Mario Llosa - Los jefes, Y Otros Cuentos

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– Salud -dijo Rubén, levantando el vaso.

"Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué."

– Huele a cadáver -dijo el Melanés-. Alguien se nos muere por aquí.

– Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.

– Salud -repetía Rubén.

Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza, la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.

– ¿Te rindes, mocoso? Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.

– Los pajarracos no pelean nunca -dijo, obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.

El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.

– Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mirenlo.

Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenia la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.

– Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón que digamos, tomando cerveza.

– No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.

– Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia te corroe?

– Viva la Esther Williams de Miraflores -dijo el Melanés.

– Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar -dijo Rubén-. ¿No quieres que te dé una clases?

– Ya sabemos, maravilla -dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.

– Este no es campeón de nada -dijo Miguel, con dificultad-. Es pura pose.

– Te estás muríendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita?

– No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose.

– Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas?

– Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al Conejo Villarán, sólo por eso ganaste.

– Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén-, que ni siquiera sabes correr olas.

– Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-. Cualquiera te deja botado.

– Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel, que es una madre.

– Permitanme que me sonría -dijo Rubén.

– Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más.

– Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados.

– Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.

– En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo.

– Eres pura pose -dijo Miguel.

El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes.

– Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo.

– Pura pose -dijo Miguel.

– Si ganas -dijo Rubén-, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano tú te vas con la música a otra parte.

– ¿Qué te has creído? -balbuceó Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?

– Pajarracos -dijo Rubén, abríendo los brazos-, estoy haciendo un desafío.

– Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello?

– Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la playa.

– Están locos -dijo Francisco-. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.

– Ha aceptado -dijo Rubén-. Vamos.

– Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo -dijo Melanés-. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros.

– Los dos están borrachos -insistió el Escolar-. El desafío no vale.

– Cállate, Escolar -rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito que me cuides.

– Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombros-. Friégate, nomás.

Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la avenida Grau había algunos transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.

– ¿Ya se te pasó? -dijo el Escolar.

– Si -respondió Miguel-. El aire me ha hecho bien.

En la esquina de la avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.

– Hola, Rubén -cantaron ellas, a dúo.

Tobías las imitó, aflautando la voz:

– Hola, Rubén, príncipe.

La avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca; por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama "la bajada a los baños", su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchisimos veranos.

– Entremos en calor, campeones -gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron. Corrían contra el viento y la delgada bruma que subían desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos, su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas. El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía.

– Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío.

Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casí vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, bullente, cubierta por la espuma de las olas.

– Me voy si este se rinde -dijo Rubén.

– ¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel-. ¿Pero qué te has creído?

Rubén bajó la escalerilla a saltos, a la vez que se desabotonaba la camisa.

¡Rubén! -gritó el Escolar-. ¿Estás loco? ¡Regresa!

Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió.

En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el limite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivisimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguia salpicarlos antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa, pues la corríente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrias columnas que mantienen el edificio en vilo, y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.

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