Otro, fue un hombre también, pero al que nunca vi. Conocí su historia (mejor dicho, su leyenda) de oídas. Todo el mundo lo nombraba, era la figura más popular, el centro de las habladurías y los chismes en todos los pueblos y aldeas del Alto Marañón donde paramos. Sus hazañas eran mitos que en cada lugar se contaban con rebajas y añadidos de la fantasía local. Todos decían que era un demonio, pero lo decían con inocultable admiración. ¿Quién era este hombre, cuál era su historia? Reconstruyo como puedo un remolino de datos contradictorios que fuimos recogiendo aquí y allá. Había sido visto, muchos años atrás, remontando el Marañón y en los lugares donde se detenía anunciaba su propósito de ir río Santiago arriba, por donde se hallan disgregados los huambisas. Nadie sabía de dónde venía ni por qué había elegido esa intrincada comarca para instalarse. Era un japonés, se llamaba Tushía. Como durante la segunda guerra mundial los japoneses fueron hostilizados en el Perú, Tushía venía huyendo de esa persecución, según unos, o de delitos cometidos por él en Iquitos, según otros. La gente había tratado de disuadirlo de continuar hacia esa región inhospitalaria y distante. En ese tiempo los huambisas casi no tenían contacto con el «mundo civilizado», y en torno de ellos, como de todas las tribus jíbaras peruanas y ecuatorianas, corrían leyendas de ferocidad y sangre. «No vaya allá, no sea loco, los huambisas son peligrosos -le decían a Tushía los "cristianos" de los pueblos que cruzaba-. Se lo van a comer, lo van a matar.» El misterioso japonés no escuchó los consejos, se internó en el río Santiago y se instaló en una pequeña isla en la parte más espesa de la región, ya muy cerca de la frontera con el Ecuador, donde permanecería hasta su muerte. Este extraordinario personaje se convirtió en pocos años en un turbio señor feudal, en un héroe macabro de novela de aventuras. Los huambisas no lo mataron, pero fue un verdadero milagro que él no matara a todos los huambisas. Tushía formó un pequeño ejército personal, con aguarunas y huambisas descastados, hombres que por alguna razón habían sido expulsados de las tribus, con soldados desertores de las guarniciones de frontera y con otros «cristianos» aventureros como él. Tushía y su banda asaltaban periódicamente las tribus aguarunas y huambisas en las épocas en que sabían que el caucho y las pieles estaban reunidos para ser entregados a los «patrones». Luego, a través de terceros (era evidente que entre sus cómplices figuraban algunos «patrones») vendía su mercancía en las ciudades. Tushía y su banda no sólo se llevaban el caucho y las pieles. Se llevaban también a las muchachas. Era esto, sobre todo, la causa de su popularidad en la región, del envidioso culto que merecía: las niñas que había robado. Se hablaba míticamente del harén de Tushía, unos decían que tenía diez niñas, otros veinte y más: cada varón poblaba el harén con el número que le habría gustado para el suyo. Cuando estuvimos en Chicais, una de las mujeres de Tushía -en realidad una chiquilla de doce años, a la que Morote Best había conocido- acababa de pasar por allí. Había huido de la isla del rijoso japonés y retornaba a su pueblo. Varios años después, en un segundo viaje a la selva, escuché en el poblado de Nazareth el testimonio de un hombre que había conocido a Tushía y lo había visto actuar cuando invadía una tribu con su banda. Era una ceremonia barroca y sensual, algo más complejo y artístico que un simple pillaje. Ocupado el pueblo, vencida la resistencia de los indígenas, Tushía se vestía de aguaruna, se pintaba la cara y el cuerpo con achiote y rupiña como los nativos y presidía una gran fiesta en la que danzaba y se emborrachaba con masato hasta caer inánime. Había aprendido aguaruna y huambisa a la perfección y le gustaba danzar, cantar y embriagarse con aquellos a quienes arrebataba el caucho y la mujer. Esta historia no pertenecía al pasado; estaba ocurriendo al mismo tiempo que nos la contaban. Se repetía desde hacía años, en la más absoluta impunidad, casi ante nuestros ojos. La rojiza Misión de Santa María de Nieva, el castigo de Jum, la leyenda de Tushía son las tres imágenes en que cuajó para mí ese recorrido por la selva. Mis sentimientos eran encontrados. Ahora lo entiendo mejor, pero hace algunos años me avergonzaba confesarlo. De un lado, toda esa barbarie me enfurecía: hacía patente el atraso, la injusticia y la incultura de mi país. De otro, me fascinaba: qué formidable material para contar. Por ese tiempo empecé a descubrir esta áspera verdad: la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan preferentemente de carroña.
Desde el principio pensé escribir algo sobre todo eso y conservé un cuaderno lleno de notas tomadas en el viaje. Estuve unas semanas en Lima y luego partí hacia Europa, vía Brasil. Recuerdo haber malgastado un par de días en la esplendorosa Río de Janeiro, encerrado en un cuarto de hotel, escribiendo una crónica del viaje a la selva que me había pedido José Flores Araoz, otro integrante de la expedición, para la revista Cultura Peruana. Ese tonto artículo y la novedad de Europa, enfriaron temporalmente la decisión de escribir algo a partir de la corta pero honda experiencia amazónica. Al llegar a Madrid me había olvidado (creía que) de Santa María de Nieva, de Jum y de Tushía. Sin embargo, fue allí, en Madrid, mientras seguía con cierto desgano los cursillos del doctorado en la Facultad de Letras y leía galopantes novelas de caballerías en la Biblioteca Nacional (había contraído el vicio desde que leí Tirant lo Blanc, en Lima) que me planteé por primera vez la ambición de ser un escritor y nada más que un escritor. Llegué a esta conclusión por el método eliminatorio, luego de haber descubierto que tampoco quería enseñar. Ni abogado, ni periodista, ni maestro: lo único que me importaba era escribir y tenía la certidumbre de que si intentaba dedicarme a otra cosa sería siempre un infeliz. Que nadie deduzca de esto que la literatura garantiza la felicidad: trato de decir que quien renuncia a su vocación por «razones prácticas», comete la más impráctica idiotez. Además de la ración normal de desdicha que le corresponda en la vida como ser humano, tendrá la suplementaria de la mala conciencia y la duda. Así, hacia finales de 1958, en una pensión de la calle del Doctor Castelo, no lejos del Retiro, quedó perpetrado el acto de locura: «voy a tratar de ser un escritor». Todo lo que había escrito hasta entonces -una obrita de teatro, un puñado de poemas, algunos cuentos, copiosos artículos- era muy malo. Decidí que la razón de esa mediocridad eran mi indecisión y cobardía anteriores, no haber asumido la literatura como lo primordial. Había terminado un libro de cuentos, que encontró un editor en Barcelona (misteriosamente, esta ciudad sería la cuna de publicación de todos mis libros), y el resultado era más bien deprimente. Los había escrito casi todos en Lima, en los resquicios de tiempo libre que me dejaban múltiples y fastidiosos trabajos alimenticios. Justifiqué así ese fracaso: sólo se podía ser escritor si uno organizaba su vida en función de la literatura; si uno pretendía -como había hecho yo hasta entonces- organizar la literatura en función de una vida consagrada a otros amos, el resultado era la catástrofe. Completé esas justificaciones con una teoría voluntarista: la inspiración no existía. Era algo que, tal vez, guiaba las manos de escultores y pintores y dictaba imágenes y notas a los oídos de poetas y músicos, pero al novelista no lo visitaba jamás: era el desairado de las musas y estaba condenado a sustituir esa negada colaboración con terquedad, trabajo y paciencia. No me quedaba otra alternativa: si la inspiración existía para los novelistas, nunca sería uno de ellos. Sobre mí no caía jamás esa fuerza divina: a mí cada sílaba escrita me costaba un esfuerzo brutal. Sartre, a quien leía por esos años con agresivo fervor (Luis Loayza se burlaba: «el sastrecillo valiente») fue una ayuda preciosa en ese momento: nadie nacía novelista, uno se hacía escritor, también en literatura uno elegía lo que iba a ser.
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