La primera era la Misión de Santa María de Nieva. El pueblecito había surgido alrededor de esa Misión, fundada en la década de los cuarenta, parece, por misioneras españolas que llegaron a esa inhóspita zona con el propósito de evangelizar a los huambisas y a los aguarunas. Nosotros tuvimos ocasión de conocer de cerca a las misioneras. Pudimos ver la dura vida que llevaban en ese lugar que, durante los meses de lluvias, cuando los Pongos que lo cercan se convierten en torrentes homicidas, quedaba desconectado del mundo. Pudimos ver el sacrificio enorme que exigía de ellas permanecer en Santa María de Nieva. Las caras gordas y rosadas de las monjitas gallegas, o las morenas de las andaluzas habían sido avenadas por los insectos y por las fiebres, y alguna de ellas, entre las más ancianas, comenzaba a olvidar su lengua, a chapurrear el español empobrecido de los indígenas. Sin ninguna duda, el caso personal de estas misioneras era digno de respeto y hasta de admiración. Pero, al mismo tiempo, pudimos ver cómo todos esos heroísmos, en lugar de alcanzar la meta que los inspiraba, conseguían exactamente lo contrario, y cómo las buenas misioneras no se percataban ni remotamente de ello. ¿Qué ocurría? Las Madres habían construido una escuela para los aguarunas. Querían enseñarles a leer y a escribir, a hablar castellano, a no vivir desnudos, a adorar al verdadero Dios. El problema había surgido poco después de abierta la escuela: las niñas aguarunas no venían a la Misión, sus padres no se daban el trabajo de mandarlas. Aunque la distancia que separa a los poblados aguarunas de Santa María de Nieva no es grande en kilómetros, el hecho de que el único medio de transporte sea el río, hace que el viaje demore horas y en ciertos casos días. Ésta era una de las razones por las que la Escuela Misional escaseaba de alumnas. Pero la razón principal era, probablemente, que las familias aguarunas no querían que sus hijas fueran «civilizadas» por las Madres. ¿Y por qué se oponían a ello? Porque maliciaban que una vez «civilizadas» las niñas no querrían ya saber nada con sus tribus ni sus familias. Éste era el motivo, sin duda, por el cual se negaban a confiar a sus hijas a las empeñosas monjitas. El problema había sido resuelto de modo expeditivo. Cada cierto tiempo un grupo de Madres salía, acompañado por una patrulla de guardias, a recolectar alumnas por los caseríos del bosque. Las Madres entraban a las aldeas, elegían a las niñas en edad escolar, las llevaban a la Misión de Santa María de Nieva y los guardias estaban allí para neutralizar cualquier resistencia. En la Misión las niñas permanecían dos, tres, cuatro años, y, efectivamente, eran civilizadas. Aprendían el lenguaje de la civilización, las costumbres civilizadas, leer, escribir, coser, bordar, y, naturalmente, la «verdadera religión». Aprendían a llevar ropas, a usar zapatos, a cortarse los cabellos, a odiar su condición anterior, a avergonzarse de sus antiguas creencias y costumbres. Pero ¿qué sucedía una vez que estas niñas habían sido debidamente preparadas para la civilización? El problema que se les presentaba a las Madres era enorme, porque en Santa María de Nieva no existía nada que se pareciera a la vida civilizada: allí imperaba la barbarie. ¿Qué podían hacer con estas niñas? ¿Devolverlas a las tribus, a sus familias? Hubiera sido absurdo y cruel regresarlas a un sistema de vida que les habían enseñado, sistemáticamente, a aborrecer y al que estas muchachas debían recordar ya con espanto. Ellas difícilmente podrían adaptarse a vivir como antes, semi-desnudas, adorando serpientes o árboles, a ser una de las dos o tres mujeres-esclavas de un cacique. Pero estas niñas tampoco podían permanecer indefinidamente con las Madres, debían dejar sitio a las nuevas alumnas. ¿Cómo resolvían las monjitas este segundo problema? Confiaban a muchas de estas niñas a los representantes de la civilización que pasaban por Santa María de Nieva: oficiales de las guarniciones de frontera, comerciantes de Bagua, Contamana o Iquitos, ingenieros y técnicos que hacían prospecciones petrolíferas en la región. Las Madres entregaban estas niñas como sirvientas o empleadas, con toda clase de recomendaciones. Querían estar seguras de que las muchachas no perderían, en sus flamantes y alejados hogares, lo que habían ganado en la Misión. Se hacían prometer que en las nuevas familias las muchachas seguirían instruyéndose, civilizándose. Y los oficiales, comerciantes e ingenieros hacían todos los juramentos necesarios: irían a misa cada domingo, claro que sí; estarían bien vestidas y serían bien tratadas, claro que sí. A veces, los representantes de la civilización en vez de una se llevaban dos y hasta tres aguarunas: para unos amigos, para unos parientes. Así partían estas muchachas de la selva hacia las ciudades, hacia Lima, donde, previsiblemente, terminarían sus días como cocineras o niñeras, en las cuevas de las barriadas o en «las casas verdes». Sin quererlo ni saberlo, a costa de tremendos trabajos, las Madres de Santa María de Nieva estaban haciendo de proveedoras de domésticas para familias de clase media, y poblando con nuevas inquilinas el infierno de las barriadas y los prostíbulos de la civilización. La extraordinaria ambigüedad de todo esto me resultó casi tan impresionante como el invisible drama del que las amables monjitas de la Misión eran ciegas oficiantes.
No quisiera darles la impresión de ser un ingenuo mantenedor de la volteriana teoría del buen salvaje corrompido por la civilización cristiana. La vida en las tribus está lejos de ser arcádica; tengo muy presentes las imágenes de los niños de vientres inflados por los parásitos y la desnutrición, las cabelleras hirvientes de liendres, las mujeres imbecilizadas por el trabajo animal, las escalofriantes estadísticas sobre mortalidad en la Amazonía, las historias de poblaciones diezmadas por un simple catarro. Estoy muy lejos, de otro lado, de compartir esa actitud temible de ciertos antropólogos que quisieran conservar a toda costa, fielmente intacta, la vida «prehistórica» de las tribus para (como el Lobo a Caperucita Roja) «estudiarla mejor». Nada de eso: digo solamente que la solución propuesta por las misioneras al drama aguaruna no era tal, sino una manera de añadir problemas (con abnegada ceguera) a la vida de esa maltratada humanidad.
En la expedición viajaba Efraín Morote Best, profesor de la Universidad de Cuzco, que unos años antes había sido coordinador del Ministerio de Educación en la selva. Su función era supervigilar y ayudar a las escuelas indígenas de la Amazonía. Durante dos años Morote había recorrido prácticamente toda la selva en condiciones muy difíciles. Acompañado a veces por un guía y a veces solo, remontó en canoa los ríos amazónicos, durmiendo donde lo sorprendía la noche, en medio del bosque o en las playas, y alimentándose de lo que los indígenas le ofrecían. Se vanagloriaba de haberse rasurado todos los días durante esos viajes, de no haber cedido nunca a la tentación de adoptar una apariencia de «aventurero» o «explorador». Morote no se había limitado a suministrar materiales de trabajo a los maestros selváticos y a organizar escuelas en las tribus. Folclorista y sociólogo, había estudiado las condiciones de vida en los poblados, sus sistemas de trabajo, sus creencias, y recopilado leyendas y canciones. La presencia de Morote Best fue muy útil para nosotros: era una fuente de información invalorable, y, además, gracias a él pudimos charlar con los aguarunas, los huambisas y los shapras, que lo conocían y le tenían confianza. Si en los pocos días que duró nuestro viaje por la selva vimos tanto dolor, resultaba vertiginoso imaginar todo lo que habría visto Morote en sus dos años amazónicos. Pequeñito, ceremonioso, viciosamente perfecto en su dicción como todos los intelectuales cuzqueños, con unos ojos vivos que delataban su energía, más que un inspector de educación Morote había sido en esos dos años un cruzado de las tribus. Los Ministerios de Educación y de Guerra y las prefecturas y sub-prefecturas de la selva habían sido bombardeadas durante esos veinticuatro meses con cartas e informes de Morote denunciando raptos, robos, abusos de autoridad, atentados contra las escuelas. Algunas veces este hombrecito tremebundo (como el hidroavión era minúsculo, cada vez que íbamos a despegar el Dr. Comas alzaba en peso sobre su cabeza a Morote, para que la cola del aparato quedara libre) se había enfrentado personalmente con los autores de los atropellos y, por supuesto, se había ganado enemigos. Había recibido amenazas, había sido advertido que si se acercaba a ciertas regiones sería eliminado. Cuando estábamos en el pueblo aguaruna de Urakusa, llegó un hombre procedente de Santa María de Nieva. Al ver a Morote, dio muestras de una agitación desconcertante, de verdadero terror. Poco después supimos la razón. Las autoridades de ese pueblo habían hecho creer a los aguarunas y huambisas de la región que Morote había sido supliciado por haberse enfrentado a ellas. Habían montado toda una pantomima: hacían oír a los indígenas un programa de radio de Lima, con llantos, gritos y gemidos. «¿Oyen ustedes? Ese hombre que pide auxilio es Morote, lo están matando por haberse metido con nosotros.» Al encontrar a Morote en Urakusa, el hombre creyó hallarse ante un resucitado.
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