Mario Llosa - Los jefes, Y Otros Cuentos
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– Salgamos sin hacer ruido -había dicho David-. No conviene que la pequeña se despierte.
Estuvo con una extraña sensación de ahogo, como en el punto más alto de la cordillera, mientras bajaba en puntas de pie las gradas de la casa-hacienda y en el abandonado camino que flanqueaba los sembríos; casí no sentía la maraña zumbona de mosquitos que se arrojaban atrozmente sobre él, y herían, en todos los lugares descubiertos, su piel de hombre de ciudad. Al iniciar el ascenso de la montaña, el ahogo desapareció. No era un buen jinete y el precipicio, desplegado como una tentación terrible al borde del sendero que parecía una delgada serpentina, lo absorbió. Estuvo todo el tiempo vigilante, atento a cada paso de su cabalgadura y concentrando su voluntad contra el vértigo que creía inminente.
¡Mira!
Juan se estremeció.
– Me has asustado -dijo-. Creía que dormías.
¡Cállate! Mira.
– ¿Qué?
– Allá. Mira.
A ras de tierra, allí donde parecía nacer el estruendo de la cascada, había una lucecita titilante.
– Es una fogata -dijo David-. Juro que es él. Vamos.
– Esperemos que amanezca -susurró Juan: de golpe su garganta se había secado y le ardía-. Si se echa a correr, no lo vamos a alcanzar nunca en estas tinieblas.
– No puede oírnos con el ruido salvaje del agua -respondió David, con voz firme, tomando a su hermano del brazo-. Vamos.
Muy despacio, el cuerpo inclinado como para saltar, David comenzó a deslizarse pegado al cerro. Juan iba a su lado, tropezando, los ojos clavados en la luz que se empequeñecía y agrandaba como si alguien estuviese abanicando la llama. A medida que los hermanos se acercaban, el resplandor de la fogata les iban descubríendo el terreno inmediato, pedruscos, matorrales, el borde de la laguna, pero no una forma humana. Juan estaba seguro ahora, sin embargo, que aquel que perseguían estaba allí, hundido en esas sombras, en un lugar muy próximo a la luz.
– Es él -dijo David-. ¿Ves?
Un instante, las frágiles lenguas de fuego habían iluminado un perfil oscuro y huidizo que buscaba calor.
– ¿Qué hacemos? -murmuró Juan, deteniéndose. Pero David no estaba ya a su lado, corría hacía el lugar donde había surgido ese rostro fugaz.
Juan cerró los ojos, imaginó al indio en cuclillas, sus manos alargadas hacía el fuego, sus pupilas irritadas por el chisporroteo de la hoguera: de pronto algo le caía encima y ‚l atinaba a pensar en un animal, cuando sentía dos manos violentas cerrándose en su cuello y comprendía. Debió sentir un infinito terror ante esa agresión inesperada que provenía de la sombra, seguro que ni siquiera intentó defenderse, a lo más se encogería como un caracol para hacer menos vulnerable su cuerpo y abriría mucho los ojos, esforzándose por ver en las tinieblas al asaltante. Entonces, reconocería su voz: "¿qué has hecho, canalla? ", "¿qué has hecho, perro? ". Juan oía a David y se daba cuenta que lo estaba pateando, a veces sus puntapies parecían estrellarse no contra el indio sino en las piedras de la ribera; eso debía encolerizarlo más. Al principio, hasta Juan llegaba un gruñido lento, como si el indio hiciera gárgaras, pero después sólo oyó la voz enfurecida de David, sus amenazas, sus insultos. De pronto, Juan descubrió en su mano derecha el revólver, su dedo presionaba ligeramente el gatillo. Con estupor pensó que si disparaba podía matar también a su hermano, pero no guardó el arma y, al contrario, mientras avanzaba hacía la fogata, sintió una gran serenidad.
¡Basta, David! -gritó-. Tírale un balazo. Ya no le pegues.
No hubo respuesta. Ahora Juan no los veía, el indio y su hermano, abrazados, habían rodado fuera del anillo iluminado por la hoguera. No los veía, pero escuchaba el ruido seco de los golpes y, a ratos, una injuria o un hondo resuello.
– David -gritó Juan-, sal de ahí. Voy a disparar.
Presa de intensa agitación, segundos después repitió.
– Suéltalo, David. Te juro que voy a disparar.
Tampoco hubo respuesta.
Después de disparar el primer tiro, Juan quedó un instante estupefacto, pero de inmediato continuó disparando, sin apuntar, hasta sentir la vibración metálica del percutor al golpear la cacerina vacía. Permaneció inmóvil, no sintió que el revólver se desprendía de sus manos y caía a sus pies. El ruido
de la cascada había desaparecido, un temblor recorría todo su cuerpo, su piel estaba bañada de sudor, apenas respiraba. De pronto gritó:
¡David!
– Aquí estoy, animal -contestó a su lado, una voz asustada y colérica-. ¿Te das cuenta que has podido balearme a mí también? ¿Te has vuelto loco?
Juan giró sobre sus talones, las manos extendidas y abrazó a su hermano. Pegado a él, balbuceaba cosas incomprensibles, gemía y no parecía entender las palabras de David, que trataba de calmarlo. Juan estuvó un rato largo repitiendo incoherencias, sollozando. Cuando se calmó, recordó al indio:
– ¿Y ese, David?
– ¿Ese? -David había recobrado su aplomo, hablaba con voz firme-. ¿Cómo crees que está?
La hoguera continuaba encendida, pero alumbraba muy débilmente. Juan cogió el leño más grande y buscó al indio. Cuando lo encontró, estuvo observando un momento con ojos fascinados y luego el leño cayó a tierra y se apagó.
– ¿Has visto, David?
– Sí, he visto. Vámonos de aquí.
Juan estaba rígido y sordo, como en un sueño sintió que David lo arrastraba hacía el cerro. La subida les tomó mucho tiempo. David sostenía con una mano la linterna y con la otra a Juan, que parecía de trapo: resbalaba aún en las piedras más firmes y se escurría hasta el suelo, sin reaccionar. En la cima se desplomaron, agotados. Juan hundió la cabeza en sus brazos y permaneció tendido, respirando a grandes bocanadas. Cuando se incorporó, vio a su hermano, que lo examinaba a la luz de la linterna.
– Te has herido -dijo David-. Voy a vendarte.
Rasgó en dos su pañuelo y con cada uno de los retazos vendó las rodillas de Juan, que asomaban a través de los desgarrones del pantalón, bañadas en sangre.
– Esto es provisional -dijo David-. Regresemos de una vez. Puede infectarse. No estás acostumbrado a trepar cerros. Leonor te curará.
Los caballos tiritaban y sus hocicos estaban cubiertos de espuma azulada. David los limpió con su mano, los acarició en el lomo y en las ancas, chasqueó tiernamente la lengua junto a sus orejas. "Ya vamos a entrar en calor", les susurró.
Cuando montaron, amanecía. Una claridad débil abarcaba el contorno de los cerros y una laca blanca se extendía por el entrecortado horizonte, pero los abismos continuaban sumidos en la oscuridad. Antes de partir, David tomó un largo trago de su cantimplora y la alcanzó a Juan, que no quiso beber. Cabalgaron toda la mañana por un paisaje hostil, dejando a los animales imprimir a su capricho el ritmo de la marcha. Al mediodía, se detuvieron y prepararon café. David comió algo del queso y las habas que Camilo había colocado en las alforjas. Al anochecer avistaron dos maderos que formaban un aspa. Colgaba de ellos una tabla donde se leía: La Aurora. Los caballos relincharon: reconocían la señal que marcaba el límite de la hacienda.
– Vaya -dijo David-. Ya era hora. Estoy rendido. ¿Cómo van esas rodillas?
Juan no contestó.
– ¿Te duelen? -insistió David.
– Mañana me largo a Lima -dijo Juan.
– ¿Qué cosa?
– No volveré a la hacienda. Estoy harto de la sierra. Viviré siempre en la ciudad. No quiero saber nada con el campo.
Juan miraba al frente, eludía los ojos de David que lo buscaban.
– Ahora estás nervioso -dijo David-. Es natural. Ya hablaremos después.
– No -dijo Juan-. Hablaremos ahora.
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