En Lima entré al colegio La Salle, crecí, en los años siguientes (como ustedes podrán imaginar) me ocurrieron muchas cosas más que los exonero de saber. Pero siete años después volví a Piura. Fue en 1952 y también esta vez, como la primera, viví un año en esa ciudad. Allí terminé el colegio; tenía entonces dieciséis años. «La casa verde» estaba allí, en el mismo lugar. Lo mismo la Mangachería. La colección de estampillas del padre García había aumentado y también su malhumor: era un viejecito cascarrabias que, acezando, agitando el puño, perseguía a los chiquillos que jugaban haciendo demasiada bulla en la Plazuela Merino. Para entonces yo había acabado por admitir que el verdadero origen de los bebés no era tan terrible y que, incluso, la cosa tenía cierta gracia. Mis compañeros de clase (en vez de al Salesiano me había empeñado en entrar al Colegio Nacional San Miguel, pero allí coincidí con muchos condiscípulos del 45 que también se habían mudado de colegio) seguían muy interesados en «la casa verde» y yo igual. La gente mayor insistía aún en que no convenía acercarse a ese lugar, que era peligroso para el cuerpo y dañino para el alma. Pero en esa época ya no éramos obedientes, ya no temíamos al infierno y nos atraían los peligros físicos y espirituales. Osábamos acercarnos, entrar. Así conocí «la casa verde» por dentro, así se despejó el misterio. Confieso que tuve una cierta desilusión. La realidad se hallaba por debajo de los ritos y tráficos con que la fantasía había poblado el verde palacio de las dunas. De hecho, el palacio se veía ahora primitivo y pobrísimo, la mansión de los sueños era apenas un modestísimo burdel. Las señoras parecían menos orgullosas, menos altas, menos elegantes, más folclóricas y vulgares que siete años atrás. Pero, pese a ser tan distinto de la imagen que de él había forjado, había algo hechicero y memorable en este burdel. Era una institución subdesarrollada, nada confortable, pero verdaderamente original. Consistía en una sola enorme habitación, llena de puertas que daban al desierto. Había una orquesta de tres hombres: un viejo casi ciego que tocaba el arpa, un guitarrista y cantor que era muy joven, y una especie de gigante, levantador de pesas o luchador profesional, que manipulaba el tambor y los platillos. En una esquina del salón estaba el bar, un tablón sobre dos caballetes, que atendía una mujer sin edad, de cara agria y puritana. Y entre el bar y la orquesta estaban las habitantas, caminando de un lado a otro o fumando sentadas en toscas banquetas apoyadas contra la pared, en espera de los nocturnos visitantes. Éstos llegaban con las sombras, y visitantes y habitantas conversaban y bromeaban, bailaban y bebían, y, luego, las parejas salían a celebrar sus ceremonias en la arena, al pie de los médanos, bajo las fosforescentes estrellas norteñas. No había problema alguno: en Piura no llueve casi nunca, las noches son tibias y estimulantes. En esto consistía, fuera de esporádicas peleas de borrachitos o de alguna suntuosa encerrona financiada por un señorón que celebraba una cosecha notable, todo el misterio de «la casa verde». Esta nueva imagen de ese lugar coexistió con la antigua cuando dejé Piura, en los primeros meses de 1953. Desde entonces no he vuelto a esa ciudad.
Volví a Lima, ingresé a la Universidad, mi familia estaba persuadida de que debía ser abogado porque tenía un fuerte espíritu de contradicción y detestaba las matemáticas. Pero, consecuente con este espíritu de contradicción, cambié pronto las leyes por las humanidades. Para entonces ya llevaba algún tiempo escribiendo cuentos, poemas, y hasta había acabado una pieza de teatro (con incas). Pero la primera cosa que creí escribir en serio, trabajando fuerte varias semanas, fue una novela corta o relato largo donde traté de construir una historia inspirada, justamente, en esos recuerdos que tenía de Piura: «la casa verde» y la Mangachería. Recuerdo mal el relato, se me han esfumado los personajes y la anécdota. Sólo sé que era una especie de tragedia, inyectada de sangre y fanatismo. Me sentí un pavo real cuando lo terminé; pensé que ya era un escritor. Lo di a leer a un amigo cuyo juicio literario respetaba, y él me abrió los ojos sin contemplaciones. «Prefiero el original» me dijo. «Tu relato se parece demasiado a La letra escarlata, de Hawthorne.» Y, en efecto, me probó que mi historia repetía con fidelidad algunos detalles de La letra escarlata. Fue un golpe bastante duro. Yo era vaga, angustiosamente consciente de las huellas que Darío, Neruda, Vallejo dejaban en los poemas que escribía, pero con este relato había tenido la certeza de escribir algo personal. No había sospechado ni remotamente, mientras trabajaba ese texto, que repetía a Hawthorne. Y como la novela de éste, en efecto, me había impresionado mucho, pensé que tenía pocas esperanzas como escritor. Furioso conmigo y con todos, hice pedazos el manuscrito y olvidé «la casa verde», las habitantas y los mangaches. Creí que los olvidaba. Lo cierto es que seguirían allí, tercos hirientes, en el fondo de mi memoria.
A pesar de esta lastimosa experiencia como creador, seguí escribiendo mientras estudiaba en la Universidad, pero no con la idea de llegar a ser un día un escritor. Es muy difícil pensar en «ser un escritor» si uno ha nacido en un país donde casi nadie lee: los pobres porque no saben o porque no tienen los medios de hacerlo y los ricos porque no les da la gana. En una sociedad así, querer ser un escritor no es optar por una profesión sino un acto de locura. En esos años, pues, yo no me atrevía a alentar siquiera la ambición de ser alguna vez sólo un escritor: un día me decía que, después de todo, por qué no ser abogado; al siguiente que sería profesor, al otro que tal vez lo sensato era el periodismo. Cambiaba mis decisiones y mis profesiones todo el tiempo y, a la vez, seguía escribiendo, en secreto, como quien practica una vocación vergonzosa. Así pasaron cinco años; en 1957 terminé mis estudios. Había comenzado a trabajar como auxiliar del curso de literatura peruana en la Universidad de San Marcos y todo indicaba que sería un profesor. Al año siguiente obtuve una beca para hacer estudios de doctorado en Madrid y ya estaba preparando las maletas cuando llegó a Lima un antropólogo mexicano, el Dr. Juan Comas. Venía al Perú para realizar ciertas investigaciones en las tribus de la Amazonía. Entre la Universidad de San Marcos y el Instituto Lingüístico de Verano le habían organizado una expedición y, por la amistad de una de las organizadoras, Rosita Corpancho, tuve la suerte de formar parte del pequeño grupo que acompañó al Dr. Comas. Estuvimos en la selva unas cuantas semanas, viajando en un escueto hidroavión y en canoa, sobre todo por la región del Alto Marañón, donde se hallan, diseminadas en un amplio territorio, las tribus aguarunas y huambisas. Así fue que conocí esa pequeña localidad, Santa María de Nieva, el otro escenario de La casa verde. Este recorrido por el Perú amazónico fue, también, una conmoción para mí. Descubrí un rostro de mi país que desconocía por completo; creo que hasta entonces la selva era un mundo que sólo presentía a través de las lecturas de Tarzán y de ciertos seriales cinematográficos. Allí descubrí que el Perú no sólo era un país del siglo veinte, con abundantes problemas, desde luego, pero que participaba, aunque fuera de manera caótica y desigual, de los adelantos sociales, científicos y técnicos de nuestro tiempo, como puede uno creerlo si no se mueve de Lima o de la costa, sino que el Perú era también la Edad Media y la Edad de Piedra. Descubrí que en esa apartada región (apartada por la falta de comunicaciones, pero situada a pocas horas de vuelo de Lima), la vida era para los peruanos algo retrasado y feroz, que la violencia y la injusticia eran allí la ley primera de la existencia, pero no de la compleja, refinada, «desarrollada» manera que en Lima, sino del modo más inmediato y descarado. Cuando el antropólogo mexicano y sus acompañantes volvimos a Lima, yo traía conmigo un pequeño lagarto embalsamado por los shapras, un arco y unas flechas shipibos, y, sobre todo, una muchedumbre de recuerdos del viaje. En los años siguientes, de esa masa de cosas vistas y oídas, tres iban a prevalecer, como las imágenes más belicosas.
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