que se describían en términos engoladamente científicos, animales «selváticos» que sólo existen en leyendas y relatos fantásticos. Recuerdo sobre todo las increíbles «novelas amazónicas», con sus faunas y flores demagógicas: mariposas del tamaño de las águilas, árboles caníbales, serpientes acuáticas largas como serpentinas. Pensé en un momento escribir un ensayo sobre esa literatura amazónica, casi desconocida, poco interesante desde un punto de vista literario, pero curiosa como símbolo de los vicios más comunes a cierta narrativa latinoamericana, pues había logrado asimilarlos todos: predominio del orden natural sobre el social, pintoresquismo, dialectismo, frenesí descriptivo, truculencia. Pero luego desistí porque no me sentía con fuerzas para bucear de nuevo en esa feria de horrores literarios amazónica. Una vez por semana iba al Jardin des Plantes a ver árboles y flores de la Amazonía y alguno de los guardianes me tomaría tal vez por un aplicado estudiante de botánica. En realidad, las lecturas amazónicas me vacunaron contra el vicio descriptivo y, al final, en mi libro sólo describiría un árbol que nunca pude ver en París, la lupuna, enorme y con jorobas, que aparece en los cuentos selváticos como residencia de espíritus malignos. Iba también de vez en cuando a ver animales de la selva al Zoológico del Bois de Vincennes, y recordaba, cada vez que divisaba al puma o a la vicuña, lo que contaba otro escritor peruano que había vivido también muchos años en París, Ventura García Calderón: que al pasar ante el corral de la llama, los ojos del animal se humedecían de melancolía al reconocer a un compatriota.
Troqué la variable leyenda de Tushía que había conocido por una historia más sórdida y concreta: un patético aventurero obsesionado con la idea de llegar a ser rico, que perpetra a lo largo de su vida las peores atrocidades para alcanzar esa meta, pero fracasa en todas sus empresas y termina sus días en el lazareto de San Pablo, una perdida colonia a orillas del río Amazonas, ya cerca de la frontera brasileña. Mi intención era conservar el nombre verdadero del modelo en la novela, pero, en un momento dado, misteriosamente, la «T» de su apellido se convirtió en una «F» y pasó a llamarse Fushía. Cuando viajaba de Lima a Río de Janeiro, en 1958, el avioncito en el que iba (de las Fuerzas Aéreas Brasileñas) se vio obligado a aterrizar en Campo Grande, la capital de Mato Grosso, y tuvimos que permanecer allí dos días. Guardaba un flojo recuerdo de ese lugar; había visto una interminable procesión, pero, sobre todo, me acordaba de los mosquitos que me habían devorado de pies a cabeza. Decidí que Fushía comenzara su trayectoria de bandido en Campo Grande. De chico, en Cochabamba, había oído contar, con reticencias y reprimido bochorno de la familia, la historia de un tío que durante la segunda guerra mundial ganó dinero contrabandeando caucho y otros materiales estratégicos entre Bolivia y Argentina. Injerté esta historia a la vida de Fushía, quien resultó, en sus años mozos, contrabandista de caucho y de tabaco entre Perú y Brasil. Elegí que fuera leproso porque esa enfermedad todavía era posible en la Amazonía y por unas espeluznantes páginas del diario de Flaubert de su viaje al Oriente, donde narra con prolijidad su intempestivo encuentro, en un callejón egipcio, con una banda de leprosos. No había visto nunca un leproso; mi trabajo de periodista en la ORTF me permitió entrar al pabellón de leprosos del hospital Saint Paul de París, donde, con el pretexto de hacer un reportaje, conseguí que un doctor joven y amable me hiciera ver algunos enfermos y me diera unas cuantas explicaciones técnicas sobre la enfermedad. Ésta era un tópico en todas las novelas situadas en la Amazonía y tenía, por su rica tradición literaria, una aureola demasiado tremendista. Para amortiguar un poco ese peligro decidí no mencionar la palabra lepra en la novela ni una sola vez. Recuerdo mucho que el momento en el que me conmoví más, mientras escribía el libro, fue cuando trabajaba ese episodio final en el que Fushía, ya un escombro humano, charla con el viejo Aquilino que ha venido a visitarlo después de mucho tiempo y, sin duda, por última vez. Nunca he sentido tanta ternura por un personaje como en ese episodio. Alguna vez tuve que levantarme de la máquina, descompuesto por la emoción; Fushía es, además, uno de los pocos personajes que he visto en sueños.
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