Mario Llosa - Los jefes, Y Otros Cuentos
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– Bueno -dijo David, suavemente-. ¿Qué te pasa?
Juan se volvió hacía su hermano, tenía el rostro demacrado, la voz hosca.
– ¿Qué me pasa? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Te has olvidado del tipo de la cascada? Si me quedo en la hacienda voy a terminar creyendo que es normal hacer cosas así.
Iba a agregar "como tú", pero no se atrevió.
– Era un perro infecto -dijo David-. Tus escrúpulos son absurdos. ¿Acaso te has olvidado lo que le hizo a tu hermana?
El caballo de Juan se plantó en ese momento y comenzó a corcovear y alzarse sobre las patas traseras.
– Se va a desbocar, David -dijo Juan.
– Suéltale las ríendas. Lo estás ahogando.
Juan aflojó las ríendas y el animal se calmó.
– No me has respondido -dijo David-. ¿Te has olvidado por qué fuimos a buscarlo?
– No -contestó Juan-. No me he olvidado.
Dos horas después llegaban a la cabaña de Camilo, construida sobre un promontorio, entre la casa-hacienda y las cuadras. Antes que los hermanos se detuvieran, la puerta de la cabaña se abrió y en el umbral apareció Camilo. El sombrero de paja en la mano, la cabeza respetuosamente inclinada, avanzó hacía ellos y se paró entre los dos caballos, cuyas ríendas sujetó.
– ¿Todo bien? -dijo David.
Camilo movió la cabeza negativamente.
– La niña Leonor…
– ¿Que le ha pasado a Leonor? -lo interrumpió Juan, incorporándose en los estribos.
En su lenguaje pausado y confuso, Camilo explicó que la niña Leonor, desde la ventana de su cuarto, había visto partir a los hermanos en la madrugada y que, cuando ellos se hallaban apenas a unos mil metros de la casa, había aparecido en el descampado, con botas y pantalón de montar, ordenando a gritos que le prepararan su caballo. Camilo, siguiendo las instrucciones de David, se negó a obedecerla. Ella misma, entonces, entró decididamente a las cuadras y, como un hombre, alzó con sus brazos la montura, las mantas y los aperos sobre el Colorado, el más pequeño y nervioso animal de La Aurora que era su preferido.
Cuando se disponía a montar, las sirvientas de la casa y el propio Camilo la habían sujetado; durante mucho rato soportaron los insultos y los golpes de la niña, que, exasperada, se debatía y suplicaba y exigía que la dejaran marchar tras sus hermanos.
¡Ah, me las pagará! -dijo David-. Fue Jacinta, estoy seguro. Nos oyó hablar esa noche con Leandro, cuando servía la mesa. Ella ha sido.
La niña había quedado muy impresionada, continuó Camilo. Luego de injuriar y arañar a las criadas y a él mismo, comenzó a llorar a grandes voces, y regresó a la casa. Allí permanecía, desde entonces, encerrada en su cuarto.
Los hermanos abandonaron los caballos a Camilo y se dirigieron a la casa.
– Leonor no debe saber una palabra -dijo Juan.
– Claro que no -dijo David-. Ni una palabra.
Leonor supo que habían llegado por el ladrido de los perros. Estaba semidormida cuando un ronco gruñido cortó la noche y bajo su ventana pasó, como una exhalación, un animal acezante. Era Spoky, advirtió su carrera frenética y sus inconfundibles aullidos. En seguida escuchó el trote perezoso y el sordo rugido de Domitila, la perrita preñada. La agresividad de los perros terminó bruscamente, a los ladridos sucedió el jadeo afanoso con que recibían siempre a David. Por una rendija vio a sus hermanos acercarse a la casa y oyó el ruido de la puerta principal que se abría y cerraba. Esperó que subieran la escalera y llegaran a su cuarto. Cuando abrió, Juan estiraba la mano para tocar.
– Hola, pequeña -dijo David.
Dejó que la abrazaran y les alcanzó la frente, pero ella no los besó. Juan encendió la lámpara.
– ¿Por qué no me avisaron? Han debido decirme. Yo quería alcanzarlos, pero Camilo no me dejó. Tienes que castigarlo, David, si vieras cómo me agarraba, es un insolente y un bruto. Yo le rogaba que me soltara y él no me hacía caso.
Había comenzado a hablar con energía, pero su voz se quebró. Tenía los cabellos revueltos y estaba descalza. David y Juan trataban de calmarla, le acariciaban los cabellos, le sonreían, la llamaban pequeñita.
– No queríamos inquietarte -explicaba David-. Además, decidimos partir a última hora. Tú dormías ya.
– ¿Qué ha pasado? -dijo Leonor.
Juan cogió una manta del lecho y con ella cubrió a su hermana. Leonor había dejado de llorar. Estaba pálida, tenía la boca entreabierta y su mirada era ansiosa.
– Nada -dijo David-. No ha pasado nada. No lo encontramos.
La tensión desapareció del rostro de Leonor, en sus labios hubo una expresión de alivio.
– Pero lo encontraremos -dijo David. Con un gesto vago indicó a Leonor que debía acostarse. Luego dio media vuelta.
– Un momento, no se vayan -dijo Leonor.
Juan no se había movido.
– ¿Sí? -dijo David-. ¿Qué pasa, chiquita?
– No lo busquen mas a ese.
– No te preocupes -dijo David-, olvídate de eso. Es un asunto de hombres. Déjanos a nosotros.
Entonces Leonor rompió a llorar nuevamente, esta vez con grandes aspavientos. Se llevaba las manos a la cabeza, todo su cuerpo parecía electrizado, y sus gritos alarmaron a los perros, que comenzaron a ladrar al pie de la ventana. David le indicó a Juan con un gesto que interviniera, pero el hermano menor permaneció silencioso e inmóvil.
– Bueno, chiquita -dijo David-. No llores. No lo buscaremos.
– Mentira. Lo vas a matar. Yo te conozco.
– No lo haré -dijo David-. Si crees que ese miserable no merece un castigo…
– No me hizo nada -dijo Leonor, muy rápido, mordiéndose los labios.
– No pienses más en eso -insistió David-. Nos olvidaremos de él. Tranquilízate, pequeña.
Leonor seguía llorando, sus mejillas y sus labios estaban mojados y la manta había rodado al suelo.
– No me hizo nada -repitió-. Era mentira.
– ¿Sabes lo que dices? -dice David.
– Yo no podía soportar que me siguiera a todas partes -balbuceaba Leonor-. Estaba tras de mí todo el día, como una sombra.
– Yo tengo la culpa -dijo David, con amargura-. Es peligroso que una mujer ande suelta por el campo. Le ordené que te cuidara. No debí fiarme de un indio. Todos son iguales.
– No me hizo nada, David -clamó Leonor-. Créeme, te estoy diciendo la verdad. Pregúntale a Camilo, él sabe que no pasó nada. Por eso lo ayudó a escaparse. ¿No sabías eso? Sí, él fue. Yo se lo dije. Sólo quería librarme de él, por eso inventé esa historia. Camilo sabe todo, pregúntale.
Leonor se secó las mejillas con el dorso de la mano. Levantó la manta y la echó sobre sus hombros. Parecía haberse librado de una pesadilla.
– Mañana hablaremos de eso -dijo David-. Ahora estamos cansados. Hay que dormir.
– No -dijo Juan.
Leonor descubrió a su hermano muy cerca de ella: había olvidado que Juan también se hallaba allí. Tenía la frente llena de arrugas, las aletas de su nariz palpitaban como el hociquito de Spoky.
– Vas a repetir ahora mismo lo que has dicho -le decía Juan, de un modo extraño-. Vas a repetir cómo nos mentiste.
– Juan -dijo David-. Supongo que no vas a creerle. Ahora es que trata de engañarnos.
– He dicho la verdad -rugió Leonor; miraba alternativamente a los hermanos-. Ese día le ordené que me dejara sola y no quiso. Fui hasta el río y él detrás de mí. Ni siquiera podía bañarme tranquila. Se quedaba parado, mirándome torcido, como los animales. Entonces vine y les conté eso.
– Espera, Juan -dijo David-. ¿Dónde vas? Espera.
Juan había dado media vuelta y se dirigía hacía la puerta; cuando David trató de detenerlo, estalló. Como un endemoniado comenzó a proferir improperios: trató de puta a su hermana y a su hermano de canalla y de déspota, dio un violento empujón a David que quería cerrarle el paso, y abandonó la casa a saltos, dejando un reguero de injurias. Desde la ventana, Leonor y David lo vieron atravesar el descampado a toda carrera, vociferando como un loco, y lo vieron entrar a las cuadras y salir poco después montando a pelo el Colorado. El mañoso caballo de Leonor siguió dócilmente la dirección que le indicaban los inexpertos puños que tenían sus ríendas; caracoleando con elegancia, cambiando de paso y agitando las crines rubias de la cola como un abanico, llegó hasta el borde del camino que conducía, entre montañas, desfiladeros y extensos arenales, a la ciudad. Allí se rebeló. Se irguió de golpe en las patas traseras relinchando, giró como una bailarina y regresó al descampado, velozmente.
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