Lisa Scottoline - Gente Legal

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A Mark lo asesinaron alrededor de las doce de la noche, mientras trabajaba en un acuerdo, un contrato para la liquidación del bufete que había fundado con Bennie Rosato, horas después de anunciar a su socia y ex amante su determinación de constituir su propia empresa. A medianoche Bennie remaba sola en la oscuridad, en la quietud del río, tratando de recobrar la calma, ajena a cuanto sucedía en el despacho y a la sórdida trampa que le habían tendido.
«Una novela trepidante que dejará sin aliento al lector más valiente.»

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La puerta estaba abierta y el despacho, vacío. Eché una ojeada detrás de mí, entré y cerré la puerta. Necesitaba las facturas y minutas de Sam. Si no las podía conseguir con el ordenador, las conseguiría de este modo. Se trataba de una búsqueda y captura completamente insensata, pero yo tenía que descubrir quién había asesinado a Mark.

Puse mis papeles sobre el escritorio y me dirigí al armario de nogal que estaba detrás. Sobre el mueble había versiones afelpadas de Daffy Duck, Porky Pig y Elmer Fudd. La madera pulida reflejaba sus expresiones estáticas.

– No me miréis, muchachos. Estoy de caza.

Abrí el cajón superior. Dentro había archivos en orden alfabético: Asbec Commercial Realty, Atlantic Partnmers, Inc., Aural Devices. La mayoría eran bancarrotas y solo había dos asuntos de herencias. Busqué en Biscardi y en Mark, pero no había nada. ¿Se había llevado Sam a casa el expediente de Mark? ¿Era allí donde Sam guardaba sus minutas?

Cerré el cajón y abrí el siguiente. Más de lo mismo. Bancarrotas, pocas sucesiones. Un asunto fiscal. Ninguna información sobre pagos ni tampoco nada de Biscardi.

Mierda. Me erguí tratando de pensar. Fuera de las ventanas, largas cintas de farolas con vapor de mercurio se extendían por la calle Market hasta la estación de trenes y el río Schuylkill. Pero en ese momento no se me ocurrió pensar en los remos. Tenía que registrar el escritorio de mi mejor amigo.

Me di media vuelta y examiné los papeles al lado de Dafry Duck sobre el cristal del escritorio. Había correspondencia y notas con mensajes, bolígrafos Daffy y lápices con forma de zanahoria, pero de facturas, nada. Diablos. Empecé a mirar en derredor.

Había otro armario contra la pared junto al sofá de cuero negro. También era de nogal, aunque una versión más pequeña. Delante, había una versión gigantesca de otro personaje de cómic. Crucé la habitación, puse a un lado el juguete y revisé el cajón de arriba. Archivos de correspondencia.

Lo cerré y abrí el segundo. Más archivos de correspondencia.

Lo intenté con el tercero. Archivos de vieja correspondencia. Esto no conducía a ninguna parte. Cerré el cajón, me senté con las piernas cruzadas sobre la costosa alfombra y pensé un poco. Las facturas personales y las minutas son los documentos más personales de cualquier abogado de Grun. Tal vez Sam no guardaba copias, sino que las hacía desaparecer. O acaso las tuviera en casa. Traté de recordar dónde tenía Sam los archivos en su apartamento, pero hacía casi un año que no iba por ahí porque nuestros últimos encuentros habían tenido lugar en restaurantes.

Detuve la mirada en el gigantesco juguete de felpa y lo volví a poner delante del armario. Sus inmensos ojos me escrutaban bajo el sombrero Stetson demasiado grande para él. Le arreglé el bigote carmesí que se había deslizado hacia un lado. De sus ropajes colgaban varios revólveres. A mí nunca me había gustado Yosemite Sam.

¿Qué estaba diciendo?

¡Por supuesto! ¡Yosemite Sam! Me había olvidado de él. Corrí al ordenador sobre el escritorio de Sam, lo encendí, pedí el menú y tecleé.

He aquí la información de cuentas que ha solicitado, me replicó el ordenador.

– -¡Eureka! --murmuré contemplando la primera página, luego la siguiente y la siguiente. Listados y más listados de cuentas enviadas y pagos recibidos, mucho dinero que fluía hasta Grun por intermedio de Sam. Le sacaba hasta el último dólar a esos casos de bancarrotas a un ritmo de cincuenta mil por mes. Yosemite Sam se estaba portando muy bien. De hecho, era uno de los socios más productivos de la firma. Y entonces, ¿por qué recibía dinero de Mark y en efectivo?

Aún no tenía la respuesta. Salí del archivo del ordenador y me apoyé en el respaldo. Fue entonces cuando vi algo sobre el escritorio de Sam. Puse a un lado los papeles y miré el bol Steuben. Estaba lleno de clips, chinchetas con la imagen de Bugs Bunny y gomas elásticas. Pero había algo más. Algo que no había visto antes. Metí una mano en el bol y pesqué algo de color muy vivo. Se movió entre mis dedos como un gusano rojo.

Un globo rojo. Del mismo tipo y color que yo había visto en el brazo de Bill en la cabaña. Se me secó la boca.

¿Qué significaba?

Volví a mirar el bol. Vi un plástico verde y también saqué otro globo. Luego uno amarillo y otro rojo y uno azul brillante que desparramé sobre el escritorio como confetis letales. Me quedé perpleja en la quietud de despacho de mi mejor amigo. Trataba de imaginarme cómo podía estar relacionado Sam con la muerte de Mark. No parecía posible, pero yo tenía el eslabón en mis manos.

Me metí el globo rojo en el bolsillo, volví a poner en su sitio los otros, y me encaminé a la Costa Dorada.

25

Tras mi descubrimiento, me di una ducha nocturna en el lavabo de la compañía. Estaba obsesionada con el globo rojo, pero no lograba establecer la conexión entre Bill y Sam, si es que existía. Estaba agotada. La ducha caliente aún me puso más nerviosa.

¿Cuánto había dormido en los últimos días? Ni siquiera intenté averiguarlo mientras me secaba y me vestía; luego me eché en el único camastro de la llamada zona de descanso. Puse la alarma de mi reloj a las cinco de la mañana, pero, pese a la fatiga, apenas dormitaba cuando sonó. Veía globos rojos en una pesadilla de fiestas de cumpleaños.

Fui a la cocina de la empresa para prepararme un café cargado y comer una galleta. Me obsesionaba la conexión entre Sam y la muerte de Mark, aunque ahora tenía un problema más urgente. No tenía con qué vestirme. Había usado el vestido amarillo dos días seguidos y empezaba a parecer un acordeón y a oler mal. Para el lunes, hasta los perdedores empezarían a extrañarse.

De modo que a las nueve de la mañana, con el café y una galleta a medio comer delante de mí, volví a la sala D y llamé por teléfono a una tienda cercana haciéndome pasar por la atareada abogada Linda Frost. Pedí que me enviaran por mensajero ropa y zapatos a Grun amp; Chase y hasta di mi aprobación al tendero para que me eligiera lo que llamó «vestidos happening».

Después de colgar, escribí una nota a la Administración solicitando que se extendiera un cheque a nombre de la tienda y que el importe se cargara a la cuenta de gastos del caso RMC contra Consolidated Computers como «regalos relacionados con el caso». La ropa serial pagada tan pronto llegara y yo tendría un problema menos. Luego recogí a Jammie 17 y salí.

Estaba a salvo en el piso 32, ya que ningún perdedor trabajaba los sábados, pero una vez que dejara ese pise empezaría la temporada de caza. Metí a Jammie 17 en cartera, pasé deprisa la puerta de seguridad que se cerraba los fines de semana y apreté el botón del ascensor Entré nada más abrirse, sintiéndome nerviosa y expuesta a cualquier peligro, incluso una vez dentro.

Me podían reconocer los guardias de seguridad de planta baja o quizá alguien nuevo en el turno del fin semana. En la calle, cualquiera me podía reconocer pe las fotos de los periódicos. ¿Y los policías? ¿Merodearía por los alrededores o en el aparcamiento?

Corría un riesgo, pero tenía que hacerlo. Busqué la cartera las gafas de sol y me las puse.

Ahora debía bajar.

Hundí la cabeza en el asiento delantero del bananamóvil esperando al otro lado de la calle del hospital. Las gárgolas me hacían muecas desde su fachada de piedra, pero supuse que no me reconocían debido a las gafas de sol Mi madre debía llegar dentro de una hora, pero yo quería asegurarme de que no la seguían.

– ¿De acuerdo, Jammie 17?

El gatito solo ronroneó como respuesta y se durmió rápidamente sobre mi regazo. Era un milagro considerando que se había bebido media lata de Coca-Cola, pobrecito podría haber estado volando con la cafeína o se le podrían haber caído los dientecitos de estalagmita. Yo estaba triste. Ahora resultaba que era una mala madre. Lo acaricié y esperé a mi propia progenitora.

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