– ¿Cuánto tiempo hace que sientes dolor?
– Todo el mundo siente dolor -replicó ella. Se sentía avergonzada de haber gritado.
– Contesta a mi pregunta.
– No lo sé.
– ¿Cómo te sientes ahora?
– Bien, sólo quiero…
– No me mientas. ¿Tienes sensación de ardor?
– Un poco -admitió, al ver que no le quedaba elección.
– ¿Te ha ocurrido esto antes, después de haber tomado alcohol?
– En realidad ya no bebo.
– ¿Porque es esto lo que te ocurre?
Vanessa cerró los ojos. ¿Por qué no la dejaba en paz?
– Supongo que sí.
– ¿Sientes algo que te corroe por dentro, justo aquí, debajo del esternón?
– A veces.
– ¿Y en el estómago?
– Supongo que es una molestia algo más fuerte.
– Como cuando tienes hambre, aunque mucho más agudo.
– Sí, pero se pasa.
– ¿Qué te estás tomando para el dolor?
– Medicamentos que puedo comprar sin receta. Mira, Brady, veo que convertirte en médico se te ha subido a la cabeza. Estás creando una enfermedad a partir de nada. Me tomaré un par de antiácidos y me pondré bien.
– La úlcera no se trata con antiácidos.
– Yo no tengo úlcera. Eso es ridículo. No vomito nunca.
– Escúchame. Vas a ir al hospital para hacerte unas pruebas y también vas a hacer lo que yo te diga.
– No pienso ir al hospital -replicó ella. Aquella idea le hacía recordar el horror de los últimos días de su padre-.Tú no eres mi médico. Ahora, déjame marchar.
– Vas a quedarte aquí. Y quiero decir aquí mismo.
Vanessa obedeció, aunque sólo porque no estaba segura de poder ponerse de pie. Se preguntó por qué había tenido que ocurrirle allí. Había tenido ataques tan virulentos como aquél, pero siempre había estado sola. Siempre había podido superarlos y los superaría también en aquella ocasión. Justo cuando estaba levantándose de la cama, Brady regresó con su padre.
– ¿A qué se debe todo esto? -preguntó Ham.
– Brady está exagerando -respondió ella con una sonrisa. Se habría levantado si Brady no se lo hubiera impedido.
– El dolor la hizo doblarse en dos cuando salimos a dar un paseo. Tiene ardor y sensación de dolor agudo bajo el esternón.
Ham se sentó en la cama y empezó a examinarla suavemente. Le hizo más o menos las mismas preguntas que Brady. A medida que ella iba respondiendo, la expresión de su rostro se iba haciendo cada vez más severa.
– ¿Qué está haciendo una chica tan joven como tú con una úlcera? -le preguntó por fin.
– Yo no tengo úlcera.
– Pues dos médicos te están diciendo todo lo contrario. Creo que tu diagnóstico es acertado, Brady.
– Los dos os equivocáis -insistió ella. Trató de ponerse de pie, pero Ham se lo impidió. Con suavidad, la hizo recostarse contra la almohada.
– Por supuesto, confirmaremos este diagnóstico con radiografías y pruebas -dijo Ham.
– No pienso ir al hospital -afirmó ella-. Las úlceras las tienen los corredores de bolsa de Wall Street y los presidentes de empresas. Yo no me preocupo compulsivamente ni siento que la tensión rige mi vida.
– Yo te diré lo que eres -dijo Brady-. Eres una mujer que no se ha preocupado de cuidarse y que es demasiado testaruda para admitirlo. Te aseguro que vas a ir al hospital aunque tenga que llevarte atada.
– Tranquilo, doctor Tucker -le recomendó su padre-. Van, ¿has vomitado o has escupido sangre?
– No, claro que no. Sólo es un poco de estrés y puede que un exceso de trabajo…
– Y una úlcera -le aseguró él con firmeza-, pero creo que se podrá tratar con medicación si insistes en no ir al hospital.
– Claro que insisto. Además, no creo que necesite medicación ni dos médicos encima de mí.
– Pues es la medicación o el hospital, señorita -comentó Ham-. Acuérdate que he sido yo el que te ha tratado de casi todas tus enfermedades, hasta de la erupción que te produjeron los pañales. Creo que la medicación podría ayudarla -le dijo a Brady-, mientras se mantenga alejada de comidas picantes y el alcohol mientras dure el tratamiento.
– Yo preferiría que se hiciera las pruebas.
– Y yo también -afirmó Ham-, pero, a menos que la sedemos con morfina y la llevemos a rastras, creo que nos será más fácil tratarla de este modo.
– Déjame pensar en lo de la morfina -gruñó Brady, lo que hizo que su padre soltara una carcajada.
– Te voy a extender una receta -le informó Ham a Vanessa-.Ve por ella esta misma noche. Tienes veinte minutos antes de que cierre la farmacia de Boonsboro.
– No estoy enferma -insistió ella.
– Mira, hazlo por tu futuro padrastro -replicó Ham-. Brady, tengo mi maletín abajo. ¿Por qué no vienes conmigo?
En el exterior de la habitación, Ham agarró a su hijo por el brazo y lo llevó hasta la escalera.
– Si la medicación no soluciona el problema en tres o cuatro días, la presionaremos para que vaya a hacerse esas pruebas. Mientras tanto, creo que cuanto menos nerviosa la pongamos, mejor.
– Quiero saber lo que ha provocado esa úlcera -dijo él, con furia.
– Yo también. Estoy seguro de que ella hablará contigo, pero no le metas demasiada prisa. En ese aspecto, se parece mucho a su madre. Si te acercas demasiado, se cierra en banda. ¿Estás enamorado de ella? -le preguntó a su hijo.
– No lo sé, pero esta vez no voy a permitir que se marche hasta que no lo haya averiguado.
– Sólo espero que recuerdes que cuando un hombre se aferra con demasiada fuerza a algo, esto termina escapándosele entre los dedos -afirmó. Entonces, apretó con fuerza el hombro de su hijo-.Voy a extender esa receta.
Cuando Brady regresó al dormitorio, Vanessa estaba sentada en el borde de la cama, avergonzada, humillada y furiosa.
– Venga -dijo él-. Podemos llegar a la farmacia antes de que cierre.
– No quiero tus malditas pastillas.
– ¿Quieres que te saque de aquí en brazos o prefieres ir andando? -le preguntó él, muy tranquilo.
– Iré andando, muchas gracias -contestó ella, tras una pequeña pausa.
– Muy bien. Bajaremos por las escaleras de atrás.
Vanessa no quería agradecerle que le librara de las explicaciones y de la compasión de los demás. Empezó a andar con la barbilla muy alta y los hombros cuadrados. Brady tampoco dijo nada hasta que no cerró de un fuerte golpe la puerta del coche.
– Alguien debería hacerte entrar en razón.
– Déjame en paz, Brady.
Brady no contestó. Se dirigió en silencio hacia la carretera principal. Cuando metió la quinta marcha del coche, se sintió más tranquilo.
– ¿Sigues sintiendo dolor?
– No.
– No me mientas, Van. Si no puedes pensar en mí como amigo, piensa en mí como médico.
– Todavía no he visto tú título.
– Te prometo que te lo mostraré mañana mismo -replicó él. Aminoró la marcha cuando llegaron al pueblo de al lado. No volvió a hablar hasta que no llegaron a la farmacia-.Tú puedes esperar en el coche. No tardaré mucho.
Vanessa permaneció sentada en el coche mientras Brady se dirigía hacia la farmacia. Una úlcera. No era posible. No era una persona adicta a su trabajo, ni tenía miles de preocupaciones. Sin embargo, al tiempo que lo negaba, el dolor la corroía por dentro, como si estuviera burlándose de ella.
Sólo deseaba marcharse a casa y poder tumbarse, descansar hasta que el sueño la hiciera olvidarse del dolor. Todo habría desaparecido al día siguiente… ¿Acaso no llevaba meses y meses diciéndose lo mismo?
Cuando Brady regresó, le colocó la pequeña bolsa blanca sobre el regazo y arrancó el coche. No pronunció palabra alguna, lo que permitió que Vanessa se recostara en el asiento y cerrara los ojos.
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