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Diane Liang: El Ojo De Jade

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Diane Liang El Ojo De Jade

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La moderna y emprendedora Mei acaba de abrir una agencia privada de detectives en pleno corazón de Pekín. Esta mujer joven es un símbolo evidente del gran cambio cultural y ecónomico que está viviendo China. Al volante de su Mitsubishi rojo, y con un hombre como secretario, Mei está preparada para su nuevo trabajo. Cuando un cliente le pide que encuentre un valioso jade de la dinastía Han sustraído de un museo en plena Revolución Cultural, Mei se verá obligada a profundizar en ese oscuro periodo de la historia de China. La investigación de Mei revela una trama que tiene mucha más relación con el pasado y la historia de su propia familia de lo que podría haber esperado. Esto la llevará a la trastienda de Pekín y a un secreto tan bien guardado que, desenterrarlo, amenazará con destruir lo que Mei consideraba sagrado…

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– ¿Qué problemas? -Mei miró directamente a Wu el Padrino y se encogió de hombros. No le gustaba que la amenazaran.

– ¿Señorita qué?

– Wang.

– Señorita Wang, dígame una cosa más: ¿confía usted en la gente con facilidad?

Ella contempló cómo el humo del pitillo de Wu el Padrino se disolvía al salir por la ventana abierta. Pensó en el tío Chen, ese hombre a quien conocía de toda la vida. Él había sido la mano cálida a la que ella se había cogido de niña y el tío que nunca tuvo. Treinta años de amor valían mucha confianza. Aun así, ella se había preguntado, en el largo pasillo oscuro del Hospital nº 309, en un momento de duda fugaz, hasta qué punto le conocía en realidad.

En aquel momento sonó el teléfono.

Wu el Padrino agotó su pitillo.

– ¿Diga? Ah, bien… ningún problema… de verdad -la huella de una sonrisa serpenteó en su cara.

Mei se preguntó qué le habría respondido si el teléfono no les hubiera interrumpido.

Al colgar, Wu el Padrino estaba de buen humor.

– Piense en mi oferta. Quizá usted y yo podamos hacer negocios. Vamos a encontrar lo que sea juntos, y yo haré que valga la pena para usted.

Mei sonrió. Dejó una de sus tarjetas encima de la mesa y dijo:

– Volveremos a vernos.

Capítulo 31

Era un lunes húmedo. Como todos los lunes, éste se hacía eterno.

No había nada interesante en la oficina. Un par de facturas y un par de indagaciones inocuas que con toda probabilidad no llegarían a nada. No llamaba nadie para hablar del hombre de la cicatriz en la cara que se había dejado el cuerpo en el hotel Esplendor, y menos aún la policía. Era sólo un día normal, sin ninguna importancia en particular, un día de los que la fábrica de la vida llevaba produciendo, sin cambios, semana tras semana desde el comienzo de las fábricas.

Mei leyó los periódicos. Como de costumbre, el Diario del Pueblo traía un montón de artículos que anunciaban directrices gubernamentales. Algunos de ellos volvían a salir en el Diario de Pekín. Incluso el habitualmente informativo Diario Matutino de Pekín tenía sólo buenas noticias que publicar: la prosperidad y la gran expectativa de la devolución de Hong Kong a China.

Mei tiró los periódicos a la papelera y salió al recibidor. Gupin le dirigió una sonrisa desde detrás de su ordenador. Estaba afilando lápices y alineándolos cuidadosamente sobre la mesa como misiles.

– Hoy va a llover -dijo.

Mei asintió:

– Esa pinta tiene. ¿Podrías llamar al Instituto de Investigación Minera y preguntar si hay alguien que sepa lo que es el ojo de jade?

Gupin ya había alcanzado el teléfono, cuando de pronto se detuvo.

– ¿No querrás decir quién es el ojo de jade?

– ¿Quién?

– Sí, eso es lo que decimos en Henan. El jade es la piedra del emperador, por eso «el ojo de jade» significaba «un espía de palacio». Ahora la expresión se usa para cualquiera que esté espiando para alguien de más arriba, como el jefe.

Mei observó a Gupin, pensando a toda velocidad. Luoyang es la capital de Henan y fue la capital de trece dinastías antiguas.

Gupin la miró nervioso.

– Lo siento, no era eso lo que querías decir. Ahora mismo hago la llamada.

Mei despertó de sus cavilaciones. De pronto recordó dónde había visto al hombre de más edad de la foto que tenía en la pared Wu el Padrino.

– Está bien, olvídate de la llamada -sonrió, y añadió-: gracias.

Capítulo 32

El tío Chen vivía en una torre de apartamentos en la avenida de la Puerta de Fucheng.

Era la hora de comer. Ciclistas de todas las edades venían de todas partes, levantando al desmontar nubes de polvo. Los alumnos de instituto con sus uniformes llegaban como atletas. Todo el mundo tenía prisa por llegar a casa a comer.

El ruido de la calle aumentó. Los coches y los camiones avanzaban con estruendo. Los trolebuses azules y blancos, que parecían babosas con dos antenas negras, arrancaban chispas de los cables suspendidos por encima.

Mei tenía que conducir despacio, zigzagueando tras las bicicletas con su coche, que se ahogaba en su propio tubo de escape. Los ciclistas o la ignoraban o le echaban desde delante miradas de desdén.

Por fin encontró un sitio para aparcar en un lado del edificio del tío Chen, que lindaba con dos construcciones idénticas de color negro y gris.

Esas torres se habían levantado a finales de los años ochenta. En la época de su construcción, con sus ascensores y sus ventanales en los pasillos, eran los edificios de viviendas más codiciados de Pekín. Ahora parecían marchitas prostitutas luciendo sus gastados cuerpos en la acera. Los transeúntes les escupían y hablaban de su fealdad.

Ante el ascensor se había juntado un gentío.

– ¿Te pasas a jugar una mano de poker esta noche? -gritaba un tipo bovino desde detrás de dos chicas modernas con tacones.

Un hombre con gafas miró a su mujer, que fingía estar enfrascada en la calvescente cabeza que tenía delante. El hombre le echó una sonrisa amarga a su vecino:

– Me parece que no.

Cuando el ascensor llegó, la gente se apretó en su interior, acalorada y sudorosa. A una de las chicas modernas se le enganchó la falda entre las piernas del tipo bovino, que le lanzó una sonrisa. Ella liberó de un tirón su falda, soltó una imprecación y le susurró algo a su amiga. Las dos volvieron la cara hacia otro lado con desagrado.

Mei se bajó en el décimo piso. Al fondo del pasillo había una bicicleta con candado apoyada en la mugrienta ventana. Atisbo el exterior: nubes oscuras se agolpaban en el horizonte. A su izquierda, a lo largo de un pasillo amarillento, vio las puertas cerradas, algunas cubiertas con planchas de hierro. Un delicioso olor a comida se escapaba de una de ellas.

Mei llamó al timbre del tío Chen. Oyó pasos pesados y el correr de los cerrojos.

– ¡Mei, qué sorpresa! -el tío Chen mantuvo la puerta abierta y se apartó a un lado.

El recibidor era pequeño y estaba ocupado por una voluminosa lavadora. Había una cuerda de tender colgada con un clavo del marco de la puerta.

– Estamos comiendo -dijo el tío Chen-. ¿Tú has comido ya? ¿Quieres comer con nosotros?

– No, gracias, no tengo hambre -Mei sacudió la cabeza. Estaba nerviosa. Todos los gestos que hacía parecían falsos. Las sonrisas le salían forzadas y la voz insegura, y no sabía dónde poner las manos.

La tía Chen salió del salón con los palillos en la mano. Tenía la cara entera perlada de sudor.

– Mei, pobre niña -la tía Chen se dobló hacia ella como agobiada por el dolor; su insulsa cara había cobrado vida-. Aunque, desde luego, no hay que perder la esperanza. Tengo el presentimiento de que tu madre va a salir adelante. Todos rezamos por ella.

Condujo a Mei al salón.

Mei se sentó en el sofá y miró a su alrededor. El piso estaba decorado con mucho esfuerzo por alguien con medios limitados. Había una estantería atiborrada de fotos familiares, libros y bibelots. Pegada a una pared había una cama individual con una colcha verde y crema; era la de la tía Chen. En la pared de al lado, formando una ele, estaba la cama que correspondía al tío Chen. Unos pocos tiestos con flores, libros y utensilios domésticos variados se mezclaban en los alféizares. Prendidas de un alambre a cada lado de la ventana había unas cortinas de terciopelo dorado.

– Acabo enseguida -dijo el tío Chen, traspalándose a toda prisa la comida a la boca.

– ¿Estás segura de que no quieres un poco de té? -preguntó la tía Chen.

– Estoy bien así, no te preocupes por mí -dijo Mei.

– Vale, ya he terminado -dijo el tío Chen, levantándose. Todavía estaba masticando-. Vámonos.

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