Para probar esta teoría, escribí una novela sin inspiración, a base de puro empeño y sudor. La teoría funcionaba, uno llegaba a un rendimiento literario decoroso, pero el precio era alto. Demoré cerca de tres años en acabar ese libro. Debí reescribirlo varias veces, y, sobre todo al principio, me costaba lo indecible respetar los horarios de oficina que me imponía, permanecer tantas horas ante la máquina aun cuando no escribiera una línea. El único momento de alivio venía cada tarde cuando iba al Jute, una tasca en la esquina de Doctor Castelo y Menéndez y Pelayo, a revisar lo escrito. Un camarero bizco, cuyo nombre he olvidado, me sobresaltaba acercándose de puntillas a leer sobre mi hombro; a veces me infligía una palmada: «Qué, ¿cómo va ese librillo?». Cuando terminé esa primera novela me sentí enfermo, disgustado de la literatura. Concebí entonces el proyecto -curiosa terapéutica- de escribir dos novelas simultáneamente. Suponía que escribir dos sería menos angustioso que una sola, porque pasar de una a otra resultaría refrescante, rejuvenecedor. Gravísima equivocación: era al revés. En vez de disminuir, los dolores de cabeza, los problemas, la ansiedad se duplicaban. Yo vivía en París en aquella época y me ganaba la vida -bella ironía- como periodista y como profesor.
Bueno, así fue como en 1962, en un departamentito crujiente y glorioso (porque en los bajos había vivido Gérard Philippe) de la rue de Tournon, esos recuerdos de Piura -«la casa verde», la Mangachería – y de la selva – la Misión de Santa María de Nieva, Jum, Tushía- tornaron a mi memoria. Había pensado rara vez en ellos durante los años anteriores, pero ahora esas imágenes volvieron y de manera impetuosa y punzante. Había decidido escribir dos novelas, ya se lo dije: una situada en Piura, a partir de mis recuerdos de esa ciudad, y otra en Santa María de Nieva, aprovechando como material de trabajo lo que rememoraba de las misioneras, de Urakusa y de Tushía. Comencé a trabajar según un plan bastante rígido: un día una novela, al siguiente la otra. Avancé algunas semanas (o quizá meses) con las historias paralelas. Muy pronto el trabajo empezó a ser penoso; a medida que el mundo de cada novela se iba desplegando y cobrando forma, era preciso un esfuerzo mayor para tener a cada cual separado y soberano en mi mente.
En realidad, no lo conseguí. Cada día (cada noche) tenía que enfrentarme a una tremenda confusión. Absurdamente, mi esfuerzo mayor consistía en mantener a cada personaje en su sitio. Los piuranos invadían Santa María de Nieva, los selváticos pugnaban también por deslizarse en «la casa verde». Cada vez era más arduo sujetar a cada cual en su mundo respectivo. Un día despertaba seguro de que Bonifacia (un personaje de la historia de la selva dibujado vagamente sobre Esther Chuwik, la niña aguaruna rescatada por Morote Best) era una de las habitantas de «la casa verde»; otro, de que uno de los guardias de Santa María de Nieva era mangache. Estaba escribiendo la historia de Piura y, de pronto, me sorprendía reconstruyendo trabajosamente la perspectiva que ofrecía el pueblo desde lo alto de la Misión; estaba escribiendo la novela de la selva y de pronto la cabeza se me llenaba de arena, algarrobos y burritos. Al fin sobrevino una especie de caos: el desierto y la selva, las habitantas de «la casa verde» y las monjitas de la Misión, el arpista ciego y el aguaruna Jum, el padre García y Tushía, los arenales y la espesura cruzada de «caños» se confundieron en un sueño raro y contrastado en el que no era fácil saber dónde estaba cada cual, quién era quién, dónde terminaba un mundo y dónde empezaba el otro. Era demasiado fatigoso seguir luchando por apartarlos. Decidí, entonces, no hacerlo más: fundir esos dos mundos, escribir una sola novela que aprovechara toda esa masa de recuerdos. Me costó otros tres años y abundantes tribulaciones ordenar semejante desorden.
Conservaba dos imágenes distintas de «la casa verde». La primera, ese maravilloso palacio de los médanos que yo había visto sólo de fuera y de lejos, y más con la imaginación que con los ojos, cuando era un niño de nueve años, ese objeto insinuante que azuzaba nuestra fantasía y nuestros primeros deseos y que estaba prestigiado por los rumores enigmáticos y los comentarios maliciosos de la gente mayor. La segunda, un burdel pobretón a donde íbamos, siete años más tarde, los sábados de buenas propinas, los alumnos del quinto año de media del Colegio San Miguel. Estas dos imágenes se convirtieron en dos casas verdes en la novela, dos casas separadas en el espacio y en el tiempo, y erigidas, además, en diferentes planos de realidad. La primera, «la casa verde» fabulosa, se proyectó en un remoto y legendario prostíbulo cuya sangrienta historia sería conocida únicamente a través de los recuerdos, las fantasías, los chismes y las mentiras de la gente de la Mangachería. La segunda sería algo real y objetivo, algo así como la otra cara, el reverso pedestre e inmediato de la mítica, dudosa institución: un burdel de precios módicos donde los mangaches iban a emborracharse, a charlar y a comprar el amor. Recordaba bastante bien las caras y (aunque de esto no estoy ahora totalmente seguro) los nombres de los tres componentes de la orquesta: Anselmo, el arpista viejo y ciego; el joven Alejandro, guitarrista y cantor, y Bolas, el musculoso tocador del bombo y los platillos. Conservé esas caras y nombres en la novela pero tuve que añadir a esas elusivas siluetas unas biografías repletas de anécdotas. El joven Alejandro tenía nombre y rasgos románticos: le inventé una historia de amor sensiblera, como las que refieren los valses que él cantaba. El físico imponente del Bolas me sugirió de inmediato a un personaje clásico convencional: el gigante de corazón tierno y bondadoso, como el Porthos de Los tres mosqueteros o el Lotario de Mandrake el mago. En Anselmo resucité un personaje caro a todo entusiasta de novelas de caballerías y de películas de aventuras (sobre todo westerns): el forastero que llega a una ciudad y la conquista. Siempre había tenido debilidad por los melodramas mexicanos; para humanizar un poco al «desconocido solitario», añadí a la historia de Anselmo un episodio sentimental resueltamente truculento. Para ello aproveché el recuerdo de una novela de Paul Bowles, El cielo protector. En un momento de esa novela un hombre dice (de verdad o en sueños) a una mujer algo así como: «Me gustaría que fueras ciega, para asustarte, amarte por sorpresa, jugar contigo». Desde que la leí había sentido la perversa necesidad de escribir alguna vez una historia de amor cuya protagonista fuera ciega. Para hacer todavía más tenebrosa la pasión de Anselmo decidí que Antonia, la muchacha de la que se enamora, además de ciega, sería muda. Recordaba que en Piura los raptos matrimoniales eran frecuentes; a veces con el consentimiento discreto de las respectivas familias, el novio se llevaba a la novia a una hacienda, los amigos despedían a la pareja en la carretera, y un mes después se formalizaba la boda con todas las de la ley. Anselmo raptaría a Antonia y se la llevaría a vivir a «la casa verde» donde la muchacha moriría: eso, además, tenía resonancias faulknerianas y Faulkner era para mí el paradigma del novelista (todavía lo es). Me resultó muy difícil narrar los amores de Anselmo y Antonia: el asunto era tan excesivo que resultaba poco creíble. Intenté narrarlo desde el punto de vista de Anselmo, desde el de Antonia, desde el indirecto de un grupo de mangaches que evocaban el episodio en la mesa de un bar, pero ninguno resultaba convincente. Un día, ya no recuerdo cómo, encontré la fórmula que me pareció adecuada para encarnar en palabras ese «romance terrible». La idea era ésta: la historia de Anselmo y Antonia sería narrada no como efectivamente sucedió (eso nunca se sabría) sino como los mangaches suponían o querían que hubiera sucedido. La existencia de esta aventura sentimental tendría en la novela el mismo carácter vacilante y subjetivo que el de la primera «casa verde». Se me ocurrió entonces -en realidad, fue después de tirar al canasto muchos borradores que esta forma tomó cuerpo- introducir una voz, distinta de la del narrador, que representaría la conciencia o el alma de la Mangachería y que iría literalmente ordenando, mediante imperativos, los amores de Anselmo y Toñita. Todo esto debía ser cuidadosamente ambiguo, la voz estaría tan cerca de la del propio Anselmo que a ratos parecería mezclarse con la de él, ser la de él. Pero, al mismo tiempo, tendría una suerte de liquidez, una cierta intemporalidad, un sospechoso tono solemne que denotarían de algún modo la estirpe mítica de esta historia. Estos tres episodios de la novela son los que menos me disgustan de todo el libro, quizá por ese masoquismo que nos lleva a preferir siempre aquello que nos cuesta más. Yo estaba muy contento con el punto de vista desde el cual se narraban estos amores; me parecía original. El hecho es que pasó inadvertido a los críticos, quienes atribuyeron la voz de esos tres episodios al propio Anselmo y los leyeron como monólogos tradicionales.
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