Llegaron a la hora prevista en un taxi amarillo. Hattie salió primero; era un foco brillante de cabellos naranjas, luego los pantalones turquesa y una blusa blanca de cuello alto. Tendió una mano a mi madre, que apareció lentamente a la luz del día.
Mi madre elevó la vista al cielo apenas estuvo fuera, la boca abierta, llena de dudas y confusión. Parecía tan frágil como un espectro con un vestido de estar por casa y zapatillas. Hattie la cogió en sus fuertes brazos y prácticamente la subió a pulso por los escalones de mármol hasta la entrada del hospital, donde desaparecieron de la vista.
Me quedé en estado de shock. Hattie tenía razón. Mi madre se había estado muriendo delante de mis propios ojos, pero yo no me había dado cuenta. Hice un esfuerzo para no seguirlas y me obligué a vigilar por si había policías en las inmediaciones. Esperé y esperé. No apareció ningún coche patrulla ni ningún Crown Vic sin matrícula.
Aun así, seguí esperando instalada en los recuerdos. Era una cena en el día de Acción de Gracias en casa de mi tío, cuando aún manteníamos el contacto con mis parientes. Todos estábamos sentados alrededor del pavo relleno y de la lasaña humeante, todos excepto mi madre. Ella andaba por la sala en círculos golpeándose la cadera con un kleenex, toda una demente en plena protesta. Se está haciendo tarde, se está haciendo tarde, repite una y otra vez, pero todos la dejan de lado. Todos ellos alrededor de la mesa, pasándose contentos la botella de chianti y la ensalada de brécol; era una alegre fiesta italiana con platos humeantes.
Para todos, salvo para la que baila con el kleenex.
Y la gente alrededor de la mesa charla y se pasa la comida como si no sucediera nada. Ella alza la voz, se está haciendo tarde, se está haciendo tarde, se está haciendo tarde, pero ellos hablan entonces más alto gritando por encima del escándalo que ella está armando. Mientras, yo no puedo con la riquísima comida, de modo que dejo los cubiertos a un lado y voy hasta ella, le pongo el abrigo y su bufanda de lana y llamo un taxi. Aún no tengo edad para conducir, pero tengo la suficiente como para saber que esta gente, los que simulan que todo está bien, están aún más locos que ella. Han optado por algo a lo que mi madre no puede optar y eligen la demencia.
Dejo atrás los recuerdos, salgo del bananamóvil y cruzo la calle hasta el hospital. Ahora estoy en medio de la gente, en pleno centro urbano. Por primera vez en muchos días no me preocupo por mí. Ahora tengo por quién preocuparme.
Sentí alivio de un modo extraño. Llegué a los escalones de la entrada, le saqué la lengua a las gárgolas y entré.
Hattie estaba sentada en una sala de espera en la que no había nadie más. Me senté dos sillas detrás de ella.
– ¿A usted le gustan los gatos, señora? -le pregunté simulando una voz más ronca.
– -Sí.
– ¿Quiere uno? -Abrí la cartera y le mostré a Jammie 17.
– Bennie, ¿de dónde has sacado ese gato? -me preguntó con los ojos muy abiertos.
Me reí, más sorprendida que ella.
– ¿Cómo supiste que era yo?
– -Te reconocería por más pelucas o gafas que te pusieras. Ahora quita de en medio ese maldito gato. ¿Qué estás haciendo con un gato en un hospital?
– -¿Y qué quieres? ¿Que lo deje en el coche? -Me quité las gafas y las puse en la cartera al lado de Jammie 17.
– ¿Dónde demonios has estado? --Se me acercó y me dio un abrazo con olor a talco y a cabello quemado--. Sabía que vendrías. Estás tan loca… -Me dejó sacudiendo la cabeza.
– No te preocupes. Estoy bien. ¿Dónde está mamá? ¿Ya ha entrado? -Estiré el pescuezo para ver por el pasillo.
– Sí. Se la llevó una doctora. No el médico de siempre, otra.
– ¿Por qué no el de siempre?
– Hay una doctora que se encarga de los tratamientos durante los fines de semana. No quise esperar hasta el lunes cuando esta mujer podía hacerlo hoy. -Hattie miró su reloj, un Timex fino y dorado incrustado en su gruesa muñeca-. Tienen que hacerle una revisión para ver cómo está. Tardarán un rato antes de someterla al tratamiento. La doctora saldrá a decírnoslo.
– -¿Estaba asustada?
– -¿Tú qué crees? Tiene miedo de todo.
Tragué saliva.
– -¿Se opuso a que la trajeras?
– -No, se portó bien cuando le dije que tenía que venir. Que tú habías dado tu aprobación. Se me rompió el corazón. -¿Preguntó dónde estaba?
– Le dije que estabas en el despacho. ¿Y dónde has estado?
– Si te lo dijera, tendría que matarte -dije, pero ella no se rió.
– Ese detective, el grandote, ha estado buscándote. Me hizo un montón de preguntas. Cuándo entrabas, cuándo salías.
– ¿Y qué le dijiste?
– ¿Tú qué crees? Nada, no le dije nada. Lo eché de casa.
– Bien hecho. ¿Le dijiste algo de mamá?
– Dije que estaba enferma, con gripe. No quise que supiera nada de ella. Pero te está buscando, puedes estar segura.
– -Primero tiene que atraparme y ahora tengo a este gato como protección. Mejor que se ande con cuidado Soy muy mala.
– -Pues me preocupas. Estoy realmente preocupada.
– No te preocupes.
Frunció el entrecejo.
– -Es asunto mío si decido preocuparme. Asunto mío Bennie, esos policías no se andan con chiquitas.
– -Lo sé. No están para bromas.
– -¿Qué vas a hacer? No puedes seguir ocultándote toda la vida.
Le conté la versión más breve de mi historia y me escuchó con la serenidad que la caracterizaba, lo que me permitió pensar con mayor claridad. Algo me decía que el vínculo era Yosemite Sam. De repente se abrió una puerta al fondo del pasillo y apareció una mujer vestida de blanco que avanzaba hacia nosotras.
– Es el médico. Esa es la doctora -dijo Hattie, y ambas nos pusimos de pie. Me puse la cartera con Jammie 17 a mis espaldas.
– ¿Cómo está? -le pregunté a la doctora. DRA. TERESA HOGAN, decía la cinta cosida con hilo rojo al uniforme; su rostro era anguloso y severo. Supongo que uno se endurece cuando tiene que electrocutar a la gente para ganarse la vida.
– -¿Quién es usted? --preguntó la doctora Hogan.
Ay, ay.
– -¿Quién? ¿Yo?
– -Es mi hija --dijo Hattie, y yo la miré, atónita. Era buena mentira, de no ser por la diferencia de raza.
La doctora parpadeó.
– No estoy segura de comprender.
Me aclaré la garganta.
– Mi padre era blanco, doctora. Pero no es asunto suyo.
– -Perdóneme --dijo sin parecer afectada. Se dirigió a Hattie--. Estamos listas para empezar. Las notas del historial de la señora Rosato indican que usted solicitó estar presente durante el procedimiento.
– -¡No! --exclamó Hattie-. Yo, no. Ni hablar.
Era yo quien lo había solicitado, cuando la posibilidad de este tratamiento era aún teórica. Ahora que era una realidad, no estaba segura de poder aguantarlo.
La doctora Hogan asintió con la cabeza.
– Bien, porque jamás lo habría consentido con uno de mis pacientes. No es necesario, y no hay manera de prever cómo podría reaccionar.
Tomé una decisión. Si podía dar el visto bueno a la intervención, bien podía estar presente.
– Fui yo quien hizo esa solicitud, doctora. Quisiera estar presente.
– ¿Usted? -Arqueó las cejas-. Ni siquiera es pariente próxima.
– -Soy íntima de la señora Rosato. Soy su abogada.
– -Dudo que necesite un abogado en el hospital.
– -Vamos, todo el mundo necesita un abogado en el hospital.
Se cruzó de brazos.
– No la encuentro nada graciosa.
– No bromeaba. Estaré allí.
La doctora Hogan se dio media vuelta con la bata al viento y entregué la cartera con Jammie 17 a Hattie como en un glorioso pase de rugby. A mitad del pasillo alcancé a la bata blanca y la seguí a través de una puerta, cuyo cartel de SALA DE RECUPERACIÓN casi me da en las narices.
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