Mis amigos y yo no nos atrevíamos a acercarnos demasiado a «la casa verde» porque, al mismo tiempo que nos atraía, nos asustaba. Pero todo el tiempo íbamos a espiarla. Teníamos un formidable puesto de observación en el Viejo Puente. Lo verdaderamente divertido era observar «la casa verde» de noche. Porque, durante el día, esta pequeña construcción era quieta y pacífica, inofensiva, parecía un lagarto durmiendo en la arena, un árbol asoleándose. Pero, al anochecer, «la casa verde» se convertía en un ser viviente y lúcido, alegre y bullicioso. Podíamos ver las luces, podíamos escuchar la música: porque en las noches en «la casa verde» se cantaba y se bailaba. Pero desde el Viejo Puente mis compañeros y yo podíamos también -y esto era aún más excitante- reconocer a los visitantes de «la casa verde». Porque apenas caían las sombras sobre Piura, «la casa verde» empezaba a recibir muchas visitas, y, curiosamente, sólo masculinas. Los acechábamos, nos disforzábamos cuando reconocíamos a nuestros hermanos, a nuestros tíos, a nuestros propios padres cruzando sigilosamente el Viejo Puente. Se confundían y alarmaban si nos veían aparecer frente a ellos, enloquecían de furor si nos oían gritar sus nombres. No querían que la gente supiera que frecuentaban «la casa verde» y, para taparnos la boca, nos sobornaban o nos castigaban. Otro deporte que yo y mis amigos practicábamos consistía en reconocer a una de las señoras que vivían en «la casa verde» cuando venía a la ciudad de compras, a la iglesia o al cine. Porque en esa extraña vivienda -un misterio más- sólo había mujeres. No recuerdo quién de nosotros, quizá yo mismo, comenzó un día a llamar «habitantas» a las adornadas señoras de «la casa verde»; desde entonces sólo las llamamos así. Reconocíamos a una de esas elegantes, orgullosas señoras en la calle, y corríamos tras ella y la rodeábamos gritándole «habitanta», «vives en la casa verde», y entonces la señora perdía los modales, enrojecía, venía a nuestro encuentro, cogía piedras, nos espantaba con destempladas groserías: tampoco las habitantas querían que la gente supiera que vivían en «la casa verde». Teníamos en el colegio a un profesor de religión, el padre García, un curita viejo y malhumorado que perdía los estribos cuando se enteraba de que habíamos estado espiando «la casa verde» o correteando a alguna habitanta. Entonces, nos reñía y sancionaba. Era un apasionado coleccionista de estampillas y sus castigos consistían siempre en encargarnos alguna pieza rara para su colección. Bueno, ésta era una de las imágenes que me llevé a Lima y que perduró, llameando con obstinación, en mi memoria.
La otra imagen que, como «la casa verde», vivió y creció conmigo era la de una barriada piurana, un sector curiosísimo de la ciudad. Se llamaba la Mangachería. Vivía en él gente muy pobre, y la mayoría de sus casas eran frágiles cabañas de barro y caña brava, erigidas en la arena, porque la Mangachería se hallaba también en el desierto, exactamente en el ángulo de la ciudad opuesto al de «la casa verde». Este barrio miserable era el más alegre y el más original de Piura. En muchas de sus chozas un asta rústica hacía flamear banderillas rojas o blancas sobre los techos; es decir, eran chicherías y picanterías donde se podían beber todas las variedades de la chicha, desde el clarito hasta la más espesa, y gustar los innumerables platos de la cocina local. Todos los conjuntos musicales, todas las orquestas piuranas habían nacido en la Mangachería. Los mejores guitarristas, los mejores arpistas, los mejores compositores de valses y tonderos y los mejores cantantes de la ciudad eran mangaches. El barrio tenía una personalidad poderosa y distinta, todos los mangaches se sentían orgullosos de haber nacido y de vivir en el barrio, y eran primero mangaches y después piuranos y después peruanos. La rivalidad de la Mangachería con otro barrio de Piura, el de la Gallinacera, había sido algo legendario y dado origen a combates a puño y a cuchillo, a desafíos individuales y batallas colectivas, pero en ese tiempo la Gallinacera se había disuelto ya en lo que podríamos llamar, con algo de ironía, la civilización -era un barrio anodino de empleados, comerciantes y artesanos- y sólo la Mangachería representaba aún la antigua, colorida y rechinante vida bárbara de la ciudad. Una leyenda circulaba en Piura acerca de la Mangachería: que los mangaches no habían permitido jamás que una patrulla de la Guardia Civil entrara de noche al barrio. Los mangaches odiaban a los policías, el hombre en uniforme que se aventuraba por el barrio era insultado, perseguido por las burlas y piedras de los chiquillos, a menudo agredido. Los mangaches odiaban a la policía, entre otras razones porque la Mangachería era, también, la cuna de los ladrones más audaces, de los más inventivos y eficaces delincuentes de Piura. En ese año 1945 leí varias novelas de Alejandro Dumas; me encantaban (me encantan todavía) y las leía con esa pasión tan pura y tan ardiente con que uno lee a los diez años. Recuerdo muy bien cómo, cuando en las novelas de Dumas aparecía la Corte de los Milagros, ese alucinante barrio (según la visión que nos dieron de él los románticos) del antiguo París, refugio de aventureros y criminales, yo pensaba inmediatamente en la Mangachería, veía en el acto a la Mangachería. Esta identificación ha persistido en mi mente. No puedo oír mencionar a la Corte de los Milagros sin divisar de nuevo, al instante, las chozas, las chicherías, los perros vagabundos, los burritos (les llamaban piajenos) y los ruidosos, pendencieros mangaches.
Otra característica de los mangaches era ser «urristas» es decir, afiliados o simpatizantes del Partido «Unión Revolucionaria», fundado por el general Sánchez Cerro y por Luis A. Flores, uno de los contados entusiastas que tuvo el fascismo en el Perú. Los mangaches no eran «urristas» por adhesión a la ideología fascista, que ignoraban, sino por devoción personal al general Sánchez Cerro, el que, según un mito falso y pertinaz, había nacido en una choza de la Mangachería. Decían que en los años treinta, Flores había organizado manifestaciones «urristas» en las que los mangaches desfilaron con camisas y trapos negros y haciendo el saludo imperial por las calles de Piura. En 1945, la «Unión Revolucionaria» disimulaba a toda velocidad esos antecedentes totalitarios y se presentaba como un partido democrático. Ya para entonces el «urrismo» era una curiosidad arqueológica en el Perú; sólo en Piura tenía cierto arraigo popular, por la lealtad pintoresca e irracional de la Mangachería a la figura de Sánchez Cerro, extinta hacía ya tantos años. También en un sentido político, Piura significaba un caso aparte en el país: era el único lugar donde se podía hablar de un cierto equilibrio de partidos. En tanto que en el resto del Perú todo el pueblo organizado, o casi, era aprista, y los otros partidos sólo reunían directivas y grupos reducidos, en Piura eran partidos de masas el urrismo, el aprismo y el Partido Socialista, este último también por lealtad personal de buen número de campesinos y obreros a la admirable figura de Hildebrando Castro Pozo, un gran luchador social piurano. Ciertos barrios eran apristas, otros socialistas y la Mangachería era urrista. En todas las chozas mangaches había fotos recortadas de periódicos y revistas, amarillentas ya, del general Sánchez Cerro, y otro orgullo del barrio era no haber permitido nunca en su seno a una familia aprista. Los mangaches, en sus borracheras, si no cantaban valses y tonderos, daban vivas a Sánchez Cerro y mueras al Apra, y los pugilatos políticos eran también, en ese año 1945-1946 (uno de los más democráticos y libres de toda la historia peruana), espectáculo cotidiano en la ciudad. Es el otro recuerdo mayor que me robé de Piura: la Mangachería.
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