Por otra parte, por asociación con la enormidad de la naturaleza, puede ser grande también el corazón del hombre. Hay una manera de mirar a un panorama como si fuera una película; un modo de mirar a las nubes tropicales en el horizonte como el telón de fondo de un escenario, y no contentarse con nada menos grande como telón de fondo; un modo de mirar a los bosques de la montaña como un jardín particular, y no contentarse con nada menos grande como jardín; un modo de escuchar a las rumorosas olas como un concierto, – y no contentarse con nada menos como concierto, y un modo de mirar a la brisa montañesa como sistema de enfriamiento del aire, y no contentarse con nada menos como enfriamiento del aire. Así nos hacemos grandes, tal como son grandes la tierra y los firmamentos. Como el "Hombre Grande" que describió Yüan Tsi (210-263 de nuestra era), uno de los primeros románticos de China, "vivimos en el cielo y la tierra como si fueran nuestra casa". El mejor "espectáculo" que jamás he visto ocurrió una tarde en el Océano Indico. Era en verdad inmenso. El escenario tenía un centenar de millas de ancho y tres de alto, y en él la naturaleza representó un drama que duró media hora: con dragones gigantescos, dinosaurios y leones que se movían por el cielo -¡cómo se hinchaban las cabezas de los leones y se extendían sus melenas, y cómo se inclinaban y se retorcían los lomos de los dragones!-; y ejércitos de soldados con uniformes blancos y grises y oficiales con entorchados dorados, que marchaban y contramarchaban y se unían en combate y se retiraban otra vez. A medida que proseguía la batalla y la persecución, cambiaban las luces del escenario, y los soldados de blancos uniformes aparecieron de color naranja y los soldados de uniformes grises parecieron ponerse otros purpúreos, mientras el telón de fondo era una llama de oro iridiscente. Luego, cuando los técnicos de la naturaleza fueron apagando gradualmente las luces, el púrpura venció y tragó al naranja, y fue siendo un malva y gris más y más profundo, y durante los últimos cinco minutos se presentó un espectáculo de inenarrable tragedia y de sombrío desastre, antes de que se extinguieran del todo las luces. Y no pagué un solo centavo para presenciar el más grandioso espectáculo de toda mi vida.
Tenemos también el silencio de las montañas, y ese silencio es terapéutico: los picachos silenciosos, las rocas silenciosas, los árboles silenciosos, todo en majestuoso silencio. Toda buena montaña es un sanatorio. Uno se siente acurrucado como un niño en su pecho. No creo en la Ciencia Cristiana, pero sí en las propiedades espirituales, curativas de los árboles antiguos y los lugares de montaña, no para sanar una clavícula fracturada o una piel infectada, sino para curar las ambiciones de la carne y las enfermedades del alma: cleptomanía, megalomanía, egocentrismo, halitosis espiritual, titulitis, prestamitís, dirigentitis (el deseo de dirigir a los demás), neurosis de guerra, versofobia, maldad, odio, exhibicionismo social, terquedad en general, y todas las formas de enfermedades morales.
El goce de la naturaleza es un arte, que depende mucho del ánimo y la personalidad de cada uno y, como sucede con todas las artes, es difícil explicar su técnica. Todo debe ser espontáneo y elevarse espontáneamente desde un temperamento artístico. Es difícil, pues, fijar reglas para el goce de este o de aquel árbol, esta o aquella roca y este o aquel panorama en un momento particular, porque ningún panorama es exactamente igual. Quien comprende sabrá cómo gozar de la naturaleza sin que nadie se lo diga. Havelock Ellis y Van der Velde muestran sabiduría cuando dicen que lo permisible y lo no permisible, y lo que es de buen gusto y mal gusto en el arte del amor entre marido y mujer, en la intimidad de su dormitorio, no es algo que se pueda prescribir con reglas fijas. Lo mismo pasa con el arte de gozar de la naturaleza. El mejor sistema es probablemente el de estudiar la vida de las personas que tienen en sí el temperamento artístico. El sentimiento de la naturaleza, los sueños de un hermoso panorama visto un año antes, y el repentino deseo de visitar cierto lugar: todas estas cosas ocurren en los momentos más inesperados. Quien tiene temperamento artístico lo demuestra por doquiera que vaya, y los escritores que en verdad gozan la naturaleza han de emprender descripciones de una hermosa escena nevada o de un atardecer de primavera, del todo olvidados del relato o el argumento. Las autobiografías de periodistas y estadistas suelen estar llenas de reminiscencias de acontecimientos pasados, en tanto que las autobiografías de literatos han de referirse sobre todo a reminiscencias de una noche feliz, o a la visita hecha con algún amigo a un valle hermoso. En este sentido me parecen decepcionantes las autobiografías de Rudyard Kipling y G. K. Chesterton. ¿Por qué consideran sin importancia las anécdotas importantes de sus vidas, y por qué consideran importantes las anécdotas sin importancia? Hombres, hombres, hombres por todas partes y ni una mención de flores y pájaros y colinas y arroyos.
Las reminiscencias de los literatos chinos, y también sus cartas, difieren en este sentido. Lo importante es decir a un amigo, en una carta, la hermosura de una noche en el lago, o registrar en la autobiografía un día perfectamente feliz y cómo pasó. En particular, los escritores chinos, al menos muchos de ellos, han llegado a escribir reminiscencias de su vida de casados. De todos ellos, los mejores ejemplos son Mao Pichiang con Reminiscencias de mi concubina, ( [37]) Shen Sanpo con Seis capítulos de una vida flotante, y Chiang T"an con Reminiscencias bajo la-lámpara. Los dos primeros libros fueron escritos por los maridos, después de morir sus esposas, y el último en la ancianidad del autor mientras aún vivía su esposa. ( [38]) Comenzaremos con algunos pasajes selectos de Reminiscencias bajo la lámpara, que tienen por heroína a la esposa del actor, llamada Ch'iufu, y continuaremos con trozos de Seis capítulos de una vida flotante, en que Yün es la heroína. Estas dos mujeres tenían el temperamento justo, sí bien no eran particularmente educadas ni buenas poetisas. No importa. Nadie debe tender a escribir poesía inmortal; se debe aprender a escribir poemas solamente como medio de registrar un momento significativo, un estado de ánimo personal, o para ayudar a gozar de la naturaleza.
A.) CH´IUFU
Ch'iufu me decía a menudo: "La vida del hombre sólo dura cien años, y de este centenar se pasa la mitad en dormir y soñar, los días de enfermedad y de pesares ocupan la mitad, y los días de pañales y de ancianidad ocupan también la mitad. ( [39])
Lo que nos queda es una décima o una quinta parte. Además, quienes estamos hechos del material de los sauces no hemos de esperar que viviremos un centenar de anos."
Un día en que estaba en su mejor momento la luna de otoño, Ch'iufu pidió a una joven doncella que tomara un ch'in y la acompañara en un viaje en bote entre las flores de loto del Lago Occidental. Volvía yo entonces del Río Occidental, y cuando llegué y vi que Ch'iufu se había marchado en bote compré algunos melones y salí tras ella. Nos encontramos en el Segundo Puente de la Orilla de Su Tungp'o, cuando Ch'iufu cantaba el triste refrán de "Otoño en el Palacio Han". Me detuve a escuchar, con la túnica recogida entre las manos. En ese momento, las colinas en torno estaban envueltas en la bruma del atardecer, y se veían en el agua los reflejos de las estrellas y la luna. Llegaban a mi oído diferentes sonidos musicales, de modo que no podía distinguir si eran los sonidos del viento en el aire o los sonidos del jade retintineante. Antes de terminar la canción, la proa de nuestro bote ya había tocado la orilla meridional del Jardín de las Aguas en Remolino. Golpeamos entonces a la puerta del convento de la Nube Blanca, porque conocíamos a las monjas que había allí. Después de estar un rato sentados, las monjas nos sirvieron semillas de loto. recién recogidas y preparadas en sopa. Su color y fragancia eran bastante para refrescar los intestinos: un mundo diferente del sabor de carnes y comidas aceitosas. De regreso, desembarcamos en el Puente de Tuan, donde tendimos una alfombrilla de bambú en el suelo y nos sentamos a conversar largo rato. El rumor distante de la ciudad nos molestaba los oídos, como el zumbido de las moscas… Después empezaron a escasear las estrellas del cielo y el lago quedó cubierto por una capa blanca. Oímos el tambor en lo alto de la muralla de la ciudad y comprendimos que ya era la cuarta guardia (alrededor de las tres de la madrugada) y tomamos el ch'in y volvimos en bote a casa.
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